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La ABA (XI): Estado salvaje (IV)

Vamos a terminar este violento cuarteto de la serie a lo grande, trazando por encima la inescrutable figura de quien puede haber sido la peor alimaña que haya caído nunca a nuestro deporte del Baloncesto. La cómoda óptica del tiempo proporciona ahora esa distancia suficiente para considerar a nuestro personaje de hoy, con cierta generosidad psicológica, como un psicópata en potencia. Y aunque cueste creerlo, no se exagera

John Brisker, la auténtica Bestia de la competición, era temido por todos
© John Brisker, la auténtica Bestia de la competición, era temido por todos
  

Subrayando una vez más esta tendencia en la ABA como de altruista albergue de desarraigados, venía a señalar brevemente M.A. Paniagua en un pequeño artículo elaborado hace algo menos de un año en Gigantes Digital que 'el término 'liga de los renegados' se ajustaba a la ABA como un guante. Tenía una cantidad increíble de tipos raros 'auténticos 'freaks'- cuyas excentricidades y singularidades dejarían a los héroes contemporáneos de la canasta en auténticos benefactores sociales'. Pues el caso que engorda este artículo de hoy viene, pues, al pelo.

John Brisker, sin más nombre que esconder, se crió en el duro Detroit suburbano, peor aun que la posterior generación de los Thomas. Logró enderezar su existencia lo preciso para colarse en la Universidad de Toledo después de malvivir en la High School de Hammtrack, donde ya apuntaba ser un felino competidor, demasiado quizá, y como nacido para el deporte de los aros, porque sin ellos su vida parecía estar perdida. Brisker acariciaba el 1.95 de sólida fibra muscular de unos 110 kilos de peso. Parecía pesar poco para la fuerza bruta que encerraba su férrea musculatura, la de un compacto 'pesado' del cuadrilátero. Veloz y rocoso, de viva anotación, su juego era todo él un desahogo personal de algún tipo de fuego que parecía prender en su interior.

No puede negársele el talento natural para este juego 'legará a la ABA 26 puntos y más de nueve rebotes por noche-, igual que su primera tendencia física al Fútbol Americano. De ahí que en su periplo universitario, alternase entre ambos deportes una decisión que sin draft que vestir, le terminaría precipitando a la sugerente ABA, donde la mayoría eran' hermanos negros. De las interminables veintiuna rondas de aquella lotería del 69, la del rey Alcindor, no cabe hueco para él. Pero sí parece haberlo para Pittsburgh, franquicia necesitada de jugadores de raza, que lo recoge sin dudar.

La estrella de Marquette George Thompson, también elegido, era el punto de atención en un partido de pretemporada en Bayonne, pero al terminar el choque los casi tres mil presentes dirigían sus miradas hacia aquel misterioso hombre que tras salir en el segundo cuarto, había colado quince felinas suspensiones de forma consecutiva. John Brisker era un perfecto desconocido' hasta entonces.

Aquí no cabe distinguir entre personalidad y juego, porque ambas conjugaban en Brisker una escandalosa indisciplina para el juego en equipo. Se podía tirar hasta veinte triples (anotó nueve) en una sola noche y nadie se atrevía a rechistar. Pero esto del egoísmo no queda sólo para los tiros a canasta. 'Tenía además auténtico vicio por coger rebotes a hombres mucho más altos que él bajo el aro', añade su compañero Charlie Williams. Tan poco disimulaba esta tendencia agresiva en todos los aspectos del juego que toda la liga conocía su feroz agresión a todo lo que se moviera por la pista. 'Siempre parecía mirar con recelo lo que le quedaba por encima de su cabeza 'cuenta su pequeño rival Mack Calvin-. Menos mal, nunca me prestó atención. Yo era base y sólo parecía buscar hombres altos'.

Esto puede hasta cierto punto considerarse normal por cuestiones de pura competitividad, una virtud más que demostrada para los grandes de este juego, pero en el caso de Brisker no es mera cuestión de rivalidad extrema o de una marcada agresividad, no, es cuestión de violencia pura y dura. Pittsburgh solía jugar partidillos con los Tigers del college que servían de entreno a cachorros y veteranos, pero Brisker nunca pudo escapar a su temperamento. 'Cuando yo militaba en la Universidad de Pittsburgh 'cuenta Billy Knight-, solíamos asistir a ver muchos partidos del equipo en la ABA. Me encantaban Hawkins y Brisker. Solíamos jugar con ellos además en el viejo pabellón. La primera vez que jugué contra Brisker, se volvió hacia mí y me golpeó en la boca. Sin venir a cuento, me dio un terrible puñetazo. Se quedó mirando, esperando a que yo hiciera algo. No hice nada. Me dio miedo'. Más de una vez tuvo que volver el joven Billy a vestuarios con la boca en rojo, pero aun así, guarda un buen recuerdo de aquel loco. 'Me enseñó muchas cosas, en especial movimientos de fuerza' para contener y atacar a los rivales, como no podía ser de otra manera.

