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Viaje al Año 2095 (IV)

Cuarta entrega de la introspección futurista "Viaje al Año 2095" a cargo de G Vázquez. El relato se adentra en un momento decisivo al descubrir el protagonista las increíbles condiciones físicas alcanzadas por los jugadores al término del presente siglo. Sorprendido por ello se inicia una interesante conversación por la que quedarán expuestas algunas circunstancias que atañan al panorama de la competición en el mundo. Este cuarto explica parte de lo ocurrido. No te lo pierdas

Más allá en el tiempo el planeta mismo habrá quedado pequeño para ellos
© Más allá en el tiempo el planeta mismo habrá quedado pequeño para ellos
  
  • Viaje al Año 2095 (I)

  • Viaje al Año 2095 (II)

  • Viaje al Año 2095 (III)


  • Un increíble tapón de un jugador de Seattle cometido a una altura que no creí posible me levantó por primera vez del asiento.
    -¡Dios mío, menudo taponazo! –exclamé desatado.
    Aquel prodigio impedía a los Sonics empatar a 106. John me miró sorprendido.
    -Vaya, por fin te has animado.
    Sus palabras no ocultaban un ligero reproche. Y es que hasta entonces me había sentido en extremo temeroso, dominado por una abrumadora indefensión seguramente común a toda presencia intrusa de mi tiempo allí dentro. Había sufrido con indecible intensidad el pavoroso asalto de todas aquellas cosas que tan ampliamente me superaban. Pero había llegado el momento de abandonar mi resignado papel. Era hora de incrustarme en la escena que más activamente podía interpretar con arreglo a mi bagaje. Hasta llegué a convencerme de que, en efecto, me había reservado para ello. Adopté entonces una disposición agradable, cómoda, pero sobrada de inquisiciones y apetencias. Respiré hondo, juré no parpadear y recliné mi cuerpo sobre la butaca, una butaca gloriosa que parecía escrupulosamente sumisa al menor movimiento.

    Olvidé indicar que mi compañero y yo ocupábamos una privilegiada posición del estadio. Estábamos situados en el centro mismo de un lateral, sobre una magnífica perspectiva de generosa inclinación en el primer anillo de gradas, el más inmenso de todos. Girarse y levantar la mirada equivalía a sentir la amenaza de aquel extenso manto de cabezas que se alzaba imponente sobre nosotros. Los graderíos superiores se antojaban inabarcables y allá en lo más alto, hasta donde la vista alcanzaba, el horizonte entre el público y la bóveda se hacía ya muy confuso. Me pregunté cuándo habría sido erigida aquella fastuosa obra. Oportunamente John me informó de que el Coliseum era en realidad el cuarto estadio en la historia de los Bulls después del Stadium, el United y el Dome, y según me confió, su construcción era tan reciente que el primer tercio del siglo XXII con seguridad tendría a ese mismo escenario como fiel testigo de la nueva historia. Yo en cambio no sólo no fui capaz de imaginar un escenario heredero, sino que terminé convencido de que si el mismísimo Thelander hubiese estado allí con nosotros habría invertido el sentido de su Heaven is a Playground en nombre del Coliseum.

