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Viaje al Año 2095 (I)

De una idea inacabada nacida en el Foro de ACB.COM, publicamos ahora por entregas la serie de G Vázquez al completo como refrescante lectura de verano. Valiéndose del estilo clásico de la ciencia ficción y de una intensa narración en primera persona, este relato futurista sirve como audaz ensayo de literatura especulativa que invita a considerar la fascinante realidad del Baloncesto sobre un escenario futuro que el autor sitúa lo bastante lejos como para no verse reprimido el imaginario de posibilidades. “Viaje al Año 2095” es un intento de enfocar el Baloncesto bajo una sociología del futuro que cuestiona muchos de los aspectos del juego y la competición que suponemos hoy inamovibles

Vista aérea del Coliseum
© Vista aérea del Coliseum
  
  • Viaje al Año 2095 (II)


  • Como las otras veces, sucedió al fogonazo una inercia tan atroz que creí morir aplastado mientras sufría de inútiles reproches por haberme embarcado en aquella locura. Por fortuna duró poco. Imposible describir el alivio al cesar todo movimiento. Me mantuve rígido y aguardé a que los nervios templaran lo suficiente para saber de mi situación. Estaba sentado sobre algo blando y mi posición, con qué nitidez lo recuerdo, era increíblemente cómoda. Como si despertara de un profundo sueño el silencio fue cediendo gradualmente a un confuso acorde de voces que enseguida dio paso al monstruoso volumen de un rugido atronador. Encomendándome a la providencia abrí los ojos de golpe para comprender, o tratar de hacerlo, adónde había ido a para esta vez. Aun disponiendo de varias vidas, sé que jamás me dominará la misma emoción que sentí en aquel crucial momento.

    Me hallaba inmerso en el seno de una multitud enloquecida que podía superar con facilidad las sesenta o setenta mil almas. Todas ellas aparecían minuciosamente ordenadas en una especie de graderíos circulares de vertiginosa pendiente superpuestos en enormes anillos de los que yo, así lo comprendí, formaba una parte minúscula, insignificante. Nadie pareció advertir mi llegada y eso me tranquilizó. Recuerdo haberme empujado a respirar convulsamente porque de algún modo me costaba admitir que en medio de aquel hervidero humano el aire pudiera ser tan fresco y generoso, tan infinitamente terso al olfato. Y liberé entonces los pulmones con fuerza porque, soñara o no, me sobrecogió… saberme vivo.

    Desbordado por la penetrante percepción de lo nuevo hice un gran esfuerzo por arroparme con algo de esa fortaleza que cuanta nueva sacudida acechaba me haría necesitar. Levanté la mirada con decisión. No estábamos al aire libre como había imaginado. Una gigantesca cúpula cristalina que me pareció estar situada en el mismísimo cielo cubría el inmenso espacio que nos acogía. Me vi entonces sorprendido por un extraño fenómeno, el primero de tantos, cuyo comportamiento no logré asimilar. La vasta superficie de la cúpula, situada a decenas y decenas de metros sobre mí, actuaba como espejo de todo cuanto discurría bajo ella, aumentando hasta lo grotesco la proporción de las figuras y distorsionando su brillo con tal intensidad que era difícil detener la mirada sobre aquel delirante desfile de imágenes sin girar la cabeza o cerrar súbitamente los ojos. Achaqué el motivo al tierno despertar de la vista. Pero pronto comprobé que la orgía luminosa de aquel cielo artificial se antojaba más ardiente y poderosa cuanto que la iluminación interior del coliseo era de un tono frío y extraño, como de una perfecta tenue uniformidad, haciendo del enorme contraste un verdadero desafío a la vista. Allá adentro la luz parecía fluir de forma natural de ningún sitio y de todos a la vez. Por más que escruté no conseguí adivinar una sola fuente de luz. No había un solo foco y tanto en la bóveda del estadio como en los inmensos anillos de coloración intensa que acordonaban hermosamente los graderíos, la luz parecía quedar extrañamente retenida. Nada, ninguna proyección de luz, salvo la pista que presidía majestuosa el interior del recinto. El conjunto, sin embargo, lejos de resultar pobre o sombrío, admitía una gran astucia en el juego cromático, como destacando a voluntad, pronto lo supe, tan sólo aquello que debiera ser destacado a los ojos.