El problema de Brisker nunca fue sólo con sus rivales. Todos lo eran. Sus compañeros tuvieron que padecerle en todo momento. John Vanak, nuestro árbitro particular de la serie, cuenta que en un partido arbitrado a Pittsburgh, notó a la reanudación tras el descanso que Brisker 'no terminaba de incorporarse al equipo'. E incluso también un cierto revuelo con idas y venidas por el túnel de parte del banquillo de los Condors. 'Me contaron que se estaba peleando en los vestuarios con un compañero'. Esto no era inhabitual en las tres plantillas en que aquella fiera quiso reinar como tirano. 'Su personalidad era demasiado 'continúa Charlie Williams-. Brisker era una verdadera contradicción. Era un jugador de un talento increíble pero si pensabas lo más mínimo malo sobre él y te atrevías a decírselo, estabas muerto'. Cabe preguntarse hasta qué punto habría de llegar Brisker en público para que el resto de la liga supiera que los mismos compañeros sufrían su despotismo. 'John Brisker atemorizaba a todo el mundo 'señala un rival como Calvin-. Incluso sus propios compañeros sentían miedo de él'.

Las tres campañas de Brisker en Pittsburgh resultan francamente desastrosas. La del 70 terminan quintos de la Eastern en 29-55 y al año siguiente ocupan el mismo lugar con un 36-48. Johnny nunca disputaría un solo Playoff. Eso sí, termina tercero en anotación (29.3, 21 la anterior como novato, incluido en el mejor quinteto) e inscribe su nombre aquella del 71 en el segundo equipo ideal junto a Caldwell, Beaty, Freeman y Cannon. Animado por su aportación y aprovechando la pésima situación del equipo, Brisker intensifica su agresividad y el número de refriegas llega a tal punto que al general manager, Marty Blake 'jefe de los scouters hoy en la NBA- no le queda otra opción que contratar los servicios de un jugador de fútbol retirado para contener a La Bestia. Como este pensaba que había sido contratado para frenar a Brisker, la primera vez que se 'pasó de la raya', creyó aquel que le estaba allanando su trabajo. 'Eh, 'qué demonios haces, Brisker? Voy a ir a por mi pistola'. A lo que la fiera replicó con ganas de juerga: 'Ah, 'sí? Pues si vas a por la tuya, tendré yo que ir a por la mía'. Y corrió cada uno en direcciones distintas para alzarse supuestamente en armas. No hizo siquiera falta que el técnico, Jack McMahon, largara a todo el mundo del entrenamiento de inmediato para evitar que alguien pudiera salir herido, y es que todos corrieron despavoridos por libres. La fortuna quiso que no llegara la sangre al río. Dick Tinham, abogado de los Pacers entonces, cuenta que aquella 'fue la historia más legendaria de John Brisker'.

Pero no podemos abordar su último año sin el recuerdo de un insólito episodio que revela lo desquiciado de su carácter. El 12 de noviembre del 70 anota 53 puntos a los Pacers, y al día siguiente, otros 50 a los Chaparrals 'único jugador en lograr la hazaña-, y el 5 de enero consigue sumar 47 puntos (19 de dos y tres triples) sin anotar un solo tiro libre. Quedaba claro, pues, que Brisker estaría presente en Greensboro la noche del All Star. A sus oídos había llegado el rumor de que los participantes cobrarían 300 dólares por cabeza. Por lo pronto, Brisker llegó al coliseo por la puerta de atrás mochila en ristre, no dirigió palabra alguna a nadie, jugó sin especial gloria y al término, mientras Mel Daniels recibía alegremente el MVP en pista, corrió aquel por los graderíos hacia una sola dirección. Así cuenta Van Vance, locutor de los Colonels allí presente, su breve conversación con Brisker entonces:

Vance: ¿'A quién estás buscando?'

Brisker: 'A Jack Dolph, maldita sea'.

Vance: ¿'Al comisionado? 'Y por qué?'

