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Viaje al año 2095 (V)

Quinta entrega de la serie “Viaje al Año 2095” a cargo de G Vázquez. El relato entra en la fase más decisiva al recaer de lleno el asombrado protagonista en el sorprendente desarrollo del juego alcanzado a finales del siglo XXI. Algunas de las modificaciones en el reglamento y en normativas que hoy creemos inamovibles serán descubiertas en el presente capítulo, donde tiene lugar la revelación más crucial y relevante de toda la serie: el increíble estadio de juego alcanzado por el baloncesto y su puesta en práctica sobre la pista, una apariencia conjunta de imposible similitud con la que conocemos hoy día

Atrajo mi interés la agresiva liturgia en la banda de un tal Calvin Frost
© Atrajo mi interés la agresiva liturgia en la banda de un tal Calvin Frost
  
  • Viaje al Año 2095 (I)

  • Viaje al Año 2095 (II)

  • Viaje al Año 2095 (III)

  • Viaje al Año 2095 (IV)


  • La canasta de Boyd provocó un tiempo muerto. Miré a John sorprendido, pues restaban aún varios minutos para los dos últimos de partido.
    -Vaya, has tenido suerte –exclamó–. Es un tiempo técnico.
    Si no tenían lugar en la última velada de la temporada, ¿cuándo entonces? “Sí, hay demasiada gente viendo este partido”, apostilló la voz maestra. El suceso me despertó un enorme interés. Los equipos corrieron a agruparse en dos puntos muy distantes, casi opuestos, no en la banda como conocemos sino más allá de los fondos, en un amplio cuadrante que parecía habilitado a tal efecto. De este modo la pista en su integridad quedaba libre, como supuse, para alguna otra nueva aterradora exhibición. Molesto por ello rogué a John la posibilidad de eludir los artificios con el fin de examinar las evoluciones del tiempo muerto. Su cara de circunstancias me indicaba lo contrario. Pero antes de que pudiera yo lamentarlo desplegó otra vez la pantalla en un interesante punto que permitía el escrutinio de los equipos mediante algún tipo de cámara subjetiva que manejar a placer. Quedé así satisfecho.

    Antes de que las formaciones se instalaran en sus puestos, que tanto sugería la imagen de unidades de apoyo, había resonado en todo el estadio una profunda estridencia que parecía señalar el inicio de los 100 segundos del tiempo, así como el de la orgía que yo quería eludir. Aquella extraña ubicación de los equipos se me hizo aún menos sorprendente que no distinguir entre ellos a ningún jefe de filas. Me pareció que engrosaba cada corro un número excesivo de individuos, algunos de los cuales atendían personalmente a distintos jugadores que quedaban así apartados del resto. Hasta cuatro individuos llegué a contar en torno a un solo jugador. En aquellos ¿debo llamarlos banquillos? se desplegaba una intensísima actividad y sorprendido pude ver cómo los jugadores, mientras recibían enérgicas instrucciones de varios monitores, no perdían detalle de las pantallas que cada cual tenía delante al tiempo que extraños dispositivos les eran aplicados en diversas partes del cuerpo, como piernas, brazos y espalda. Todo aquello me trajo a la memoria la intensa agitación de las escuderías de Fórmula 1 al paso de los monoplazas por boxes. Rápidamente intervine:
    -John, no veo a los entrenadores.
    -Y es que no los hay.
    -¿¡Cómo que no los hay!?
    -Quiero decir que no hay uno. Hay varios por cada equipo. Por esa razón me referí antes a ellos como “cuerpos técnicos”. Es lo que propiamente son. Lo que tú conoces por entrenador y asistentes deparó hace mucho tiempo en lo que estás viendo: todo un equipo adjunto al de los jugadores, una auténtica formación de ingeniería táctica y clínica que trabaja en tiempo real, recoge toda la información disponible y aprovecha estos tiempos a un máximo de precisión que supongo podrás imaginar.
    -Pero los jugadores, ¿no están como muy... desperdigados?

