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El puñetazo

Los presentes recuerdan el sonido seco producido por la fractura craneal, que resultó audible en todo el pabellón. Al resto les bastó ver la imagen que acompaña este artículo y que daría paso a unos minutos de horror que conmocionarían a todo el país. G Vázquez vuelve a las páginas de ACB.COM para relatar el suceso más violento de la historia de la NBA, una secuencia de hechos hilvanada por la fatalidad y que cambiaría para siempre el devenir de todos los protagonistas

Imagen del puñetazo en la portada de un libro
© Imagen del puñetazo en la portada de un libro
  

La tarde del sábado 9 de diciembre de 1977 una ambulancia se abría paso a toda velocidad por las calles de Los Ángeles en dirección al hospital. Una vida pendía de un hilo. La presencia de la prensa minutos después de ingresado el herido indicaba tratarse de alguien especial. Al rato tuvo lugar un comunicado. El cuadro clínico era aterrador: fractura de cráneo, fractura de mandíbulas y dislocación de la superior, fractura del tabique nasal, laceración facial múltiple y conmoción cerebral severa. Fuera de la habitación el cuerpo médico musitaba con preocupación: “No he visto nada parecido antes. Es como si hubiera estampado el rostro contra el parabrisas del coche yendo a más de 80 km/h”. Poco después, la víctima recuperaba el conocimiento y a duras penas percibía una voz grave, implacable, cruel. Era el doctor: “Lamento comunicarle que su cerebro ha sufrido una ligera pérdida de fluido espinal. Hay que intervenir... ¿me oye?”. Pero el herido apenas podía reaccionar. Una aparatosa máscara cubría su rostro dejando entrever unos ojos apagados, lo único que mantenía su sitio. El resto era un puzzle. Todo el cráneo había deformado gravemente su estructura.

No haría ni hora y media que el Forum bullía a la visita de los difíciles Rockets. Marcador apretado, mucho contacto y pocos despistes marcaban la tónica. Empate a 55 al descanso y poco más. Poco salvo un indisimulado empeño en soltar las manos el pívot blanco Kevin Kunnert sobre su par en defensa, Abdul Jabbar, cuya paciencia, lejos de calmarle el descanso, se agotó al primer minuto de la reanudación, en la lucha por un rebote a fallo angelino. El codazo del blanco fue seguido por otro de Kareem cuando ya ambos habían tirado a media pista. Rakel encendió el silbato. De poco sirvió. En décimas estalló el polvorín. Un cúmulo de cuerpos y brazos se enzarzaban en torno a los dos implicados como una enorme mancha en mitad del parqué, justo a placer de la Televisión. Cuando parecía fácil serenar los ánimos de la pareja, el fornido cuatro local Kermit Washington, como entregado a una particular vendetta, encendió repentinamente su ira contra Kunnert. Fuera de sí, brincaba alerta sin permitir que nadie, nadie, lo tocara siquiera. Pero alguien fue decidido a hacerlo. Casualmente el jugador a mayor distancia, quien había salido disparado a la otra cesta intuyendo el contraataque, corrió con la intención de agarrar a Washington y poner fin al tumulto. “Lo hice con las manos abajo, sin saber muy bien qué haría al llegar. No recuerdo más”. Corrió mucho, aprisa y mal. Corrió sobre todo a espaldas de Washington. Atisbando éste una camiseta roja precipitarse hacia él, sólo cabía esperar la reacción del instinto animal. Se giró y, con la misma endemoniada fuerza que impacta la bola en el bate de béisbol, desató sobre aquel rostro indefenso un devastador puñetazo que taladró seco el silencio del pabellón y las pantallas de todo el país (“Jamás olvidaré aquel sonido”, Jabbar). Un instante después, cayendo a plomo y rebotando la cabeza violentamente en el suelo como si fuera de goma, Rudy Tomjanovich yacía inconsciente sobre un inmenso charco de sangre. Todo el Forum se puso en pie. El tiempo se detuvo y el silencio reinante (“El más atronador que puedas imaginar”, Mike Newlin) permitía escuchar un susurro.

