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La Última Noche: 21:30 – 0:15

ACB.COM comienza una experiencia inédita con el Especial La Última Noche de Len Bias. A lo largo de toda la noche se irán publicando cuatro entregas (21:30, 00:15, 02:15 y 08:55) que reproducen fielmente lo sucedido en uno de los episodios más oscuros y menos abordados desde entonces. Tras una exhaustiva investigación, G Vázquez nos presenta un trabajo único que nos relata todo lo sucedido en La Última Noche. La historia comienza el 18 de junio de 1986, el día siguiente de que Bias fuese elegido por los campeones Celtics en el número 2 del Draft. Son las 21:30 y...

Len Bias tras bajar del estrado después de su elección en el Draft
© Len Bias tras bajar del estrado después de su elección en el Draft
  

Caía la noche. A través de la ventanilla el horizonte parecía combar el Atlántico con una serenidad que le despertó celos. Al sentir la cálida mano de su padre sobre la suya se sobresaltó de la misma manera que el día anterior en el Felt Forum, cuando alguien reclamó su atención por la espalda y se puso en pie como un resorte. Un sonriente mocetón, aún más alto que él, estrechó con fuerza su mano. “Hola, Chris Wasburn, Carolina del Norte”. Con seguridad aquel tipo alcanzaba los dos diez. “Len Bias, Maryland”, correspondió como un autómata. “Lo sé, Len. Nos han puesto juntos. Eso está bien, porque yo estoy bastante nervioso”. No más que él. “¿Sabes ya dónde irás?”. Pero Len, ante la sorpresa de su padre, junto a él, se encogió de hombros. Acaso la pregunta le había cogido desprevenido. O simplemente temía confesarlo, como quien cruza los dedos ante un suceso crucial. Demasiado lo sabía él.

En especial desde el verano anterior, terminado su año junior, cuando fue invitado al campus que anualmente organizaba Red Auerbach en New England. Auerbach se fiaba de sus amigos. Y John Thompson lo era. ¿Tanto tiempo había pasado? “Tiene 16 años. Es fuerte. Tiene talento. No lo pierdas de vista –advertía entregándole un número–. Toma, el padre termina tarde la jornada. Es buen tipo”. Dos años después la confidencia había elevado su valor.
-Créeme, Red, es lo que necesitas.
Gavitt era un hombre lapidario. (1)
-¿Estás seguro?
-No. Es más de lo que necesitas.
Eso ya quedaba claro con la asombrosa realidad de elegir en segundo lugar. De cómo Boston gozaría de semejante privilegio, la elección más alta en la historia de la franquicia, unos días después de proclamarse campeón de la NBA, era responsabilidad directa de Red Auerbach, quien dos años atrás había conseguido de Seattle su primera ronda a cambio de un Gerald Henderson notablemente apreciado por su decisivo robo de balón en la segunda velada de las Finales. Según se había escrito Len Bias era todo lo que los Celtics empezaban a no ser, la llave maestra con que franquear el terrible vacío de una transición. En su fuero interno Auerbach no podía menos que remontarse a aquellos días de 1978 y su obsesivo cortejo a Larry Bird.

El papel de Bias en aquel campus de Marshfield fue algo más que estelar. Auerbach, Jones, Rodgers y Ford quedaron prendados de lo que, en realidad, ya sabían. A una acción de absoluta contundencia del muchacho en los dos aros, un antiguo terrapin, Buck Williams, se había levantado del asiento contrariando su aspecto de hombre calmo: “Did you see that!? He’s unbelievable!”. De no ser por la incesante resonancia del balón sobre el parqué, hasta podrían haber llegado a los oídos de Len algunas perlas procedentes de la grada cuando Jan Volk, mánager general de los Celtics, y Ed Badger, su ojeador principal, dejaron a un lado sus libretas. “Te lo dije. Es nuestro hombre”. Demasiado lo sabía ya el viejo, a quien le unía una estrecha amistad con el entrenador del chico, Lefty Driesell, lo que había facilitado aún más las cosas. “Len, si me das tu palabra, yo te daré la mía –le había prometido Auerbach en una cena con el chico y sus padres al término de su año junior–. Si te presentas a ese Hardship Draft ahora no creo que pases del 15. Pero si esperas al año que viene y te gradúas jugarás con nosotros. Jugarás en los Celtics”. Conforme pasaban los días sentía que aquella promesa perdía fuerza. De ahí la inseguridad del muchacho aquel último año. Había dicho que no a los Knicks y a los Warriors, los primeros en ponerle limusinas a la puerta de casa. “Please, draft me!”, había suplicado a Volk hasta en tres de las seis ocasiones en que el mánager viajó para verle en acción. Entretanto, Badger se conocía el Cole Field House al dedillo. Len anduvo cerca de convencerse un 27 de mayo en Boston, cuando fue sometido a un riguroso examen físico que incluía un análisis de orina. “Hijo mío, está claro que te quieren –le persuadía su padre–. No le des más vueltas. Simplemente te necesitan”. Boston estaba obligado a reconocer al jugador. Pura rutina. Pero en el fondo Auerbach no había olvidado aún la tragedia sufrida en Maryland diez años atrás, en 1976, cuando en apenas dos meses dos jugadores a las órdenes de su amigo Driesell, Chris Patton y Owen Brown, habían fallecido repentinamente sin que nadie hubiera detectado que Patton padecía el extraño síndrome de Marfan y Brown cardiomiopatía hipertrófica. Era comprensible que Auerbach no hiciera la menor mención a Driesell de aquel terrible episodio, lo que no impidió que el técnico advirtiera satisfecho: “Adelante, es una roca”.