    No andaba mi analogía muy desencaminada. De manera nada simbólica John aludió a los jugadores como piezas vivas de una maquinaria muy precisa a cuyo rendimiento habíanse dispuesto equipos de especialistas que operaban en un sentido radicalmente quirúrgico dada la reducción en el número de tiempos muertos. Sin embargo, no terminaba yo de comprender cómo habrían desaparecido los entrenadores. ¿Cómo concebir el registro histórico de campeones sin acompañar a cada equipo la obligada mención al técnico jefe?
    -Los sigue habiendo, pero ya no es uno solo. Digamos que en lo más alto de la jerarquía operan varios directores técnicos, varios entrenadores.
    Y a continuación, luego de desplegarme un enorme listado sobre cuyo glorioso contenido disipé toda incertidumbre, me indicó con el dedo dos líneas que atendían a diferentes fechas. Fugazmente pude distinguir Portland T. Blazers (Fishburne-Dozois-Gordon) por debajo de Brooklyn Nets (Taubman-Hunt-Wodarek) precediendo a los paréntesis el incuestionable término coaches.
    -¿Son siempre tres? –pregunté.
    -Es lo más habitual, pero no. No hay un número determinado de entrenadores jefes. Ontario, por ejemplo, cuenta con cinco y Jacksonville con tan sólo uno.
    John me reveló por último un episodio sorprendente. Durante un tiempo, no demasiado lejano al mío según me dijo, se adoptó el uso de minúsculos dispositivos que colocados al oído de los jugadores servían de comunicación entre banquillo y jugadores. A través de ellos el entrenador daba instrucciones a sus hombres. Antes incluso de que el número de entrenadores aumentara los cinco jugadores de pista podían ser bombardeados simultáneamente. La conservadora Europa no admitió aquel avance, alegando que la voz en grito de los técnicos formaba como inseparable parte del juego. Poco después la propia NBA renunció al experimento debido al fuerte rechazo suscitado en los jugadores, incapaces de soportar, según declararon, dosis tan altas de distracción. John me terminó de aclarar que lo que realmente motivó aquella denuncia fue el intolerable grado de intromisión por el que los jugadores no estaban dispuestos a pasar. Todo aquello me remontó a cierta personal convicción según la cual la historia del Baloncesto es también la dialéctica del poder entre técnicos y jugadores.

    El regreso de estos últimos a pista fue todo un acontecimiento. Atrajo mi interés la agresiva liturgia en la banda de un tal Calvin Frost, que entraba a pista por Chicago y cuyos gritos y aspavientos elevaron nuevamente el rugir de la multitud varios grados por encima de lo humanamente soportable. Diez potentísimos haces de luz, cinco rojos y cinco verdes, cayeron sobre la pista como espadas irradiando gloriosamente a los jugadores y otorgando a sus figuras y su paso, tan liviano como imponente, la hipnótica apariencia de dioses. Pese a la talla, nada había en ellos que sugiriese lo que mi época conoce por gigantismo; nada que no obedeciera a anatomías potenciadas a una escala mayor. Sus proporciones eran perfectamente griegas y no fui yo capaz de distinguir blancos y negros, lo que me condujo a pensar que con ellos el mestizaje había alcanzado un punto sin retorno. Era francamente difícil abstraerse a la rotunda musculación de aquellos cuerpos hercúleos a cuyo esplendor la misma indumentaria parecía prestarse encantada, pues para aquel entonces la equipación había dado en una especie de radiantes monos de tono fluorescente y muy compacta hechura donde cortos y camiseta se confundían en una sola pieza, de tal ajuste a la piel que en según qué partes rozaba lo indecoroso. A la firmeza de esta impresión contribuía la sorprendente circunstancia de que, sin medias que exhibir, parecían todos descalzos, y es que las zapatillas, si es que así puedo referir aquellos sofisticados prodigios, habían perdido todo su material circundante haciendo de la cubierta un objeto invisible, transparente o tan fino que el contorno de los pies se mostraba con incomprensible nitidez a la vista, salvo en ese obligado punto donde la marca continuaba exhibiéndose y uno de cuyos diseños, el de una franja felina, pude claramente reconocer porque pertenecía a mi tiempo.
    -Sigue siendo la firma deportiva más poderosa del mundo –aludió oportunamente John.