Brisker: 'Quiero mi dinero por jugar aquí y ahora'.

Vance continúa diciendo que Brisker deambulaba nervioso por los graderíos altos mientras todos se apartaban a su paso hasta que dio con su objetivo y a él se dirigió con toda su mala sangre. Frente a Dolph se mostró expeditivo: 'Quiero mis 300 pavos'. Un sudor frío y cierta mudez invadieron entonces al hombre, que logró balbucear algo. 'Jugué el partido 'insistió-. Quiero 300 dólares por haberlo jugado. Quiero mi dinero ¡ahora!'. El viejo Dolph empezó a registrarse nervioso hasta dar con su cartera y allí mismo le hizo entrega del monto. Cuenta Vance que le parecieron ver tan sólo 100 dólares, pero el caso es que Brisker pegó un fuerte tirón al fajo y escapó del pabellón tal como había llegado, de corto. Ni el servicio de seguridad se atrevió a seguir sus pasos. Por si algo cabía añadir, Brisker, como vemos, 'intimidaba a la liga él solito'.

En la campaña del 72, la última de la franquicia en la ABA, hay en la plantilla un hombre especial, un novato llamado Walter Szczerbiak. Nunca imaginó Walter que su primer año de profesional fuera a resultar tan duro y complicado. Primero los Suns le cortan a quince días de campaña, después Texas, quienes disponían por el draft de sus derechos, ni siquiera contactan con él y para colmo, comprándole Pittsburgh, se topa de frente con un tirano para quien lo peor era un novato con ganas de competir y por extensión, de dejar sin trabajo a Brisker. 'Tuve que defender a Brisker en todos y cada uno de los entrenamientos. Era difícil. Yo quería jugar pero tenía miedo. Brisker era rápido, agresivo, fuerte como un toro, pero sobre todo tenía mala actitud. Cada vez que le hacías una falta parecía un boxeador que viniese a por ti. No soportaba que nadie le tocara, que simplemente compitieras con él'. La Bestia había empezado además, era lo que se decía, a ingerir cocaína. Y si cabe entonces el estímulo artificial de lo natural y previamente estimulado, podemos imaginar el grado de atrocidad de su juego. Cuenta su compañero Mickey Davis, campeón el año anterior con Milwaukee, que unos minutos antes de un partido en Georgetown, le tomó Brisker de compañía rápida para hartarse no sólo de hamburguesas sino de' ¡cervezas! 'Es el jugador más duro que he visto en mi vida', añadía Davis.

'Parecía que Brisker no vivía nada mal 'prosigue Szczerbiak-. Se movía en círculos de alto nivel. Tenía un gran coche y vestía de forma muy llamativa, con largos abrigos de piel y cuero' pero siempre estaba enfadado y yo no le caía nada bien'. Brisker cayó lesionado aquella campaña, lo que le privó de jugar muchos partidos, dejando su año en 49 veladas, pero de poco sirvió que Szczerbiak anotase 24 puntos a los Squires de Erving y Scott o que registrase un increíble 63 por ciento en tiros de campo aquel año. El técnico Jack McMahon, su hombre de confianza, fue despedido y tomó su relevo el pérfido Jack Binstein, escéptico a los novatos. 'Teníamos talento para jugar al ataque pero la tendencia, gracias a Brisker, era jugar cada uno por su lado. Parecía que jugaba él solo. No tenía conciencia para lanzarse cualquier tiro, en especial de larga distancia. Quería conservar a toda costa su status de estrella y la gente le tenía miedo. Su juego duro asustaba de veras al resto'. Nadie rechistaba. Brisker era racista, declaradamente racista como Jabali y contaba con la única confianza de Mike Lewis, el más alto del equipo y bien negro como él.

El colmo de la tiranía de un solo jugador pudo ser esta surrealista anécdota que sigue. Ya compartimos con Charlie Williams que Brisker no soportaba a todo aquel 'que él creía que pondría en peligro su trabajo'. 'Alguien imagina, pues, que pusiera buena cara al ser cambiado? 'que la pusiera al ser cambiado además por un novato blanco? Pues jugaban los Condors un partido en Virginia cuando McMahon decidió el cambio por Szczerbiak, bien fresco y con muchas ganas. La respuesta de Brisker fue negarse en redondo a salir fuera hasta tal punto que la vergüenza ('No me extraña que aquella liga tuviese una pésima reputación', entendemos a Marty Blake), y la solidaridad entre técnicos llevó a Al Bianchi, de Virginia, a solicitar un tiempo muerto para facilitar el trabajo a su compañero de banquillo. Brisker no se sentaría allí por nada ni por nadie. Cogió sus cosas y se marchó del pabellón. 'Era difícil sacarle de la cancha 'indica George Irvine, también de Virginia-. A veces quería cambiarle el entrenador y Brisker no quería salir y no había manera de conseguirlo'. Téngase muy en cuenta que quien está relatando estos hechos, salvo Walter, son jugadores rivales, con lo que podemos imaginar la poca desverguenza y falta de disimulo de quien no accedía a recibir orden alguna. 'Simplemente se largó del pabellón'.