“Está muerto. Dios mío, está muerto... ¡cómo ha podido ocurrir algo así!”, clamaba el cronista del Times Ted Green precipitándose del graderío a la pista durante 45 interminables segundos. “No podía creer que un golpe se escuchara en todo el pabellón. Eso fue lo primero y más increíble que recuerdo. Lo segundo, la sangre. La sangre correr abundante. No se movía. Los minutos siguientes parecieron horas. Algo me decía que estaba muerto”. Contrariamente, el enviado del Houston Post, Thomas Bonk, no se movió del sitio, tal fue el impacto que le produjo “el sonido. Nunca escuché el disparo de una bala penetrar un cráneo, pero supe que tenía que sonar así. Estoy seguro de que ninguno de los que presenciamos la escena había escuchado nunca nada igual. Estábamos acostumbrados a ver peleas cada noche. Pero aquello no. Aquello fue escalofriante”. El primero de todos los presentes en reaccionar, el único que lo hizo aprisa, fue el trainer de Houston, Dick Vandervoort, que toalla en mano se echó encima de Tomjanovich tratando de desalojar apresuradamente los borbotones de sangre que sin parar manaban de la boca, la nariz y la nuca. “¡Quédate tumbado, Rudy, no te muevas!”. Era inútil. Rudy no se movía. La última vez que lo hizo, Ed Middleton, el segundo árbitro, aún corría al lugar de la pelea antes de detenerse allí mismo víctima del pánico: “Miré abajo una vez, una sola vez. Y tuve que girar la cabeza antes de ponerme enfermo y pedir nervioso más toallas”. Desviar la mirada hacia cualquier punto que no fuera el fatídico parecía poder con todos salvo con el mejor amigo de quien reposaba inerte en el suelo, el pequeño Calvin Murphy, cuyos ojos, después de posarse en la víctima, penetraban congelados desde su posición el rostro de Kermit Washington. En la banda, de pie sobre el banquillo angelino y pálido como la nieve, el joven técnico Jerry West tampoco podía reaccionar: “Había demasiada sangre. Pensé que algo iba mal, muy mal”. Tanto como que minutos más tarde, Rudy Tomjanovich yacía inconsciente en el interior de la ambulancia y aún dos semanas después, en la soledad del hospital. Navidades rojas, navidades rotas.

Seguramente sin pretenderlo, Jack McCloskey, segundo de West en L.A., fue el primero en avivar el fuego: “Ha sido el puñetazo más duro en la historia de la humanidad”. La prensa no tardó en sumarse a la fiesta. Toda declaración servía de titular. Y todos los titulares apuntaban en la misma dirección: había un villano que ajusticiar. Pero cuando se hizo pública la sanción, 10 mil dólares (casi un tercio del salario) y un mínimo de 60 días de suspensión sin empleo y sueldo, la peor conocida hasta entonces, los titulares cambiaron de signo y ya no se sabía muy bien quién era la víctima. “Alguien en el peor lugar en el peor momento” – “Podría haberle ocurrido a cualquiera de nosotros” – “Víctima de las circunstancias” – “No fue una pelea sino un incidente” – “Chivo expiatorio”. El popular show de pantalla Saturday Night Live ironizaba: “Ya sabes, hermano, los negros tenemos siempre la culpa de todo”. La propia NBA estaba bajo sospecha. Lo ocurrido no era un incidente aislado. Ni mucho menos.

El 18 de octubre, Abdul-Jabbar se disloca la mano derecha al golpear la cara del interior blanco de los Bucks, Kent Benson, como represalia a un codazo de éste. El pívot se perdió 20 partidos y 5 mil dólares, pero no fue suspendido. Era el MVP. El New York Times enciende la mecha: “Bajo los tableros la fuerza y la intimidación son el único juego”. El 17 de diciembre, tan sólo una semana después del gravísimo incidente en Los Ángeles, el joven alero de Buffalo, Bill Willoughby desata otro terrible puñetazo sobre el ‘piston’ Gus Gerard que le cuesta tan sólo 225 dólares, el mínimo que establece la expulsión de pista. Saltan las alarmas. Ante lo ridículo de la sanción, muchos abandonan el silencio y acuden en auxilio de Washington, sobre el que la prensa había caído en tromba. Las crónicas repetían una y otra vez “nearly killed Tomjanovich” llegando incluso a justificar su destierro deportivo. Refiriéndose a esta multa como contraste a la sufrida por Washington, el ‘bullet’ Mitch Kupchak eleva el tono de las críticas: “Es injusto y estúpido. O, ¿acaso es menor un intento de homicidio por haber errado la bala?”. En enero Sports Illustrated habla de “escalada de violencia provocada por la desigualdad salarial y las tensiones raciales”. Defendiendo a su compañero, Abdul-Jabbar acusa a la liga de permitir “maximizar los contactos y minimizar el potencial de las reacciones violentas. Así esto irá a peor”. Una sentencia que, como premonitoria, cernirá oscuros nubarrones sobre una liga que vive precisamente sus peores momentos en adelante, durante un período cercano al lustro.