    Nada había en ellos que sugiriese lo que mi época conoce por gigantismo
    © Nada había en ellos que sugiriese lo que mi época conoce por gigantismo
    Llegados a este punto, debo decir que los minutos que siguieron a la reanudación fueron sin duda los más hermosos y estimulantes desde mi llegada. Durante ese período decisivo me sumí en un estado de mental comunión con el enorme espectáculo que se me presentaba a la vista, el juego, cuya fluida naturaleza difícilmente alcanzamos a imaginar. Creo que ni estoy facultado ni debo incurrir en fútiles intentos por describir las sutilísimas diferencias entre el juego de Chicago y Seattle. Sólo probaré a exponer, a torpes trazos, la disparidad de aquel Nuevo Baloncesto respecto al nuestro, una diferencia de tal inmensa magnitud que habrá de convencerse el lector del infinito error que supone pensar que no resta al Baloncesto espacio grande por conquistar. Baste como ligera prueba que hasta llegué a creer que acaso estaba yo asistiendo al recóndito despliegue de un deporte completamente nuevo.

    La primera sacudida que asaltaba a la incrédula percepción era la imagen viva del desenfreno: no hallaba el juego lugar ni momento para la menor detención ni respiro. Toda sensación de quietud, aun la menor concebible, había desaparecido. De repente el Baloncesto parecía haber desalojado de sí toda la masa inerte que regulaba los tempos en una doble escala relativa de lentos y rápidos. Los primeros habían dejado de operar. Nada ni nadie se detenía un solo instante. Antes bien la idea misma de pararse, con o sin balón, se antojaba un atentado, una quimera o un absurdo. Juro que en una sucesión de no menos de diez acciones de ataque el balón pudo tocar el suelo apenas tres veces. Dicho sea con fuerza: ¡no se botaba el balón! Una vez éste se ponía en juego experimentaban los ojos un mareante desafío por perseguir su movimiento con éxito. Todo eran pases, pases de la más completa y diversa longitud, cometidos a una velocidad impensable, tal que obuses la mayoría de los cuales acontecían a la altura del pecho en insobornable línea recta. Así era durante el espacio de creación, en aquellos segundos que preceden al pase decisivo, momento en que desataban los protagonistas una técnica variedad que parecía no tener fin y que únicamente obedecía, como eterna ley, al preciso sorteo de la resistencia defensiva. Concentrada en unos pocos minutos asistí a la más completa antología del pase que nuestra época conoce, destacando sobremanera los picados, pues nacían en una dirección que mudaba violenta tras el bote obra del venenoso efecto a cargo de manos increíblemente diestras.

    Trataré de exponerlo con un ejemplo, una jugada cuya elaboración grabé para siempre por gráfica y solidaria con lo que allí ocurría. Frost, el recién incorporado por Chicago, puso el balón en juego desde fondo mediante un pase corto de dos metros hacia su más próximo compañero, Burton, que nada más tocarlo desató hacia el alto derecho del triple un misil perfectamente recto que dio en las manos de Moore, retrasando éste a la línea de trailer donde ya había dado Frost, que abrió a la izquierda para North, que viendo el corte de Boyd cedióle el balón, soberbiamente cubierto por una pantalla de dos hombres de Seattle. Boyd recibió la ayuda de Burton al lateral de zona, y en ese preciso instante, ante una defensa al hombre tan estratégicamente fijada como una sombra, Chicago inició una cuerda de circulación exterior que invirtió hasta tres veces la secuencia de pases en la entera latitud de pista. Un fulminante juego de bloqueos en la frontal de la zona permitió el fluido corte de Boyd hacia su ala derecha, momento en que un alley oop a modo de bala quebraba por el cielo la trinchera ‘sonic’. El increíble salto de Boyd para el mate me pareció producirse sobre un piso elástico. Quedé absorto por la obra maestra. Gracias a John pude saber que en aquellos 14 segundos de ataque habíanse disparado hasta 27 pases sin un solo bote de balón.
    -¡Dios mío!
    Exclamé inútilmente entre el alarido de miles de gargantas.
    -Es asombroso, ¿verdad? Pues así es el Baloncesto hoy en día.
    -Pero John –aún objetaría incrédulo–. En mis días... era necesario detenerse para... ¿pensar?
    -En tus días pararse servía para demasiadas cosas antes que para pensar. Aquí ya no hay diferencia entre pensamiento y acción. Son la misma cosa. Se piensa y actúa a igual velocidad. Una duda... y estás muerto.