    Me hallaba perplejo por aquel envolvente fenómeno sin aparente explicación cuando de repente, en el mismísimo corazón del recinto, como a la altura de mi posición, surgieron juro que de la nada unos dígitos que aumentaban rápidamente de tamaño hasta hacerse sobradamente visibles: 72-73, 80-78… Durante unos instantes danzaban y resplandecían caprichosos en el aire y acto seguido se precipitaban en mil direcciones creciendo en brillo y tamaño hasta ir a estamparse contra los graderíos, momento en que se desintegraban como por arte de magia en una hermosa lluvia de estrellas, una cascada de innumerables copos de luz que cubrían amplios sectores de público, que celebraba el suceso con enorme júbilo. Era difícil habituarse. No podía evitar cerrar asustado los ojos y apretarme contra el asiento en pleno restallido de luces, de una intensidad como nunca habría imaginado. Se trataba, en efecto, de algún tipo de inofensiva pirotecnia de soberbia factura. Todo aquello era, en mucho mayor grado que las otras veces, verdaderamente estremecedor.

    En una de aquellas congojas mías y con todo aún por descubrir, me vi sorprendido por una mano que se posó suavemente sobre la mía, todavía rígida en uno de los confortables asideros. Pertenecía al hombre sentado a mi derecha, al que no había prestado aún la menor atención.
    -Hola. Me llamo John.

    Lo había olvidado. Se trataba del guía que acostumbraba a hacer acto de presencia en cada viaje, servir de fiel compañía y orientar en lo necesario. Siempre era uno diferente pero todos compartían la misma serena expresión y agradable trato que tanto se prestaban al pleno goce de la experiencia.

    -Puedes estar tranquilo. Si miras ahí abajo –ironizaba al saber que apenas lo había hecho- comprobarás que hemos cumplido tu mayor deseo. Estás en un partido de Baloncesto.
    -¿Qué… qué día es hoy? ¿Dónde estamos? –inquirí con la urgente pasión de un chiquillo–. Sé que estoy en algún remoto punto del futuro, pero no tengo ni idea de dónde puedo estar.

    John esbozó una suave sonrisa.

    -Estás en Chicago. Son casi las diez de la noche del domingo 19 de junio del año 2095. Bulls y Sonics apuran su última oportunidad. Uno de los dos equipos viajará la próxima semana a Europa para culminar las series mundiales. Allá se celebran este año.

    Al escuchar “Bulls y Sonics” me vi ingenuamente consolado por reconocer aquellos dos nombres, aquellos dos equipos, quizá más por el efecto tranquilizador de saber que tanto tiempo después continuaran existiendo tal y como yo los conociera, e incluso me acudió vívido el recuerdo del duelo que 99 años atrás los había enfrentado en unas Finales. Me pregunté cuántas veces más podrían haberse enfrentado en el larguísimo intervalo de casi cien años que separaba aquella insólita escena de mi lejano presente. “¡Casi cien años!”, me repetí. Dios mío, había ido demasiado lejos. Si mi época abría una brecha enorme con el origen de las grandes competiciones, ¿qué no me habría de deparar ese remoto paraje del tiempo? Remoto, sí, pues para entonces, allá donde ahora el destino me posaba, yo estaría muerto y bien muerto.

    -¿Se supone que esto... son las Finales?
    -No vayas tan aprisa, pero digamos que a este lado del mundo, sí.
    -Y supongo que esto...
    –era complicado articular palabra– es la NBA, ¿verdad?
    -Bueno, vamos a decir que sí, que lo es, aunque se parece muy poco a lo que tú conoces. La letra que encabeza las siglas ha perdido buena parte de su sentido original.
    -¿¡Cómo!?
    -Sí, la NBA tiene ya muy poco de nacional. Abarca a toda América. Hace algún tiempo Canadá, Centroamérica y los países integrantes del Sur acordaron modificar el nombre de la competición, mucho mayor de lo que tu época conoce, y llamarla INBA o IBA, pero finalmente poder y tradición, que tan a menudo se confunden, mantuvieron las siglas intactas
    –a lo que siguió una leve pausa que hizo del añadido algo más oportuno incluso que la respuesta–. El año que viene la NBA cumplirá 150 años.
    -¿Has dicho toda América?
    -Sí, la NBA es una de las cuatro Conferencias Mundiales. Las otras tres representan a Europa, Asia y Oceanía. Te sorprendería descubrir a qué nivel han llegado naciones como México, Brasil, Argentina, India o China
    .