La gravedad del asunto actuó como detonante de un debate interno en la propia NBA y, en consecuencia, la temporada siguiente verá la experimentación del tercer árbitro (vigilancia) y dos más tarde, la inclusión del triple en un desesperado “saquemos a todos del pozo del aro”. Entretanto los jugadores mantenían a flote su propio debate. Pocos disimulaban su decepción y Kupchak era uno de tantos que insistían en favor del condenado: “Todos habríamos reaccionado igual. Si te giras y ves a un tipo corriendo hacia ti, tienes que pelear”. Su compañero de equipo, el rocoso Wes Unseld, matizaba la ingenuidad de la víctima: “Si pretendes detener una pelea metiéndote en medio, tienes que estar preparado para todo al llegar. (...) La NBA ya ha creado un monstruo. Ahora dejadle vivir en paz. Esto ha sido un desgraciado incidente, no una pelea”. Precisamente aquí incidirán las súplicas de Washington para atenuar su pena. “Me veo como el villano del país, con un futuro muy negro. Yo no quería pelear. ¿Por qué tuvo que venir hacia mí?”. Pero de poco valió lamentarse. El mismo día 27, como esfumado el indulto navideño, los Lakers largaron a K. Washington a Boston utilizando como estratagema el fichaje de Charlie Scott. Los Celtics sólo querían a Chaney y una primera ronda, pero los Lakers, literalmente, lo regalaron. “No puedo dormir. Esto se me ha ido de las manos. Era mi mejor año y ahora ningún equipo quiere saber nada de mí. Supongo que no volveré a jugar. Todo esto es culpa del dictador O’Brien”, refiriéndose al comisionado de la liga, quien había permitido salir de rositas a Kevin Kunnert, iniciador y responsable de todo lo ocurrido según el propio Washington. Tantos años reiteró Kermit la misma disculpa que cuando John Lucas, testigo presencial, rompió por fin su silencio fue para lamentar sin tapujos el victimismo de aquél. “Siempre esperé que dijera ‘lo siento, estoy arrepentido’. Pero no. Toda la vida llevo escuchando la misma canción: ‘lo siento, pero...’. Es imposible conseguir la paz con un ‘lo siento, pero...’”. Conseguir la paz, calmar la conciencia, limpiar la imagen. Todo ello martirizaba a Kermit Washington, que en los días siguientes al puñetazo no dejó de visitar al herido en vano. Era como un espectro al que nadie quería ver allí. Tomjanovich no podía hablar y lejos estaba de querer hacerlo. Washington se aferraba a declaraciones cada vez más sinceras: “Si algo aprendí en la calle es que cuando en una pelea alguien te viene por detrás, lo primero que debes hacer es soltar el puño y ya después, vendrán las preguntas”. Pero en su caso las preguntas nunca obtuvieron respuesta.