Con la frente pegada a la ventanilla Len recordó cómo sus dudas más tenaces pudieron disiparse del todo al ser invitado al mismísimo Boston Garden durante las Finales. Aquel espléndido domingo, diez días atrás, ocupando un asiento tras el banquillo de los Celtics, cuando a pocos minutos del término apareció sobreimpresionado en el electrónico de fondo el “SWEET 16” mientras McHale y Walton se fundían en un conmovedor abrazo en pista bajo el atronador rugido del Garden, sintió que las piernas le abandonaban y la escena se diluía a través de sus ojos, empapados de auténtica emoción. Era imposible abstraerse a la idea de verse allá adentro, tocando el cielo con sus propios dedos.

Y también volvió a revivir cómo tras salir Daugherty al estrado todo sucedió como una película de la que él extrañamente tomaba parte. “Eh, Lenny, ¿estás preparado para ir a Boston?”. Esta vez asintió con la cabeza a Washburn porque el sueño ya estaba en marcha y nada podía quebrarlo. “Pues mejor será, porque tú eres el siguiente”. Para entonces Len ni sintió el manotazo en su hombro ni el mismísimo techo de habérsele caído encima.
-With the #2 pick in the NBA draft the Boston Celtics select... –¿por qué tardaba tanto?– Len Bias, University of Maryland.

Supo entonces que alguien le situaba en el mejor lugar del mundo, que de repente se había vuelto completamente verde mientras caminaba por el pasillo central de la abarrotada sala. El resto de la velada desapareció para él como si nada más existiera. Así que cuando minutos más tarde proclamaba a la prensa “es un sueño, es un sueño hecho realidad” y prometía su entera vida a los Celtics no supo de las declaraciones de Badger comparando su irrupción en la liga “a la explosiva manera de Michael Jordan”, ni tampoco de las del más jubiloso Red Auerbach: “Es un gran deportista. Le he visto jugar muchas veces. Le he visto entrenar. Tiene los mejores hábitos que uno puede desear. Es un chico ideal. ¿Has oído alguna vez la expresión ‘seguro de vida’? Pues Len es nuestro mejor seguro de vida”.

Al momento de abandonar el Madison, con la vista todavía deslumbrada por los focos, un denso enjambre de reporteros y fotógrafos taponaban su salida. Acompañaban a Len y James Bias tres hombres: Lee Fentress y Bill Shelton, de Advantage International, la compañía representante del jugador, y Steve Riley, como parte de los Celtics. En el cruce entre la 8ª Avenida y la Calle 33 Shelton se despidió de ellos mientras Bias cedía los últimos autógrafos a la legión de chiquillos que les rodeaban. Los cuatro hombres tomaron allí un taxi camino de La Guardia, el aeropuerto desde el que un puente aéreo les llevaría hasta Boston, donde a las seis le aguardaban el Garden y las news locales junto a K.C. Jones, Auerbach, y buena parte de la plana directiva. “Empezaremos con 700 mil”. James Bias se ganaba la vida como electricista, pero sabía perfectamente el dinero que entraba en casa. Y eso era más de cuarenta veces lo que Lonnie y él ganaban en un año. Ya de noche aún habría tiempo de entrar en directo en tres canales distintos de TV y su padre ya roncaba en la habitación cuando Len descolgó el teléfono del hotel. “Eh, Brian, te voy a llevar unas zapatillas, las mejores que habrás llevado nunca”. ¿Conciliar el sueño?

