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Viaje al Año 2095 (y VI)

Última entrega del intrépido relato “Viaje al Año 2095” a cargo de G Vázquez, una personal introspección sobre el baloncesto del futuro sobre el que ilustra, en gráficos trazos, una serie de escenas y aspectos, quizá los más destacados a un hipotético ojo observador que situar en ese remoto punto del tiempo. En este último capítulo en el que tiene lugar el final del partido, se exponen los últimos grandes cambios que tienen por objeto al juego, con especial ateción a la posesión y el cuerpo de la canasta y sus elementos

Boyd acumulaba para entonces 36 de los 135 puntos de Chicago
© Boyd acumulaba para entonces 36 de los 135 puntos de Chicago
  
  • Viaje al Año 2095 (I)

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  • Aquel crono indicaba cuatro segundos cuando una forzadísima suspensión de Justin North desde unos seis metros y con dos hombres encima terminó rechazada por el aro cayendo el rebote a manos del mastodóntico Slater. Redoblaba John sus esfuerzos para que no apartase de allí la mirada cuando me sorprendió ver que el tiempo remontaba a 20 segundos en lugar de a los 24 que yo esperaba. De inmediato cruzó mi cabeza algún tipo de incógnita penalización anterior sobre Seattle para escamotear a su ataque nada menos que cuatro segundos. Con todo, mi incertidumbre se vio automáticamente declamada:
    -¿Veinte... segundos?
    -Sí, veinte son los segundos de cada posesión.
    Por extraño que pueda parecer, esta formidable revelación, que de saberla en un principio habría sido suficiente para precipitarme a una vorágine de objeciones, actuó sobre mí en ese momento de la velada con la mayor naturalidad. Desde mi llegada no había sido testigo de ninguna posesión agotada. Me pareció de una lógica abrumadora que para aquellas fabulosas velocidades fueran 20 los segundos donde transitar a gusto los jugadores. Incluso me parecía un tiempo generoso. Precisamente John acudió en mi ayuda explicándome que bien entrado el siglo, cuando el rasgo más descollante en la práctica totalidad de jugadores era la extrema velocidad de desplazamiento y el panorama táctico operó con arreglo a ella, acostumbraron a sobrar amplias porciones de tiempo a cada posesión. “Como en la vieja ABA”, me recordaría John. En un primer momento se resolvió una reducción de dos segundos en el reloj de ataque. Pero transcurridas dos décadas la posesión se ajustaría a una bonita cifra redonda, merced a la cual se inducía sobre el juego un inestimable apremio que haría del Baloncesto el deporte más reversible del mundo después del Tenis y sus derivados, allá donde cada “posesión” se esfuma al golpe a la bola.

    Con todo, me seguí preguntando si tan sólo el factor velocidad había determinado el destino de la posesión y qué relación habría de establecer el crono respecto al juego con el discurrir del siglo. En una de sus más sorprendentes intervenciones mi guía terminó por desvelar un curioso avatar que a punto estuvo de trastornar el Baloncesto para siempre y cuyo detonante arrancaba ya en mis días. Según me dijo, algunos de los más sórdidos episodios de especulación en el juego por culpa del marcador y la eterna necesidad de victoria no terminaron de desaparecer. Antes bien la segunda década de la centuria asistió incrédula a su imparable propagación, llegando a poner en serio peligro el Baloncesto como espectáculo de masas. Como triste colofón del proceso John aludió a un partido cuyo misérrimo resultado pareció haber liquidado de repente los beneficios de la más brillante invención de este juego desde su génesis: la posesión limitada y la obligación del tiro. Se desataron entonces arduas discusiones sobre qué se podía hacer para evitar aquella precipitación a los abismos. Una revolucionaria solución provendría curiosamente del otro lado del mundo. La Federación Asiática decidió unilateralmente suprimir el reloj de juego (manteniendo únicamente el de posesión). En su lugar los partidos se disputarían a 100 puntos y el final de los tres cuartos precedentes vendría dado por los 25, 50 y 75 puntos alcanzados. Durante un período inferior al lustro la puesta en práctica de aquella revolucionaria idea pareció desterrar para siempre del marcador toda inclinación especulativa, dado que la administración de la ventaja perdió de repente todo su valor. No era el tiempo sino la meta anotadora el verdadero y único juez en dictar sentencia. Entretanto, los dos grandes continentes se mantuvieron recelosos al tiempo que atentos a las evoluciones del modelo asiático a cuya rotunda eficacia resultaba imposible sustraerse. Sin embargo, precisamente cuando más cerca estuvieron sendos comités de proponer aquella solución final en sus competiciones, sobrevino el desastre: un crucial partido entre Pekín y Yakarta se dio por finalizado sin que ninguno de los dos equipos alcanzara los 90 puntos luego de disputarse ¡más de 6 horas de juego! No era difícil imaginar los motivos. Al parecer confluyeron en el partido los ingredientes todos para que aquello ocurriera: los dos equipos dispusieron su mejor repertorio defensivo y su peor jornada de ataque; anotar se convirtió en una odisea mientras los jugadores iban cayendo eliminados por faltas. Al final el agotamiento pudo con los seis supervivientes que quedaron en pista, algo que ya de por sí era irreglamentario. El ridículo fue absoluto y no fueron pocos los que pensaron que el destino había avisado en el momento justo.
    -Desde el mismo día de su nacimiento el Baloncesto –concluiría John– ha vivido momentos difíciles. De todos ellos consiguió siempre salir airoso. Es un deporte con unas facultades de autorregulación verdaderamente asombrosas.
    -¿Sabes? En mi tiempo no se veía con muy buenos ojos la intervención muscular. Se decía que el Baloncesto podía acabar encerrado en el gimnasio.
    -Lo sé, pero toda aquella poderosa física que tu época vio nacer sería más tarde liberada de un modo llamémosle diferente
    –apostilló sin dejar de mirar a pista, como si estuviera pensando en alto.