    En mi retina, sin embargo, habíase fijado la grandiosa imagen de Boyd en el cielo cuando de súbito fui objeto de una crucial revelación. No, no podía ser. Si Boyd medía 2.29 y su salto fue el que yo había visto, por fuerza el aro tenía que haber quedado bajo sus ojos. ¡Un momento! ¡Algo no cuadraba entonces! Urgí una explicación, a la que John se mostró expeditivo.
    -Los aros están situados a 3.20 del suelo.
    -¿¡Qué!?
    -Te lo diré de otro modo: a 10 pies y casi 6 pulgadas.
    -John, por favor... –seguro de que bromeaba.
    -Pero ¿acaso pensabas que estos gigantes estaban actuando en canastas de juguete? No sólo la altura de los aros ha sido elevada. También fueron ampliadas las dimensiones de pista: un metro por cada fondo, medio por cada lado.
    Todo lo demás, según me aseguró, había sido preservado. De aquel descubrimiento, junto al de las estaturas el que mayor conmoción me produjo, daría John seguida cuenta aclarándome los motivos que uno ya intuía. El crecimiento general de la talla media de los jugadores en el Baloncesto de élite, un proceso incesante desde el lejano 1891, haría que tarde o temprano las dimensiones originales del juego fueran quedando obsoletas. Para un dramático ascenso de 15 centímetros, cantidad fijada esta vez desde Europa según me dijo, no fueron precisos dos cambios, sino uno, un ascenso lo suficientemente generoso para garantizarse al menos otro siglo de vida sin modificación alguna. No niego mi torpeza por no haber reconocido tan devastador cambio a simple vista. Sólo que al aumentar también la escala de pista, el gran tamaño de los jugadores pasaba relativamente desapercibido respecto a los elementos del juego. Así el Baloncesto había logrado preservar con admirable integridad las justas proporciones de su puesta en escena.

    Sumido otra vez en las meditaciones que cabe imaginar me obligué a volver al juego. Digo esto porque hacerlo era sucumbir nuevamente al profundo hechizo a que su frenético discurrir precipitaba. La superficie de la pista y su coreografía de luces y sombras se me insinuaba ahora como un vasto espacio de creación por el que los jugadores se abrían paso con entera libertad, una libertad que adquiría un sentido táctico de plenitud al liquidar el juego los dos pulsos a que obligaba en mi tiempo la división del campo. Quiero decir que la pista propia, ese tramo como inerte de ocho segundos de paso que hacía de peldaño transeúnte hacia la colisión frente a la trinchera rival, había, digamos, abandonado su dimensión espectral haciéndose en verdad operativa y dotando a la longitud de juego de una presencia real. El juego arrancaba a pleno pulmón desde cualquier punto. Seattle incidía especialmente en obuses de veinte metros hacia Kaffin que, allá donde estuviera, disparaba el tiro con una mecánica cuya apariencia pude hacer extensible a la mayoría de los jugadores. Asentada en suspensiones muy generosas la flora del tiro exterior había generalizado una especie de frontal de impulso de tal celeridad de ejecución que los brazos daban la irreal impresión de no ser sino automáticos resortes de naturaleza artificial. Aquél era sin duda el gesto más robótico de todos.
    -Si te fijas –interpuso John– la variedad en el lanzamiento va desapareciendo a medida que el tiro se aleja del aro. En cambio a medida que se acerca el rectificado es un recurso más necesario que nunca. Sortear esos brazos es una tarea complicada.
    -No sé cómo es posible armar a tal velocidad los brazos y hacerlo además con tal precisión. Incluso sin balón se me antoja imposible. ¿De verdad esos brazos son naturales?

    John sonrió.
    -Viven para esto. En ese sentido sí, son máquinas muy precisas.

    Para mi consuelo comprobé que los fallos continuaban existiendo en razonable proporción, y tan increíbles me resultaron algunos aciertos como lógicos algunos otros errores. En suma, lejos de parecer atropellado o desconcertante, debo decir que aquel Baloncesto respondía a un grado de desarrollo cuya perfección se comprendía muy por encima de lo que mi presente hubiera imaginado posible comprender. Una vez logré acostumbrar mínimamente la percepción, puedo decir que el espectáculo era el distintivo primordial de aquel Baloncesto remoto, pues lo imprevisible ejercía allí un dominio abrumador.
    -Supongo, John, que hablar de posiciones ahora carece de sentido, ¿verdad?
    -Dime, ¿has visto algo parecido a un base subir el balón? ¿Algún jugador aguardando estático un pase? ¿Una lucha por la posición? ¿Distingues el perímetro del interior?