    Entretanto el vivo discurrir de la pista continuaba como ajeno a todo lo demás. Sería imperdonable pretender adentrarme en los parajes del juego sin que antes no me detuviera, al límite de mi capacidad, en la hondísima impresión que me causaron los protagonistas de todo aquel festín: los jugadores. Nunca pensé que tal expresión pudiera sonar ridícula. Pero es que no hay modo de establecer parangón entre la más poderosa fisonomía de nuestra época con la más elemental complexión de aquellas diez criaturas que se agitaban bajo mis ojos. Durante un periodo que creí interminable me absorbí en la contemplación, más irreal que todo cuanto la precedía, de los diez cuerpos más titánicos que pueda imaginarse, de tan perfecta y colosal anatomía que hasta los más hiperbólicos dioses que el arte concibió habrían palidecido a su lado por endebles y anodinos. No diré que no fuesen jugadores. Digo que mucho antes eran sobrehumanos, sementales genéticos del tamaño de montañas. Sus dimensiones excedían toda concepción razonable para la vida humana. Y si en mi época bastaba reconocer el gran tamaño de un jugador por el simple y con frecuencia solitario contraste sobre los demás, hágase una idea el lector de la increíble magnitud de aquellos tipos para acudir el tamaño conjunto como la más radical sacudida que recibía la vista. Incluso la prudente distancia que me separaba de ellos procuraba una sorda impresión de seguridad, a la manera, qué inesperado es a veces el recuerdo, del tendido taurino de mi lejano presente. Reitero que no parecían hombres. Sino superhombres, diez Apolos de tan portentosa constitución que recuerdo haberme preguntado una y mil veces cómo habría sido posible sortear la Naturaleza para abultar sus proporciones a un grado tan superlativo que más que asombrar su sola visión paralizaba. Llegué a imaginar bajando yo a pista y un escalofrío me recorrió el cuerpo. Aquellas bestias me habrían hecho desaparecer de un solo pisotón.

    -¿Cuánto –balbuceé agotado– cuánto... mide el 6?
    -¿Boyd? 2.29. ¿Por qué? No es el más alto.
    A punto estuve de objetar la irritante naturalidad de su respuesta.
    -¿Cómo puede moverse así?

    La misma pregunta perdía fuerza al ser formulada. Su fondo encerraba demasiadas cosas, quizá todo aquello que uno cree inmutable. Encerraba la entera percepción de mi época y aun con mayor motivo de toda época precedente, según la cual las estaturas excesivas se veían naturalmente impedidas para la plena resolución de las facultades atléticas. Hasta lo que mi tiempo había conocido, no parecía posible a una anatomía excesiva el don de la agilidad. Pues yo juro que los movimientos de aquellos diez gigantescos sujetos resultaban tan ligeros y gráciles que si algo derivamos de la idea de armonía, de ágil coordinación y resuelta destreza, y hemos de vincular ese producto mental a tamaños tan colosales no es difícil imaginar la terrible conmoción por la que entonces me vi asolado. ¿Cómo era posible que aquel gigante pudiera sobrevolar la pista con aquel delicado, sí, digo bien, delicado proceder? No tardé en comprobar que aquellas celestiales facultades eran comunes a todos.

    -John, son enormes. Son... gigantescos. No pueden ser reales. ¿De dónde han salido?
    -Sinceramente no sé qué decirte. Tú recuerdas a Romay, ¿verdad?
    Aquella mención me resultó grotesca.
    -Sssí...
    -Y también recuerdas a Nowitzki.
    -Claro.
    -Perfecto. Los dos compartían estatura y las diferencias, sobre todo dinámicas, eran descomunales, ¿no es cierto?
    -Sí.
    -Pues entre el esplendor de uno y otro apenas transcurrieron veinte años. ¡Veinte años! Creo no descubrir nada si te digo que las anatomías predominantes de tu misma época abren ya respecto a la década de los setenta una brecha de igual magnitud al camino recorrido por el cerebro entre el homínido y el Sapiens. ¿Y qué habían transcurrido? ¿Treinta años? Pues trata de imaginar entonces lo que ha podido ocurrir en estos... ¡noventa años!

    “Noventa años”, me repetí en silencio. Un periodo inescrutable. Sin tiempo a reflexionar y mirándome fijamente John recitó a continuación en voz alta unas palabras que me erizaron el vello, pues habían sido escritas hacía entonces, cuán difícil de creer, casi un siglo. “En 1900 la anatomía de un jugador de Baloncesto era la anatomía de un hombre cualquiera. En 1950 la diferencia entre un jugador NBA respecto al hombre medio universal aún podía resultar difícilmente apreciable. En 2000 esa diferencia aumentó lo suficiente como para que muy pocos jugadores pasaran ya desapercibidos entre la población. En 2050 la diferencia será tal que hará posible observar la fauna NBA como una subespecie de genética muy superior al común de la vida humana. Más allá en el tiempo el planeta mismo habrá quedado pequeño para ellos”.
    Me hallaba demasiado conmocionado para abrir la boca.
    -¿Te resultan familiares, verdad? Pues ahí delante tienes la prueba –sentenció con otro grandioso gesto que abarcaba la escena–. Puedes verlo con tus propios ojos. Créeme. No te engañan.

