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G Vázquez: La ABA (VII): La rica liga pobre (III)

Sea por la ausencia de televisión y cobertura de los medios de comunicación, o simplemente porque aquella liga maldita tenía el don de atraer a los seres más excéntricos, lo cierto es que en la ABA se hacía cualquier cosa con tal de llamar la atención. Incluido que el propietario de la franquicia de Kentucky fuera un perrito faldero con suite exclusiva en el avión privado del equipo. Genial, intransferible y hasta patética, la ABA fue absolutamente transgresora en todo

El Dr. J. era todo un espectáculo en cada una de sus acciones
© El Dr. J. era todo un espectáculo en cada una de sus acciones
  

Vamos a concluir en esta segunda trilogía, la menos deportiva de toda la serie, con un puñado de singulares reclamos para hacer caja, algunos de ellos tan escandalosamente bizarros que merecen ser contados para que el lector se haga una idea de que con cierta libertina curiosidad, se avista hoy aquel experimento como una encantadora mezcla de organización y extravagancia, de libre ingenio y pura caspa.

Ni siquiera parecía poder eludirse esta tendencia incluso cuando una franquicia contó con la suerte de ser arropada por mecenas adinerados. La aristocracia tiene también sus manías'

En los tempranos setenta, se creía que los propietarios de la franquicia de Kentucky, los Colonels, eran sin duda alguna el matrimonio Gregory, formado por Joseph y Mamie. Los Gregory, millonarios por castigo, llevaban siempre consigo a su perro Ziggy, un Griffon enano de pelaje dorado. Nunca se les vio en público sin el animal, ni siquiera en fiestas ni convenciones varias, como la solemne reunión anual de propietarios.

Durante los encuentros de los Colonels, los Gregory tomaban la mejor pareja de asientos en la grada VIP, y a Ziggy, el perro, le aguardaba igualmente uno con todo lujo de detalles; tanto que parecía un trono a la medida con su nombre además bordado en oro. En la taquilla general del pabellón, había una entrada particular de mayor precio en que el aficionado que se hacía con ella accedía al llamado 'Ziggy Package'. Esto suponía que podía uno acudir al descanso a la 'Ziggy Room', una lujosa estancia interior donde el perro se exponía para los curiosos cual pieza de museo y si la señora Gregory intuía buena intención, permitía incluso acariciar al animal.

Los Colonels contaban además con un avión privado propiedad de los Gregory para viajes a partidos de cierto peso, y por supuesto, el perro viajaba con el equipo pero en una suite de lujo diseñada con exclusividad para aquel pequeño dios canino.

El programa oficial de temporada de los Colonels reflejaba primeramente la imagen de Ziggy bajo esta infamia de epígrafe, redactado todo él a tutela del matrimonio: 'Los Colonels tienen una mascota por encima de los jugadores, Ziggy. Ziggy estará presente en todos y cada uno de los partidos que Kentucky juegue en casa y a domicilio. Pueden ver cómo en el logo aparece Ziggy driblando con un balón -este era el colmo de las repujadas serigrafías de encargo. Ziggy contará además con 39 indumentarias diferentes en los partidos de casa, incluyendo un tuxedo 'atuendo de rancio folklore estatal. Su nombre completo es 'Monseñor Campeón Gaystock' 'Monsieur' en francés todo ello para mayor boato-, pero él no contestará jamás a la última parte del nombre. Sepan ustedes que en el Concurso Internacional de razas, celebrado en el Madison en 1966, Ziggy fue campeón. Aquel año ganaría también el Internacional de Chicago. Ziggy, de siete años de edad, ha conseguido vencer en 150 concursos a los que fue presentado, además de ser el campeón mundial de razas en 1966 y 1967'. Del equipo, poquita cosa más.

Ocurrió que en un partido en Nueva York, un joven acomodador, ávido con toda lógica de conservar su puesto de trabajo, al comprobar la presencia de aquel perro por allí, ya sentado, corrió molesto hacia el matrimonio. 'Lo siento mucho pero no hay asientos para perros'. A lo que la señora Gregory, con toda su serena aristocracia, repuso: 'Perdone, joven, pero se trata del propietario de la franquicia, faltaría más'.