A tal punto llegaba la fama de Brisker en la liga que la fotografía que recoge el artículo está tomada de uno de los desvaríos pugilísticos de La Bestia, y el 4 de noviembre del 71, Utah recibe a los Condors presidiendo su programa oficial esa curiosa imagen bajo el título de 'Brisker's intimidation night'. A la noche siguiente les haría 52 puntos a Carolina. Como parecía perseguirle esta fama, la franquicia, desquiciada ya por la ruina, contrata los servicios de Muhammad Alí para una exhibición ante Memphis el 18 de febrero y Brisker se calza otros 35.

Pero todo el odio cosechado por aquel psicópata no le procuraría marcharse de rositas de aquella liga. Su pública humillación aún estaba por llegar. Mediada la temporada, Dallas sumaba una horrorosa serie de siete partidos perdidos y fueron a jugar a Pittsburgh. En la misma rueda de calentamiento el técnico de los Chaparrals, Tom Nissalke, recibió un telegrama de su propietario, Bob Folsom, que rezaba así: 'Estamos contigo y sabemos que hoy la racha va a cambiar'. Además su general manager, Bob Brinner, bajó allí mismo antes del partido y le enseñaría algo. 'Me ofreció una libreta de cheques en blanco 'cuenta Nissalke- para mostrarla a los chicos, para motivarles con dinero real a hacer un buen partido. Con todo, sentí que tenía que hacer algo drástico para cambiar la situación. Brisker se había estado metiendo con nosotros todo el año y recordarlo me enfadó mucho, me irritó de veras'. Aquel honrado técnico estaba harto de que buena parte de la cuota ofensiva de Brisker viniera motivada por el miedo general a defenderle, así que decidió en un instante poner en marcha la más grotesca campaña que nadie haya promovido en una liga profesional jamás, mucho más que aquella de Westhead prohibiendo en el último cuarto de sus Nuggets del 91 lanzar a canasta ante Phoenix (107 al descanso).




Lenny Chapell, el hombre que tumbó a John Brisker
¿El primero de todo este vestuario que consiga tumbar a Brisker se llevará limpios 500 dólares', decidió libremente el técnico. Fue entonces cuando Lenny Chapell, alero fuerte de raza blanca 'el rudo tipo de la fotografía- que jamás vestía titularidad, espetó de inmediato: ''Puedo jugar hoy de titular?'. Nissalke vio tan motivado a su pupilo que' terminó accediendo a la oferta. 'Me imaginé que mi jugador trataría de actuar discretamente en la lucha por algún rebote para buscar el golpe definitivo sobre Brisker'. Pero se equivocaba. Chapell fue raudo a emparejarse con Brisker en el salto inicial y cuando el árbitro lanzó el balón al aire y todo el mundo, absolutamente todos, miraban arriba, Chapell cerró el puño y con toda la fuerza de que fue capaz, soltó el peor puñetazo de su vida a la cara de un Brisker del todo indefenso. 'Le soltó un puñetazo que lo dejó seco 'cuenta el propio Nissalke-. Nadie lo esperaba. Si te paras a pensar, era la mejor forma de cazarle, la más directa'. Brisker cayó al suelo encogido de dolor sin llegar a perder el conocimiento, y mientras, el propio Chapell, aún borracho de ira, le gritaba: '¡Levántate, vamos, levántate si puedes!'.

Preguntamos también a Szczerbiak sobre aquello: 'Nadie lo vio, y menos aun los árbitros, que ni siquiera pitaron falta y no expulsaron a nadie'. Lo más increíble, o quizás elocuente de cuando un enfermo recibe su propia medicina, fue que Brisker, sin mediar palabra, se incorporaría en silencio y jugaría el partido. Ambos lo jugaron. Perdieron además los Condors. Ganaron los Chaps, o mejor, ganó Chapell sus quinientos dólares. Brisker reaccionó como cabía esperar de él, urgiendo una prima especial por cada partido disputado una vez comprendió la idea generalizada en la entera ABA por liquidarle. 'Fue una recompensa por la cabeza de Brisker. Y no volvimos a tener un solo problema con él', concluye Nissalke. Pero las gracias que brinda el destino jugarían muy pronto una carta inesperada. La temporada siguiente, la de la marcha de Brisker a los Sonics de la NBA, Nissalke' ¡sería su entrenador!