Con Stern en el momento de ser elegido
© Con Stern en el momento de ser elegido
Temprano por la mañana, en torno a las siete y media, volvía a descolgar el teléfono para hacer la misma promesa a su amigo John Walker, el culpable de que Lenny se iniciara en el Baloncesto hacía ocho años en el pequeño gimnasio de Columbia Park. “Soy millonario, Johnny, ¿Lo oyes? ¡Millonario!”. Dentro de la limusina que acudió a recibirlos al Royal Sonesta Hotel, Len se preguntó cuánto habría dormido. ¿Tres? ¿Cuatro horas? En las oficinas de Reebok le aguardaba una sorpresa. “Bienvenido, Len –Danny Ainge estaba allí para recibirlo–. Bienvenido al mejor equipo del mundo”. Len estrechó su mano con una mezcla de admiración y remordimiento, pues precisamente había sido Ainge una de sus víctimas en el campus de Marshfield el verano anterior. Andando el día la negociación se le antojó interminable. A las tres de la tarde pudo escapar por primera y única vez. A esa hora sonó el teléfono en casa de Lefty Driesell, que pensó nuevamente en la prensa. Pero no era la prensa. Era su perla favorita, el mejor jugador de la ACC por segundo año consecutivo y el casi único motivo por el que Maryland ocupara primeros puestos en la Atlantic y primeros planos en todo el país. Un emocionado Len confió al técnico todo lo que éste ya sabía, pero dejó que hablara y hablara hasta tomar aire luego de un interminable rosario de gratitudes que lograron estremecer al entrenador de Maryland desde 1970. “Lenny, eres lo mejor que ha pasado por mi vida profesional. Es sólo mérito tuyo. No nos defraudes –¿eran sollozos lo que escuchaba al otro lado?–. Oye, espabila, juega duro con esos tipos. Es tu primer partido”. Aquellos tipos eran los hombres de Reebok, la firma deportiva que haría de Len Bias el contrapeso ideal a Nike y su estrella Michael Jordan (2). La marca había decidido emplearse a fondo con ese propósito, pues al día siguiente la misma operación estaba ya concertada con Brad Daugherty. Llegado el momento de estampar la firma Len sintió un alivio infinito. “Cinco años y un total de 1.62 millones. ¿Estamos de acuerdo?”. Luego de una nueva rueda de prensa Len recibía de manos de su agente, Lee Fentress, un anticipo de 15 mil dólares como muestra de confianza. No hubo respiro. La tarde arrancó en el Blades&Boards Club: fiesta de presentación con miembros destacados de los Celtics y Larry Bird entre ellos. Más focos. “Len, aquí, por favor, ¡sonríe a la cámara!”. Pero ya era difícil hacerlo. Cuando empezó a no saber dónde estaba ni qué era exactamente lo que hacía y por qué, Len sintió que sus palabras al USA Today la víspera de su elección –“Todo esto me está volviendo loco”– cobraban especial sentido aquel miércoles (3), a cuyo término padre e hijo viajaban otra vez camino del aeropuerto Logan, donde el último avión les llevaría de vuelta a casa, el avión en el que ahora, pasadas las nueve y media de la noche y a doce mil pies de altura, ambos disfrutaban de sus primeros momentos de intimidad. A oportuna distancia, Fentress volaba con ellos.

Cuando James Bias buscó la mano de su hijo lo hizo a sabiendas de sentirlo visiblemente nervioso. Los dos días más agotadores de su vida llegaban a su fin y, sin embargo, no parecía cansado. No podía estarlo.
-Padre, creí que me moría...
-¿Al salir tu nombre?
-No, después, la prensa, ayer, hoy, las preguntas, una y otra vez lo mismo, las fotos, las luces, las cámaras encima, la gente... Dios, creí que no terminaríamos nunca.
El rostro de James Bias dibujó una amplia sonrisa que parecía comprenderlo todo.
-Pues más vale que te vayas acostumbrando.
El de su hijo seguía pegado a la ventanilla, que no le devolvía más que sus propios pensamientos. La noche había cerrado cuando James Bias terminaba de ojear el último periódico. Más que los elogios y especulaciones, le deleitaban especialmente las líneas por lo ya conseguido: “Máximo anotador en la historia de Maryland, máximo anotador de la Atlantic Coast Conference, cuarto reboteador, mejor porcentaje de tiros libres, diez o más puntos en 85 de sus últimos 86 partidos...”. Acto seguido dobló con orgullo aquel fajo de periódicos sobre sus piernas.
-Cuéntame, Len, qué es lo que te han prometido.
Por fin se enderezó.
-Pues verás, papá, cuesta creerlo pero me lo han prometido todo. Todo. Jugaré minutos. Minutos desde el principio –su entusiasmo, ahora sí, crecía por momentos–. No me quieren en el banquillo. Seré el sexto hombre ¿Sabes lo que eso significa para mí?
-¿De quien me imagino? –preguntó con ironía. Solamente Mo Cheeks había consumido más minutos que Bird aquella temporada.
-Sí, pero también de McHale. De los dos. Por eso dispondré de minutos. Me dijeron que soy yo lo que de verdad necesitan. Que conmigo el juego interior de este equipo puede ser el mejor que se haya visto nunca.
-Bueno...