Así era. El contrato de propiedad de los Kentucky Colonels, venía firmado por el inconfundible brochazo a tinta de una de las patitas' de un perro. Ellos, los Gregory, le avalaban sin más, pero el propietario legal de toda la franquicia era aquel pequeño animal.

Por aquel entonces, los primeros setenta, también los Virginia Squires de Gervin, Erving y Scott, contaban con su mascota particular. Sin embargo, esta no aparecía escondida bajo ningún disfraz de muñeco. Era toda ella un disfraz' histórico. Para sus partidos de casa, engalanaban siempre al mismo joven, de cuerpo menudo y nariz aguileña, con el atuendo de la era colonial virginiana (medias, pololos, tricornio de terciopelo, chaquetón de rodilla y peluca nacarada de rizo ilustrado), y pasaba en los descansos a proferir por megafonía desde el centro de la pista aquellas primeras enmiendas grabadas en oro sobre un viejo pergamino al uso de la primera Constitución de los Estados Unidos de América. Con todo, se conseguía curiosamente abarrotar los bares del pabellón de gente deseosa de escapar a la tortura.

Más tarde, mediada la década, Virginia cambió de idea. Por supuesto, quisieron continuar haciendo caja' pero esta vez con cajas. Durante los descansos, situaban en medio de la pista una decena o más de cajas de juegos y juguetes apiladas en un montón a modo de torre. Tras un sorteo general por la entrada, se elegía a varios aficionados. Estos desdichados tenían que sacar todas las cajas fuera de la pista sin dejar caer ninguna. Como aquello era del todo imposible, ganaba finalmente quien mayor número de regalos consiguiese sacar fuera de las líneas. El problema residía en que quien lograba la hazaña, tras numerosos golpes y caídas de las cajas, recibía toda aquella morralla como regalo, un puñado de paquetes abollados, juguetes rotos y demás destrozos porque simplemente' no había presupuesto para más. Estaba gracioso.

En Indiana fueron más bestias. Los Pacers fueron célebres por organizar campañas de lo más provinciano y animal, como veremos. Desde ordeñar vacas en plena pista, proeza en que llegaban a participar incluso los jugadores, hasta las clásicas y manidas carreras de sacos 'en la NBA Orlando llegó a hacer con niños esto mismo cambiando los sacos por las zapatillas de O'Neal. Pues bien, el 2 de abril de 1975 arriesgaron con el no va más.

A alguien se le ocurrió que un animal salvaje de grandes proporciones podía resultar, como en los zoos, el reclamo perfecto. Aquella noche sacarían a la pista a un descomunal oso pardo. El programa oficial indicaba el nombre del animal señalando sin pudor alguno tal que esto: 'Víctor tomará parte en el partido para vérselas con otros luchadores, entre los que se encuentran Chet Coppock, director deportivo de la WISH-TV, Reb Porter, de la WIFE RADIO y otros más. Si el tiempo lo permite, Víctor luchará también con un grupo de aficionados'.

Al descanso, el local Bob Netolicky se embozó como antibalas un grueso abrigo de invierno de atrevido corte comunista, e inició una patética parodia de toreo al oso por toda la pista, vigilado este muy de cerca por un experto domador de circo. Pero llegados los momentos de clímax, los de arriesgada cercanía, la bestia resbalaba por el parqué dibujando como nadie alcanzó a prever, eso sí, una retahíla de surcos dejando la pista como un mapa. La segunda parte pareció estar adornada con nuevas líneas de triple, como si fueran nuevas marcas para canastas imaginables de cuatro o cinco puntos.

De la caspa no parecían librarse ni los mismísimos trofeos. Ya venimos diciendo que la bolsa de la ABA anduvo siempre escasa y cualquier patrocinador fue bienvenido sin rechistar. Y si este alcanzaba cierto poder, se bajaba la cabeza a cualquier petición. Puede resultar elocuente un singular trofeo presentado en su día para ver cuál de estos dos equipos, Denver o Utah, ganaba su serie de enfrentamientos durante una entera Regular. El invento se asemejaba bastante al del propio campeonato, una sólida plataforma sobre la que se erigía la figura dorada de un jugador rodeado por cuatro columnas que sostenían otra plataforma superior como a medio metro de la base, y por encima de toda la estructura, un resplandeciente balón tricolor.