    Irradiando gloriosamente a los jugadores y otorgando a sus figuras la hipnótica apariencia de dioses
    © Irradiando gloriosamente a los jugadores y otorgando a sus figuras la hipnótica apariencia de dioses
    Mi silencio por respuesta pareció servirle de cómoda pausa para proseguir.
    -No, ya no hay posiciones. Ni nominales ni operativas. La ciega carrera que tu época vio nacer por obtener jugadores versátiles dio finalmente en algo como lo que estás viendo. Jugadores capaces de hacer, ahora sí, absolutamente todo. Cuando extiendes esa proporción a toda una plantilla y las plantillas de todo el mundo se configuran en torno a ese tipo de jugadores, das en el Baloncesto actual.
    Me asaltaron nuevamente las arcanas imágenes de mi tiempo.
    -Pero entonces, John, ¿cómo medrar en pista las virtudes innatas de un jugador? Magic Johnson era un genio del pase, Reggie Miller del tiro decisivo, O’Neal hacía del interior su hábitat de absoluto dominio... ¿Y ahora?
    -Esas virtudes siguen existiendo –interrumpió– y los virtuosos demostrando que lo son en lo suyo. Kaffin es una ametralladora, Boyd intuye líneas de pase que ningún otro parece intuir, Slater se maneja como nadie en las proximidades del aro. Sólo que todos han aprendido a hacerlo todo. El Baloncesto individual arranca a un nivel muy alto, mucho más arriba de lo que tu historia conoce. Y la diferencia reside, quizá como siempre ocurrió, en el producto conjunto. El juego como ves es una realidad más radicalmente colectiva que nunca.
    -Sí, lo veo, y es asombroso, de veras. Pero no sé... ¿han desaparecido los unos contra uno?
    -No, en absoluto. Cuando un jugador roba el balón y considera que el camino más cercano a los dos puntos lo tiene él en sus manos allá que va directo al aro. Pero también es cierto que un segundo después de que eso ocurra sus cuatro compañeros estarán o bien a su altura o bien por delante. La velocidad es el principal combustible del juego y el movimiento del balón su motor.

    Un motor que se hacía complicado seguir.
    -Pero... ¿es que ya no se bota el balón?
    -Sí, pero sólo cuando es absolutamente necesario. Las piernas son más lentas que el balón, algo que tu época tardó demasiado en llevar a la práctica. Éste es un deporte de velocidad mental y el primer reflejo de ella es el pase.
    -Pero entonces mi Baloncesto, incluso el más rápido que yo he podido ver, se producía a cámara lenta. Esto es una locura, John
    –dije mientras el desenfreno proseguía desatado en la pista–. Muy perfecta, vale. Pero una locura al fin y al cabo. ¿Aquí no hay... táctica?
    John adoptó de súbito una postura más severa.
    -Naturalmente –replicó en seco–. ¿O crees que esto es fruto del caos? La táctica no es más que la civilización del juego. Pero si dispones de los jugadores más rápidos de todos los tiempos deberás adecuar la táctica a ellos y no al revés.

    Fue decir esto y una espléndida continuación de pase entre Kaffin y Hurt materializada por éste en bandeja y precedida por un doble bloqueo en la frontal acercó a los Sonics a tres puntos, 128 a 125. Con razonable escasez me expliqué mentalmente el Baloncesto de mi tiempo adecuado como tal a la propia naturaleza de los jugadores.
    -Es más –prosiguió–, no sólo la táctica deberá adecuarse a los jugadores. Llegado cierto punto, el Baloncesto mismo y su expresión de ley, el reglamento, habrán de hacerlo. ¡Observa!
    Me señaló entonces un punto sobre uno de los tableros, donde una especie de crono virtual de significado que temí familiar, discurría sin más acomodo que el aire en dígitos luminosos de trazo muy grueso cuyo número descendía al exacto ritmo de segundos mientras atacaba Chicago. Por lo elemental de su objetivo aquel misterioso gesto me hizo dudar. ¿Acaso pretendía John descubrime el reloj de posesión?