    Por alguna razón me acudió la idea de equilibrio e imaginé, muy gráficamente, a los cuatro continentes en colisión por el título mundial. El viejo mito globalizador, el arcaico sueño del Baloncesto planetario, había cobrado por fin realidad. Y me pregunté fascinado cuánto tiempo haría de ello, cuántos campeones mundiales habría inscrito ya la Historia y cuántos grandiosos jugadores habría sepultado la memoria de cuantos conoció mi generación y las que la precedieron. Esquivé la molesta imagen del absurdo. No así un desalentador recuerdo que tuvo por motivo al ausente continente africano, seguramente instalado a esas alturas del tiempo en la misma miseria de siempre o acaso sirviendo como yacimiento genético para los delirios lúdicos del primer mundo.

    No había ordenado la nueva andanada de preguntas sobre mi interlocutor cuando me detuvo su sereno gesto con la mano, que me invitaba a contemplar cuanto se presentaba ante mí, el verdadero motivo de mi presencia en aquel lugar como irreal. Me reproché el pueril frenesí por pretender saberlo todo de golpe y acaso comenzar el edificio por el tejado. John me confimó esta impresión:

    -Como puedes ver, tu adorado Baloncesto es hoy un espectáculo impresionante –y pronunció esto último con suprema elegancia mientras deslizaba con suavidad la mirada de un lado a otro de la escena, como quien ofrece con orgullo un paisaje majestuoso de su propiedad.

    Cuando detuve por fin la vista en el corazón de la escena, la pista de juego y sus protagonistas, comprendí que el total de mi existencia adquiría sentido y no hubo modo de evitar verme arrebatado por una indescriptible emoción que torpemente podría referir como un delirio de grandeza. La fulminante visión futura de ese deporte que, ingenuo de mí, tanto creía conocer excedió con creces mi tolerancia emocional.

    “96-95 ChicaaaagoooOOOO!!!”
    Bramaba una megafonía infinita.
    “Third quarter!!! SiiiiiXXXXteeen secooondSSS!!!” –entre otro violentísimo restallido de luces.

    Hasta donde la mirada permitía alcanzar, allá en las profundidades incluso del detalle, todo era sordo misterio. Pero debo decir que aquello que primero concentró mi atención fue sin duda la insólita textura de la superficie de juego, de tan prodigiosa apariencia que aún ahora, mientras escribo estas líneas y debido a nuestro estrecho horizonte mental, me avergüenza referir como pista. Es evidente que lo era. Pero nada había en ella que guardara afinidad con cuanto mi época hubiera conocido. Si alguna vaga imagen derivamos de lo perfecto, juro que quedaba exactamente definida en aquella deslumbrante como pantalla que evocaba al diamante y cuya constitución no pude asociar a la mano del hombre.

    Su radiante aspecto, de un cristalino que hechizaba la vista, semejaba el rotundo fuselaje de alguna hermosísima pieza artificial, minuciosa y magistralmente bruñida, que tan pronto parecía compacta e impenetrable como al poco tornaba translúcida y como plástica. Las pisadas de los jugadores producían, para mi asombro, un visible efecto de huella que desaparecía al instante, igual que reacciona la piel joven luego de oprimirla unos dedos. Era como si la superficie respirase, como si tuviese vida propia. Sus brillos oscilaban y parecían concentrarse allá donde calentara el juego, a la manera de un reflector térmico. A la sorpresa por este fenómeno se añadió descubrir que... ¡no había líneas! ¡No las había! Ni un solo trazo surcaba el piso. Nada salvo aquellos espontáneos brillos. Creyéndome víctima de algún espejismo comprobé que la estructura rectangular del campo se adivinaba, no por la sencilla inscripción que conocemos, sino por prevalecer hegemónica la pista sobre el terreno circundante en una ligera elevación, como una plataforma o estrado, aunque más justo sería decir como un escenario, como El Escenario, porque el verdadero motivo de que aquel soberano armazón pareciese estar flotando sobre la nada no podía ser otro que imponer el espectáculo como sobre un Olimpo. La sucesiva visión de todas estas cosas, agitándose bajo la espectral bóveda que gobernaba el coliseo, de unas dimensiones que difícilmente alcanzamos a concebir, terminó por convencerme de que aquel milagro de la ingeniería tenía que ser por fuerza la obra, no de una mente genial, sino de la de muchos genios en armónica creación.