    Mientras John activaba aprisa la pantalla cruzaron agitadamente mi cabeza multitud de nombres que trataban como de representarme el escaso trayecto histórico que habíamos referido. Enfrenté a M.L. Carr y a Anfernee Hardaway, a Leon Douglas y a LeBron James, a Mychal Thompson y a Dwight Howard, a Silas y a O’Neal, a Lacey y a Oden, y viendo lo que tenía delante en aquel preciso instante, al mismísimo Adán y a su más remota progenie. Sin duda la carrera genética por obtener el hombre sus más sofisticadas versiones había sobrepasado con creces la más audaz de las previsiones. Aquéllos eran hombres demasiado perfectos. No eran hombres. Observándoles se veía uno invadido por la certeza de que fueron diseñados para ejercer un destino que quedaba exactamente definido sobre aquel radiante escenario. De haberme confiado mi guía que hibernaban entre partido y partido, le habría creído.

    Fugazmente pude ver cómo John señalaba con su dedo el recuadro ON THE COURT y acto seguido dos pequeños listados quedaron enfrentados sobre la imagen. Aún operó algo más para que las estaturas acompañaran a cada nombre en el formato que yo mejor asimilaba. Confieso que la lectura de aquellas dos listas me provocó el mayor impacto desde el inicio del viaje. Por Chicago formaban Alvin Burton (2.16), Justin North (2.21), Devin Boyd (2.29), Damon Harris (2.27) y Kenyon Moore (2.32). Por Seattle, otra espléndida formación fonética articulada por Junior Kaffin (2.09), Floyd Hubble (2.22), Michael Ford (2.25), Douglas Hurt (2.33) y Oliver Slater (2.41).

    John no se detuvo ahí. La pantalla desplegó dos nuevas listas que aparentaban ser la continuación de aquellas dos formaciones en pista. Atrapó mi atención la presencia solitaria de un tal Stergakos Lupas, el origen de cuya etimología no dejaba lugar a la duda. Pero seguía yo hipnotizado por las estaturas y cuando me pareció atisbar un 2.53 retiré definitivamente la mirada de toda aquella infernal revelación. Fui consciente. Para mi infinito pesar el Baloncesto se había convertido en un deporte para extraterrestres.

    Fueron diseñados para ejercer un destino que quedaba exactamente definido sobre aquel radiante escenario
    © Fueron diseñados para ejercer un destino que quedaba exactamente definido sobre aquel radiante escenario
    -No, amigo mío. No te precipites –repuso John muy severo–. El Baloncesto sigue siendo una actividad al alcance de todos.
    -Pero... ¿qué ha pasado, John? ¿Cómo es posible todo esto? ¿Quiénes o qué son esas... bestias?
    -Créeme, si un lejano día los Germans hubiesen presentado a Shaquille O’Neal no te quepa la menor duda de que el mundo habría reaccionado con la misma sorpresa que tú lo haces ahora. Además, ¿bestias dices? ¿De verdad te lo parecen? –ironizó con un rápido ademán que reclamaba mi atención sobre la pista–. Observa.
    Acto seguido el número 18 de los Sonics, Floyd Hubble, encendía la zona roja con una sublime bandeja precedida por todo ese inequívoco repertorio que hace de la depuración técnica una de las bellas artes. Esta vez sí, Seattle igualaba el marcador a 112.