Justo antes, Pittsburgh caería ya en el infierno. El equipo quedó destrozado y no fueron tanto las tres temporadas consecutivas sin Playoff (25-59 la última) como la profunda ruina en que cayeron los Condors. La franquicia, que empezó jugando en el precioso Civic Arena 'donde juegan hoy de los Penguins de la NHL-, terminó visitando innumerables pabellones de colegios, algunos minúsculos, porque los dueños estaban hartos de perder dinero. 'Llegamos incluso a jugar 'añade Szczerbiak- en uno pequeñísimo situado nada menos que en Tucstone', en el estado de Arizona. Aquel maldito verano del 72 la franquicia de los Condors moriría y no sería la única; los Floridians igualmente tocaron a su fin.

Pero Brisker, con ambos pies en la ABA, aprovechó para desertar ilegalmente a la liga rica y los Sonics, equipo que se atreve con él, pierden por sanción su primera ronda y una notable cantidad de dinero. El matón ya nunca será el mismo por un cierto abandono en su guerra particular en el baloncesto, bélicamente demasiado pequeño para él. La droga acelera más su declive y son pocos los detalles que legará a la Gran Liga, pero alguno hubo, el último quizá.

Ya apuntamos que quien llegó a poner precio a su cabeza terminó siendo su jefe, Tom Nissalke. Como Brisker se mostró únicamente indulgente con los rebeldes, nunca le reprochó aquello. 'Me preguntó si yo pensaba que él seguía teniendo fama de matón. Le dije que sí y se rió. En el fondo, se sentía orgulloso'. La enferma nostalgia del tirano que pierde su hegemonía devaluó aún más su carácter de un modo imprevisto. 'Un día tuvo un descuido. Jugábamos en Portland y se perdió el entreno de la mañana. Yo tenía una regla por la que si faltabas a la rueda de tiro, no jugarías'. Resultó que aquella noche el partido llegó apretado a los últimos instantes y Brisker no había jugado un solo minuto. A falta de tres segundos, el marcador señalaba un empate y al tiempo muerto, Brisker tomó de la manga a Nissalke y lo llevó a la intimidad. 'Tom, déjame hacerlo, por favor, meteré ese tiro para ti'. El técnico quedó perplejo unos instantes. 'Le miré' pero cómo dejarle lanzar el último tiro si llevaba sentado en el banquillo toda la noche. Me dejó sin opciones o eso pensé yo. El caso es que no me atreví a no sacarle a la pista'.

Brisker recibió el balón de la banda, un par de botes rápidos hacia adentro y una suspensión media, de las suyas de siempre, dio con la última canasta de la noche' y el partido. 'Dios, John tenía esa especie de habilidad y confianza en sí mismo para conseguir ese tipo de cosas'. El último Brisker, el de las veladas del 75 a las órdenes de Bill Russell, es un jugador anímicamente destrozado, todo él inestable. Aún podía brillar una noche y alcanzar los cuarenta pero la imaginable fiesta nocturna le procuraba un casillero de cero al día siguiente.

Harto del baloncesto y el baloncesto de él, John Brisker desaparece de la escena y secretamente se enrola como mercenario a sueldo. Huye del mundo y como hambriento aún de violencia y en grado sumo, emigra a Uganda en 1978. Jamás se volvería a saber de él. Casi con toda seguridad murió allí asesinado, es la versión más aceptada, a hachazos, durante el golpe de estado de otro sanguinario dictador, el militar Idi Amin Dadá.

En 1985 el Censo de Población del Estado de Washington le dio por fallecido a la edad que hubiese tenido entonces: 38 años. Hacía siete que no se sabía nada de él, pero aun sin cuerpo presente era momento de sellar oficialmente la defunción de un alma errante y en pena que respondía al nombre de Johnathan Brisker.

Pobre Johnny, qué inescrutable naturaleza la suya. Quien a hierro mata, a hierro...

Gonzalo Vázquez
ACB.COM

La ABA (X): Estado salvaje (III)