    Aún hoy continúo ignorando qué fue lo que me dejó más perplejo, si la ausencia de líneas en la pista o el incomprensible fenómeno de que la pista fuera una elevación sobre el vacío. Fue considerar esto último cuando advertí que había sido víctima de un sutilísimo engaño. Un jugador de los Sonics dirigió sus pasos fuera del rectángulo y, en lugar de caer, siguió caminando sobre... ¿el aire? Como si leyera el pensamiento John acudió en mi ayuda:

    -Es transparente.
    -¿¡Qué!?
    -No es aire lo que rodea a la pista. La superficie exterior es transparente, invisible. No hay desnivel. No lo hay hasta el anillo de gradas
    .

    Reaccioné con alivio. No me había vuelto loco. O eso creí, porque lejos estaba de comprender algo y la primera duda permanecía intacta.
    -John, no... no hay... líneas... –balbuceé torpemente.
    -¿Cómo?
    -¡Maldita sea, no hay líneas! –repetí con mayor incredulidad.
    -Sí, sí que las hay, observa
    .

    Eso hice y quedé otra vez maravillado. Allá que los jugadores corrieron en dirección opuesta y atravesaban la media pista cuando una intensa hebra de luz, un radiante filamento de un rojo incandescente, se materializó en el mismo centro seccionando el rectángulo en las dos porciones iguales que yo esperaba. Y acto seguido, una vez Chicago formó en su campo de ataque, otra serie de líneas se hizo presente sobreimpresionando aquella media pista y dotándola de estructura y sentido. Estas líneas, que mi primera confusión reveló azarosas y como abstractas, me resultaron al cabo familiares. Mientras, el otro lado aparecía incomprensiblemente desierto de todo trazo. Dije familiares y soy generoso, pues si allí creí ver la bombilla, la pintura, el tiro libre, el triple... todo ese básico esqueleto que me hacía de amparo, debo añadir que nada de ello conservaba su forma original. No íntegramente. Cuando un jugador de Chicago recibió el balón en un lateral, emergió la línea que yo asimilaba como triple, pero tan sólo la porción que se le aparecía delante, no el resto del anillo. Y cuando el balón viró a la frontal hacia otro jugador, otra porción de unos tres metros de cuerda cristalizó bajo sus pies desvaneciéndose la anterior y haciendo aquélla lo mismo en cuanto el jugador decidió penetrar. ¡Cómo era posible! El suceso era el siguiente: el triple se adivinaba parcialmente, como si sólo apareciese la referencia que el jugador tuviera delante y no el total del dibujo. Este insólita circunstancia me confundió enormemente pero antes de emprender una nueva consulta me vi otra vez asolado porque ¡tampoco había “letras”!, sí, esas pequeñas franjas paralelas que sitúan el rebote a los tiros libres.

    -¿Dónde están... las letras?
    Formulaba cada pregunta como un autómata.
    -Están. Siguen presentes. Pero... ¿por qué verlas en juego? Tan sólo aparecen cuando hay tiros libres. ¿Qué sentido tienen fuera de ellos? Igual que el triple. ¿Qué necesidad hay de ver todo el anillo? Figura tan sólo la referencia del jugador que tiene el balón fuera de la línea de tres puntos y únicamente la porción que ocupa. No el resto. Entiendo tu sorpresa pero has de saber que esa intermitencia genera una interesante puja defensiva porque el rival, en pleno fragor de juego, puede llegar a ignorar si lucha por contener un tiro de dos o de tres puntos. Créeme: la necesidad de precisión que se deriva de algo así es infinita. Añade al juego una sofisticadísima dosis de dramatismo que tu época está lejos de comprender.
    -¿Y el resto?
    –proseguí intrigado– ¿Dónde están las demás líneas? Dime, John, ¿soy yo que no las veo o... no están? ¿Por qué veo unas y no las otras? No hay nada en el otro campo. ¿A qué demonios se debe?

    No transcurrió mucho tiempo antes de advertir, siquiera vagamente, la aplastante lógica de todo aquello que tanto me intrigaba.


    Nota al lector: el intenso momento de la llegada aparece extraordinariamente sugerido a diario en la emisora de radio MÁXIMA FM a los pocos segundos de las señales horarias de las 7 de la mañana y, en concreto, a los instantes de la cuenta atrás: Five! – Four! – Three! – Two!... (el despertar del protagonista del relato tiene lugar entonces y la atronadora resonancia del recinto es exactamente la que recoge esa futurista cabecera).