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Leyendas del Playground (IV)

G Vázquez sigue profundizando en el género de la crónica negra del basket del asfalto, cuna de leyendas y mitos alternativos desconocidos para el gran público. Y de entre ellos destacó con luz propia Joe Hammond, protagonista de un duelo insólito con el mismísimo Julius Erving que simbolizó como ningún otro el enfrentamiento de dos baloncestos antagónicos, el oficial y el underground

Rebote de Joe Hammond en la Rucker de 1970
© Rebote de Joe Hammond en la Rucker de 1970
  

Hace tiempo que el esplendor de Beverly Seabrook se esfumó. Su voz ronca y un envejecimiento ingrato sugieren la intensidad de un pasado tenebroso, de una vida al límite, pero la profundidad de su mirada y la coherencia de sus curvas delatan que hubo un tiempo en que ningún joven entre la 106 y la 124 del viciado Harlem pudo resistirse a su belleza de ébano.

Han pasado más de veinte años y nadie pregunta ya por su pasado. Pero este mismo año alguien llamó inesperadamente a su puerta. Vincent Mallozzi, periodista nativo de la zona y autor de 'Dioses del Asfalto', requería de ella algún documento o fotografía que acreditase que Beverly fue en efecto una de las musas predilectas de Joe Hammond, nuestro siguiente protagonista y una de las tres leyendas más asombrosas que hayan dado jamás las calles de una urbe americana, puede que el mito más grande todavía vivo con permiso y a la par de Julius Erving. Ambos fueron profesionales, sí, pero uno del baloncesto profesional y el otro del alternativo y del delito a muy generosa escala. Mallozzi, autor en 1994 del único monográfico sobre Hammond ('Street Moves'), trató esta vez de ampliarlo a petición de la SLAM sin tener ni idea de la sorpresa que le aguardaba al conocer a Beverly.

Ella trabaja hoy para la comunidad como canguro infantil y todavía se le enciende el rostro cuando recuerda los días de su esplendor, nostalgia de una juventud perdida en que sucumbía a ese femenino arrebato por seducir al más canalla, peligroso y temido de toda la tribu urbana. Y ese no era otro que Joe. 'Mira 'cuenta animada al rescatar del baúl un viejo álbum de fotos oculto durante años-, aquí esta él con Harthorne Wingo (compañero de Hammond en los Jets de Allentown de la desaparecida EBA, miembro de la plantilla neoyorquina campeona del 73 y posterior toxicómano profundo).

Y este otro es Herman Knowings (el 'Helicóptero', el más asombroso volador que haya dado nunca la Gran Manzana fallecido en 1980 al mando de un volante que devoraba arriesgadamente la noche). Y fíjate, este es nada menos que Earl Manigault. Dios, Joe le idolatraba como a ningún otro. Jugaban juntos horas y horas en el parque Mount Morris de la 124. Por aquel entonces llamaban a Joe 'Dirty Hand' porque cuando ya no había luz y era imposible seguir, las palmas de sus manos eran del mismo color que su piel, negra como el alquitrán'.

Seducido por una irresistible curiosidad, Vincent depreda con los ojos aquel misterioso tesoro hasta agotar cada punto de su imaginación, momento que aprovecha ella para seguir: 'Recuerdo que 'The Goat' le advertía que no siguiera su camino, que era demasiado bueno para acabar como él, que fichara por algún equipo de verdad, que ganaría así mucho dinero. Pero a Joe le gustaba hacer las cosas a su manera. Y yo acabé haciendo lo que él quería. Era la reina de sus chicas y él era el rey de la calle. No había ningún jugador como él, ninguno, y todos le trataban como a un rey de verdad'.

El álbum continuaba revelando imágenes maravillosas por las que pujaría carísimo cualquier coleccionista. A cada página una nueva joya y más y más talentos prematuramente apagados por la droga, el delito o el 'no se supo más de él'. El loco 'Fly' Williams y el salvaje 'Terminator' Matthias aparecían después junto a Hammond en un torneo de LaGuardia en la 116 cuyo parque Memorial House preside una placa dorada donde aparecen nombres como Kevin Williams, Walter Berry, el difunto Malik Sealy y Chris Mullin.