En el fondo el propósito primero de Auerbach y su corte pasaba por prolongar las carreras de Bird y McHale al descargarles de minutos efectivos en pista. Bias era, pues, la pieza perfecta para lograrlo, un ejemplar natural y tácticamente versátil en esa doble posición.
-¿Sabes, papá? ¿Sabes qué es lo primero que voy a hacer...?
- –repuso bruscamente el padre–, graduarte. Eso es lo primero que vas a hacer. Diez créditos y serás libre.
Por un momento Len sospechó que su padre sabía de las no pocas clases que se había saltado en el último semestre, que sabía los verdaderos motivos por los que ahora tendría que apretar hasta agosto, no por 10 sino por 21 créditos (4). Pero no. Era imposible. Además, parte de aquellas faltas eran producto de sus citas con las franquicias NBA. Y eso era algo que su padre conocía de sobra.
-Claro... pero en cuanto me gradúe lo primero que voy a hacer es comprarme un coche, ¿sabes? Un Mercedes.
James estaba delante cuando Len declaró eso mismo a la prensa la tarde de su elección, pero hizo como si no supiera nada. Len era un enamorado de los coches y tanto le había reiterado esa promesa a su entrenador que cuando éste le sugirió la compra de una casa, Len había respondido que dormiría dentro del Mercedes.
-¿Ah, sí? Pues que sea verde.
Y los dos rieron antes de fundirse en un cálido abrazo. Por un instante cruzó la mente de James Bias un grotesco recuerdo. Se trataba de una vaga escena emitida por TV hacía entonces justamente diez años. En ella otro alumno de Maryland, John Lucas, exhortaba a los asistentes a la cena: “Yo podré ser presidente de los Estados Unidos” (5). Pero no, su hijo no era un chiflado como Lucas. Era todo eso que tan bien había escrito Larry Donald en la Basketball Times, un chico serio, laborioso, impoluto, una apuesta segura, otro hijo de Auerbach. De eso estaba seguro.

El avión tocó tierra en Washington minutos después de las diez. Una hora más tarde, el coche frenaba a la puerta de casa. Pero sólo James, al volante, pareció darse cuenta.
-¿No entras a saludar a tu madre?
Len parecía distraído.
-Claro. Tengo que coger ropa.
La puerta se abrió sola. Su hermana Michelle no pudo contener la emoción cuando apretó a Len contra sí. “Estoy muy orgullosa de ti, Frosty, muy orgullosa”. Por un momento pensó que era su madre quien le hablaba. El pequeño Jay, menos tímido que Eric, salió desatado al encuentro de su hermano mayor. Len se adelantó ofreciéndole unas espléndidas Reebok.
-Felicidades, enano. ¿Cuántos eran? ¿Nueve? ¿Diez?
-Muy gracioso. Dieciseis, hermano. Pero todavía queda media hora para que los cumpla. ¿Sabes? Voy a pintarme tu nombre en estas zapatillas.
-¿Juegas mañana?
La liga de verano había arrancado y Jay crecía entusiasmado con Northwestern Wildcats, el instituto de Hyattsville que había visto a Len hacer 25 por noche en su tercer y último año, el año en que Auerbach le vio por primera vez.
-Sí, en Montgomery, contra los Panthers, y voy a ser la estrella, como tú. (6)
Jay adoraba a su hermano.
-¿Y mamá?
Pero Lonise Bias no estaba en casa. En Pilgrim la última misa se oficiaba muy tarde y aquél era un día de infinita gratitud al cielo. Len corrió a su habitación. Al tirar la corbata sobre la cama fijó la mirada en los tres posters que la presidían. Era él en plena acción. Lo flanqueaban un Lamborghini y un Porsche. Sobre su mesita el anuario de los Terrapins y otra portada suya. ¿Cuántas veces había observado aquellas fotos? Ahora parecían distintas. Todo tenía sentido. Minutos después volvía a estar junto a la puerta, con los mismos zapatos, la misma camisa blanca y el mismo traje italiano que había estrenado en el Grand Hyatt Hotel de Nueva York la mañana del draft, semanas después de comprarlo en Georgetown. Al hombro, una mochila verde que abrió por primera vez para meter su ropa, algo cómodo, una sudadera azul de Reebok, unos vaqueros anchos y unas deportivas. “¿No cenas?”. Al poner la mano sobre el hombro de su padre deslumbraba su inseparable pulsera con su nombre tallado en oro. “Luego cenaré algo”. Todos se despidieron. “Descansa, hijo, tienes que estar agotado”.