    Me asediaban las preguntas. Con seguridad me equivocaba, pero inquirí a John enérgicamente sobre qué oscuro género de técnicas habían sido aplicadas a las generaciones de deportistas para dar en aquella sobrenatural estirpe.
    -Ignoro si la explicación satisfará tu curiosidad –advirtió– pero lo que ha ocurrido responde a un proceso de muy sencilla lógica.
    -Adelante, John. Sea lo que fuere, es lo que habrá ocurrido.
    Difícilmente podía ser menos creíble que lo que estaba viendo. En los minutos siguientes John me pareció un libro que hablaba y yo quedé embebido por sus explicaciones, iniciadas tras una oportuna y como meditada pausa.
    -La población mundial ha rebasado ya los doce mil millones de almas. No erraron las previsiones de tu tiempo. Ni un solo día del presente siglo la demografía ha cesado de crecer. Como comprenderás el yacimiento humano es enorme, el más numeroso que ha conocido el mundo. En tus días, allá por principios de siglo y a la búsqueda de nuevos jugadores, la NBA emprendió un gradual proceso de prospección que tenía al planeta entero como campo y cuyo propósito era dar, más que con talentos, con los ejemplares de más avanzada genética. El proceso arrancó tímidamente, de manera algo dispersa e inconexa, limitándose a echar el lazo a aquellos jugadores que despuntaban en toda liga, aun siendo con frecuencia no más que embriones. Pronto esta tendencia se hizo mucho más manifiesta. Los intereses eran enormes y las inversiones se ajustaron a ellos. La búsqueda se generalizó, devino más y más ambiciosa, gozó de sistemática aplicación y para su completa eficacia fueron liberadas las más avanzadas técnicas de muestreo a disposición de equipos humanos más numerosos y mejor dotados. Créeme, no exagero si digo que el scouting NBA adoptó líneas de investigación similares a la NASA o la National Geographic, actuando sus departamentos a la manera de un espionaje genético universal. Bajo esa óptica el mundo quedó convertido en un gigantesco laboratorio del que obtener las mejores y más selectas muestras de la especie. Nada escapaba al nuevo escrutinio y en poco tiempo hubo registros muy precisos de todos los chicos de entre 10 y 15 años de los cinco continentes. Ese modus opera a pleno rendimiento desde hace más de seis décadas.

    Aquellas fascinantes palabras que parecían venir a perturbar el descanso de Darwin ratificaban mi vieja convicción de que si algún deporte corría el inmenso riesgo de entregarse ciegamente a un régimen muy próximo a la eugenesia ése era sin duda el Baloncesto. En ningún otro las exigencias hacia el atleta obedecían a proporciones tan dramáticas.
    -Pensar que en un siglo –prosiguió– ha acontecido algún tipo de salto evolutivo sería ridículo. Es un período muy corto, biológicamente despreciable. Pero el salto en la selección de los más aptos ha sido el máximo posible. Si a ello se añade el cuantioso aumento del material humano disponible y el formidable desarrollo de la biomecánica aplicada puedes hacerte una ligera idea del porqué lo que tienes delante es exactamente tal y como estás viendo.