Nombrar a Joe Hammond en cualquier ghetto neoyorquino, más allá incluso del anillo urbano de Harlem, es resucitar el recuerdo todavía vivo de un dios negro de los setenta que asombró a las multitudes que le vieron jugar en plenitud. Dueño de un baloncesto extrañamente superior, diferente, arrogante y preciso, no hubo en aquella época ningún otro jugador marginal por el que se ocuparan franquicias profesionales con tanta insistencia que sobre él. Lo que otros habrían soñado fue algo que Hammond rechazó hasta la saciedad.

Y este fue sin duda el ingrediente más destacado en el vago perfil de su leyenda, ser un aborigen hasta el final. Un final que sólo llegaría con la edad y los tremendos abusos, por el deterioro físico producido por una profunda adicción a cualquier cosa que le dejara postrado días enteros en el sillón de cualquier apartamento de camellos, los peores que quepa imaginar, incluidos él y su tío Willie, ocho años mayor y con quien Joe malvive hoy en un pequeño apartamento al este de Harlem, en la calle 114 de Lexington, frente a una inmensa colmena de viviendas de bajo coste. Willie fue su primer camello y después su primer cliente. 'Mi tío y yo hicimos muchas porquerías juntos, pero es un buen tipo. Hoy en día es la única persona que tengo', señala Hammond a sus 51 años, con la voz completamente quebrada y un rostro endurecido que asusta. Joe cuenta con poca compañía más, la de sus dos grandes amigos criados a su lado, Mike Kookoo y Mingo Mason. 'Venían a jugar cuando eran niños. Yo solía velar por ellos y ahora son ellos los que velan por mí'.

Que un día fuese Hammond nada menos que Rey y hoy nada más que grava de la calle viene a consolidar el habitual devenir de tantos y tantos ejemplos que se quedaron en nada, siendo su caso mucho más destacado por subrayar cada episodio de un máximo que tan sólo le distancia de Manigault o Knowings por la mayor atención de un ángel de la guarda del que otros mitos hoy fallecidos simplemente carecieron. 'Aquellos fueron días de gloria, pero yo arrastraba siempre muchísima mierda conmigo y pensé que debería ser así para siempre. Y aquí estoy, muchos años después, vendiendo maletas, botas y cintas de video en la calle para poder sobrevivir. Dejé escapar mi oportunidad, tío, y ahora que lo pienso siento que tenía un nudillo por cabeza'.

Hay quienes venden su alma al diablo por un momento de gloria. Magic Johnson declaró que no le importaba morir mañana tras disfrutar de una existencia inimaginable. Puede que en Hammond encontremos un caso similar de certeza sobre errores cometidos, sí, pero de difícil arrepentimiento consciente. Los efectos secundarios, irreversibles en muchos casos, continúan velados en la memoria de quienes han protagonizado alguna vez episodios como el que se relata a continuación.

En toda competición en el mundo (NBA, NCAA, ACB, Lega, JJ OO, etc) cabe la eterna discusión sobre el mejor partido en el curso histórico de cada una de ellas. Es difícil el acuerdo pero curiosamente sí parece haberlo en el vastísimo universo del playground americano y conviene culpar directamente a Joe Hammond. Los viejos del lugar jamás podrán olvidar aquella tarde inigualable en la Rucker de 1970, cuando los Milbank Pros de Hammond dieron en la final contra los Westsiders de Julius Erving. Resulta curioso comprobar cómo la coherencia de las rivalidades se prodiga precisamente en la oposición de los protagonistas: igual que los Lakers de Johnson fueron todo lo remotos posible a los Celtics de Bird, así Milbank y The Westsiders eran el día y la noche en el baloncesto suburbano.

(Continúa en la próxima entrega)

Gonzalo Vázquez
ACB.COM

Leyendas del Playground (III)