Daugherty y Bias, los dos primeros
© Daugherty y Bias, los dos primeros
No lo parecía por las prisas con que montó en su deportivo azul de tres puertas. Por unos segundos el rugido del Nissan 300ZX profanó la noche de Landover antes de desaparecer calle abajo. Adoraba su coche. Lo suyo le había costado. Los ahorros de varios años de limpieza junto a Brian Tribble en los despachos del rectorado soñando con deshacerse de su viejo Cutlass. Ahora pagaría el resto de letras de golpe. Y el Mercedes también.

Cerca de la medianoche el vehículo se adentraba en el campus de la Universidad de Maryland y detenía su marcha en el College Park, a la entrada del Washington Hall, la residencia de Len aquel último año, a unos quince kilómetros de casa. Qué cerca tuvo siempre todo. Al instituto podía ir andando y North Carolina le parecía demasiado grande. Él quería algo más pequeño, algo como North Carolina State. Pero cuando Valvano confesó a sus padres que no se iba a hacer cargo de la educación de su hijo –“Para eso ya tenemos a otras personas”–, James Bias decidió que su chico tenía que seguir cerca de casa. No hubo más razón para quedarse en Maryland entre los más de 150 destinos que reclamaron a su hijo.

Cuando abrió la puerta la suite de tres dormitorios parecía una fiesta.
-¡Eeehhh...! –corearon a su entrada.
-Tsssh, pero queréis bajar la voz, locos. Cómo venga Dull (7) nos pone a todos en la calle...
-Jajaja... ¡A ti eso ya te da igual!
Todos pasaron por su abrazo. David Gregg, el espigado novato interior del equipo, Keith Gatlin y su gran amigo Terry Long, aleros junior, y Keeta Covington, un fornido defensa del equipo de fútbol. Los minutos siguientes fueron cálidos y cercanos, cómodos tal y como Len había deseado, quedando la estancia a merced de la más cómplice camaradería. Aprovechó entonces para hacer una llamada. “Madelyn, ya estoy de vuelta”. Madelyn Woods era una amiga íntima, su más reciente cortejo. A las doce la habitación no daba abasto. Además de Madelyn, al grupo se habían unido Phil Nevin, el pívot novato y único blanco del grupo, y Ben Jefferson, otro miembro del equipo de fútbol. Las paredes, el sofá, las sillas, el suelo... En el vestíbulo no cabía un alfiler. “Abrid las ventanas, esto es un horno”. Todos alrededor de un solo hombre al que en pocos minutos le resultaría difícil abrir la boca. Y es que una vez terminaron todos de manosear las bolsas, zapatillas, camisetas, medias y gorras que había dejado caer al suelo al entrar, sucedió al alboroto algo que se asemejaba a un interrogatorio. “Eh, Lenny, ¿de qué vas a jugar?”. Empezaba a sentir que las 36 horas que llevaba siendo el absoluto centro de atención –“¿No tienes una de éstas para mí?”– se le echaban encima. “¿Has hablado con Bird?”. Nadie pareció comprender la súbita gravedad su su rostro. “¿Vas a ser titular?”. Las voces de los presentes formaron al cabo un zumbido insoportable. “¿Sabes ya cuánto ganarás?”. La cabeza le estallaba.
-¡Pero queréis callaros de una maldita vez! –era lo que había deseado gritar a la prensa los dos días que llevaba soportando lo mismo.
En efecto, todos callaban cuando Lenny se incorporó, cogió otra vez las llaves del coche y salió apresuradamente de la habitación –“Ahora vuelvo”– dando un portazo.
-Eh, Lenny, ¡esa tía puede esperar!
Todos rieron. Poco antes Madelyn se había marchado.

El reloj marcaba las doce y cuarto de una espléndida noche de junio cuando Len advirtió que alguien le había seguido hasta el coche. “¿Se puede saber qué haces? –era Covington– No nos hagas caso, tío. Sólo estamos curioseando. Es normal”.
Len contestó desde el coche.
-No lo soporto. Simplemente no aguanto más. Sólo os falta el micrófono. Me largo.
-Está bien pero... –el motor le obligó a alzar la voz– ¡no hagas tonterías!

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