Pues bien, como la incipiente Frontier Airlines corrió al patrocinio de semejante barroco trofeo, sugirió, vamos, los dólares ordenaron' situar sobre el balón una réplica nada pequeña de un Boeing de la compañía, convirtiendo a la estructura en una pieza del todo inasible. De hecho la anchura del avión duplicaba casi a la de todo el trofeo, de peso incalculable'

Durante la campaña del 74, los Stars de Hannum ganaron ocho de sus once partidos frente a los Rockets de Denver de Mullaney, así que el trofeo viajó al Salt Palace, donde se calzaban la foto de rigor ambos propietarios, de Utah y de la Frontier, sobre una sufrida mesa situada en el centro de la pista. Como al año siguiente, ambos equipos cambiaron de técnico e incluso Denver de sobrenombre, hubo que cambiar la placa porque esa ocasión, los Nuggets de Brown lograrían nueve victorias sobre once ante los Stars de Buckwalter, y de nuevo, ahora en el McNichols, la mesa de ruedas 'nadie podía coger aquello- y las sonrisas a la instantánea.

Pero como la siguiente campaña, los Stars de Nissalke duraron 16 noches tan sólo antes de morir, no se volvió a ver jamás la pieza. Nadie sabe muy bien adónde fue a parar aquella auténtica bizarría de museo. Cuentan que Carl Scheer, mánager general de Denver, solicitó un vehículo de transporte para trasladar la descomunal joya a su casa como previendo una suculenta subasta futura, pero en realidad nadie sabe con certeza que fue de aquella joya del surrealismo deportivo que medía más de un metro veinte de altura, gracias a la genial idea del avión, pegado a brocha gorda sobre el proscrito tricolor.

Pero puede que la reliquia más peculiar de aquellos años de colorido horror, de inquina estética, fuese una particular pieza de costura que, bajo la curiosa perspectiva, podría ser catalogada como una obra maestra del más recalcitrante pop art.

Durante la temporada del 69, para más colmo, los propietarios de los Pipers tomaron a Connie Hawkins como materia bruta de reclamo nacional. Hawkins había sido el mejor de la campaña anterior y Minnesota no quería dejar pasar la ocasión sin exprimirla al máximo.

Cosieron a rotos de Tricotosa una chaqueta exclusivamente para él y su lucimiento en público. Su fondo ya dolía a la vista: un azul púrpura vivísimo con cierre de botones blancos y estrellitas rojas en las mangas; por delante, el logo en estridente bermellón, su nombre en azul marino y otro baloncito de color zanahoria; por detrás, el balón tricolor repleto de estrellas y bajo él, como una matrícula, el logro del MVP y por enésima el nombre de Hawkins. Resulta que para colmo de lustre, Connie debía hacer la rueda ataviado con ella e incluso, ya durante los partidos, los toalleros tenían orden de cubrir con ella al jugador al descanso ocasional en el banco. Aquello no podía lavarse porque de hacerlo, quedaría desmenuzado a jirones.

Como cabía esperar, la mofa general y en particular, de compañeros, fue constante aquel simbólico año del 69. Hawkins acabó tan harto del infame castigo que se propuso decididamente 'perder' semejante tortura en un viaje cualquiera del equipo. Tal fue su decisión que esperando al fondo del autobús a que el resto durmiera de camino a Dallas, abrió una de las ventanillas y dejó escapar aquella inocente grosería.

Cabe imaginar que la chaqueta aún sobrevive perdida en algún remoto puesto tejano de carretera, allá en la América profunda, mientras que sus propietarios, bien añejos hoy, seguramente nunca terminaron de entender ni de dónde ni cómo llegó a ellos aquella extraña ofrenda divina. Hoy valdría su precio en oro'

Gonzalo Vázquez
ACB.COM



La ABA (VI): La rica liga pobre (II)