Kermit Washington era un poderoso
© Kermit Washington era un poderoso "4" que vio truncada su carrera por el incidente con Tomjanovich
Aquel 9 de diciembre confluían en una encrucijada maldita dos vidas que de ningún modo podrán entenderse después sin invocar el recuerdo de aquellos abismales segundos. Pocas estrellas universitarias corrieron peor suerte que Kermit Washington. Siendo el último college en promediar más de 20-20 (1969-73, Amer. Univ.), dos veces All-American y destacadísimo ‘portada’ de la NCAA Basketball Guide de 1973, ni Sharman ni West cumplieron con el deseo de Washington de jugar de pívot. “Yo no sé qué hacía jugando de alero. Todo mi trabajo no servía para nada”. Esto antes del puñetazo, porque en adelante la crueldad del simplismo lo convirtió a secas y para siempre en “the man who hit Rudy Tomjanovich”. Cuando había una probabilidad entre miles de coincidir en el mismo equipo con Kevin Kunnert, ocurrió que nueve meses después del puñetazo dieron los dos en San Diego vía Boston (que rechazó la opción sobre Kunnert). Una temporada después terminaban traspasados otra vez de la mano, ahora a Portland. Parecía una broma. Con la inclusión de Washington en el All Star de 1980 en la ciudad de su mismo apellido, aunque justa, se insinuaba la indulgencia de la propia liga sobre un jugador que pese a todo se había aferrado a las dobles figuras. Pero en 1982 y con 30 años dijo basta. “Acabé harto del Baloncesto porque ya solamente me provocaba dolor”. Lejos de acertar, su vida tocó fondo al sufrir el abandono de su esposa y no ser contratado por nadie como asistente, tarea para la que había trabajado duro. Recluido en los negocios cayó en la ruina y buscó desesperado un contrato en la NBA. Así los Warriors le ofrecieron iniciar la temporada del 88 con una limosna que se agota en seis partidos.

En la actualidad Rudy Tomjanovich dirige a Los Lakers (Foto EFE)
© En la actualidad Rudy Tomjanovich dirige a Los Lakers (Foto EFE)
Desde el puñetazo hasta su prematura retirada en 1981, la carrera de Rudy Tomjanovich sufrió 117 ausencias y sucesivamente 5 aparatosas cirugías en el rostro. Pese al indudable éxito posterior, años después caería en el alcoholismo y en mayo de 2003 le fue detectado un cáncer en la vejiga. Es difícil precisar hasta qué punto se ha recuperado de aquel –nunca mejor dicho- mazazo. Y no tanto la certeza de que, en efecto, estuvo muy cerca de la muerte. En los años 50 un agente secreto de la CÍA, George L. Hunter, estaba especializado en asesinar “individuos prescindibles” de un solo puñetazo. Entre sus incontables hazañas se encontraba el homicidio de un científico de la propia CIA bajo sospecha. Después del puñetazo lo tiró por el balcón. La versión oficial decía tratarse de un suicidio. Tenía el cráneo hecho trizas y era difícil distinguir lo que primero provocó su muerte, una incertidumbre similar a la vivida por los médicos que atendieron a Tomjanovich cuando en un primer momento descartaron el puñetazo por un accidente de tráfico. Pero en algo acertaron: aquéllo sólo podía tratarse de un accidente. Y como tal, sus secuelas habrían de prolongarse durante mucho, durante demasiado tiempo.

Veinticinco años después, cuando se aproximaba el macabro aniversario, diversos medios se apresuraron a reunir a los dos protagonistas del episodio más grave en la historia de la NBA (“The most infamous basketball brawl in history”, Library Journal). En todo ese tiempo, la relación entre ambos había sido nula. A lo sumo una sombra que pesaba sobre el recuerdo de cada uno. Pero nada más. Era momento, pues, de cerrar las heridas de una vez para siempre. El periodista John Feinstein se encargó de ello. La publicación del libro The Punch, motivo de varias entrevistas, era el bálsamo que sobre todo Washington necesitaba. “Cometí un terrible error. Pero no soy el delincuente que creyeron que era. (...) Es difícil hacer creer eso a la gente ante la crudeza de unas imágenes. Agradezco que por fin se cuente algo bueno de mí”. Por su parte Tomjanovich aseguró en todo momento sentirse en paz con él. “La gente comete errores. Yo no soy quién para juzgarlos. Él pidió perdón y en lo que a mí respecta, lo tiene”.

La NBA ha dado decenas, cientos de escenas de violencia a lo largo de su historia. Pero por multitud de motivos, ninguno de ellos, ni antes ni después, provocó una onda expansiva ni remotamente próxima a la de aquel episodio. Un incidente que lejos de concentrar sus efectos sobre la vida de los dos implicados, trastornó el devenir de una liga que razonablemente pretendió sumir todo aquello en el olvido. Un vistazo al presente parece demostrar que se ha conseguido. Tomjanovich dirige hoy a los Lakers y Washington, una fundación de ayuda contra el hambre (Project Contact) que destina alimentos a países como Kenya, Uganda, Burundi o Ruanda. Dicen que entre ellos fluye una buena y cercana relación. Que así sea para siempre.