    Me sentía obligado a saquear los vastos conocimientos de mi acompañante.
    -John, ¿existe el dopaje genético?
    -Es absolutamente inevitable.
    -¿Y otro tipo de dopaje?
    -No, no es necesario. Una vez el rendimiento físico ha sido optimizado en un espacio finito como es el Baloncesto, cada jugador se hace cargo de progresar en todo lo demás, que sigue plenamente vivo. Tú mismo lo expusiste entonces, ¿recuerdas? “Si algo hay que temer de la evolución –volvió a recitar– es que alcance un punto donde la intervención de la fuerza separe definitivamente a la calidad de la victoria”. Para tu consuelo esa peligrosa circunstancia no se ha producido. El Baloncesto continúa siendo, tal y como parece ser tu deseo, una realidad ética.
    Sus dimensiones excedían toda concepción razonable para la vida humana
    © Sus dimensiones excedían toda concepción razonable para la vida humana
    La conversación había alcanzado una fase crucial.
    -Un momento, John, las dos plantillas revelan nombres propiamente americanos. ¿No contraviene esto la dirección del proceso que apuntas y hasta la tendencia más manifiesta que mi época veía ya delinear?
    -Todos son americanos, incluido Lupas, de ascendencia helena.
    -Pero ¿por qué razón? –objeté– ¿Tanto ha crecido la población americana?
    -Bueno, habitan este país más de cuatrocientos millones de personas. Pero no, no es eso. Te sorprenderá creer que desde el ecuador de siglo, cuando la competición global fue una realidad, la primera consecuencia, algo paradójica al tratarse de un mercado muy abierto, fue la irrupción de una política proteccionista hacia los jugadores por parte de sus países de origen. China tiene cercados a sus más sobresalientes ejemplares. Al igual que Australia, al igual que toda Europa y América. Los Estados Unidos no iban a ser una excepción. Europa tardó demasiado tiempo en detener la sangría. Tanto como que en 2031, por primera y única vez, el número de jugadores extranjeros en la NBA era superior al de americanos. Aquella fecha marcó el punto de inflexión. Europa reaccionó con virulencia, notablemente hastiada de ser la inagotable y asequible cantera. Se firmaron acuerdos. Se fortalecieron los contratos. Se establecieron límites muy rigurosos para el traspaso de jugadores y, sobre todo, las competiciones fueron robustecidas por medios básicamente económicos, por la inversión más grande del siglo a cargo de magnates y corporaciones financieras muy poderosas que vieron la posibilidad de negocio en el nuevo proyecto. El desembolso económico no tenía precedentes. En pocos años la inversión dio resultado. Un ramillete de jugadores actuó como vanguardia arrastrando a muchos otros que regresaron a Europa. La práctica totalidad de jugadores son además entidades que cotizan en Bolsa. Toda esa situación prosigue hoy día con el certero añadido de otros dos continentes.
    -Pero entonces, ¿no llegó finalmente la NBA a Europa?
    -No. El nuevo proyecto que refiero pasó por hacer Europa su propia NBA –la EUROLIGA– y dotarla de propia identidad al no ser una competición cerrada y preservar además con vida a las diversas ligas nacionales, que pujaban por colar nuevos equipos en ella. España y Rusia, a la manera de flancos geográficos, lideraron toda aquella revolución.
    -Pero... ¿y la NBA? ¿Cómo reaccionó a todo eso?
    -La NBA terminó aceptando el desafío cuando el comité de propietarios entendió que había suculentos intereses transnacionales que poder revertir con éxito. ¿Qué otra cosa podía hacer? Al fin y al cabo siempre fue igual. Tampoco olvides que para entonces la NBA arrancaba en Edmonton y terminaba en Buenos Aires. Así decidió enfrentar oficialmente a su equipo campeón con el campeón de la Euroliga. La finalísima de esa primera Liga Mundial repartiría su sede anualmente en uno de los dos lados, de igual modo que la Ryder.

    Todo aquello rebasaba mi capacidad. Y cuando por fin pareció concluir volví la mirada a pista con toda la pesadez que dictaban las profundas meditaciones en las que quedé sumido. Boyd, el más estilizado de aquellos diez mastodontes, terminaba de anotar una fabulosa suspensión desde unos siete metros cuya singular mecánica no fui capaz de asociar al magisterio de ningún otro tiempo conocido.

    -John, dijiste que Asia y Oceanía...
    -Claro –interpuso–. Lo que anualmente se disputa es en realidad una Final Four.
    Ignoro qué me empujó a preguntar entonces por el lugar donde se celebraba el evento. John despachó aprisa el asunto mediante una misteriosa referencia a una isla artificial levantada en el Atlántico Sur. Me abstuve de seguir preguntando. Acaso pretendía ir yo demasiado lejos.