    No menos reseñables cambios se observaban en el tablero. Por lo pronto había sido notablemente achatado
    © No menos reseñables cambios se observaban en el tablero. Por lo pronto había sido notablemente achatado
    En efecto allá abajo el juego proseguía desatado. Muy a diferencia del small ball que conocemos, de cobertura básicamente exterior, la plena agitación del pase procedía en la práctica totalidad del espacio ofensivo y hacía protagonistas al completo de jugadores. La táctica posicional había sido, pues, suplantada por un shuffle definitivo. A ello se añadía que apenas había bote de balón y que lo más parecido al ritmo lento que pude ver consistía en secuencias de inversión de balón por medio de dos o tres hombres, de las que se servían para aguardar el movimiento maestro entre los jugadores sin balón. Me asombraba hasta lo indecible ver cómo aquellos colosos descendían su centro de gravedad como los bases de nuestro presente, hasta un punto que hacía de su posición y equilibrio algo inexpugnable. En aquel breve intervalo me atrajo poderosamente la atención la tremenda agresividad al momento de cargar el rebote ofensivo, al que se arrojaban como en simultánea embestida nunca menos de tres jugadores del equipo atacante. El fantástico despliegue de energías era junto a la presencia constante de lo imprevisible la imagen más primordial que acaso llevarse de aquel Baloncesto cuya concepción difícilmente alcanzamos a imaginar hoy.
    -Dudo mucho que haya en el mundo deportistas como ellos.
    -Dudas bien –agregó John con una sonrisa.

    Por motivos que quizá no vengan al caso, o seguramente porque hasta ese tramo final de mi viaje no me hube fijado debidamente, he aguardado hasta este preciso instante para hacer notar, si no el cambio más dramático, sí uno de los que mayor fascinación me produjeron. Trato de referirme al cuerpo principal de nuestro juego: la canasta. ¿Cómo habré de describir con justicia los insondables cambios que la afectaban? Empezaré por el más extraordinario de todos. La canasta del futuro carece de soporte físico tal y como siempre conocimos. Nada puede ver el ojo entre el suelo y el tablero porque nada material los une. Alguna prodigiosa fuerza de tipo electromagnético genera un campo gravitacional propio y allí en el aire se encuentra suspendida como por arte de magia. La canasta, esa flor mecánica que encorvaba para mostrar su rostro a pista había, digo bien, había perdido su tallo y uno asistía atónito a aquella imponente pieza flotante que parecía ejercer desde la altura un poder de atracción sin paralelo en el mundo.

    No menos reseñables cambios se observaban en el tablero. Por lo pronto había sido notablemente achatado. Su longitud era mayor preservando en cambio su altura, la medida de sus lados cortos. Las cuatro esquinas de lo que resultaba ahora un franco rectángulo habían sido redondeadas y el cuadro interior guardaba respecto al mayor una perfecta proporción, sólo que en este nuevo punto sus extremos excedían visiblemente el diámetro del aro. La transparencia del material cristalino de que parecía estar constituido era tal que de no ser por el anillo luminoso que lo circundaba me habría sido imposible calcular su espesor. Pese a ello estimo en no menos de 30 centímetros el fondo de su armazón, una dimensión suficiente, como supuse, para dotar a su figura de una robusta corpulencia que en caso contrario habría aparentado una como endeble y poco estética lámina en el vacío.

    Mencioné el aro de pasada y, sin embargo, no puedo dejar de subrayar el asombroso fenómeno que con él por motivo me dejó largo rato boquiabierto. El aro no estaba unido al tablero. Nada había entre uno y otro elementos. El soporte que hacía de cuello retráctil en nuestro presente también había desaparecido y en su lugar, reitero, no había sino aire y una distancia, según John me confió, exactamente similar a la que separaba el aro del tablero en nuestros días. El prodigio era el siguiente: el aro aparecía igualmente suspendido en el espacio y su circunferencia, de un blanco radiante como el neón, al no verse vinculada a soporte alguno, era semejante a lo largo de todo su recorrido, esto es, ya no engordaba en su mitad interior. De entre las muchas explicaciones que supliqué de mi acompañante destacaré dos: la primera, que el ensanchamiento del tablero proporcionaba sendos sectores de apoyo y creación, sectores donde operar el efecto del balón a cargo de manos portentosamente diestras, sectores que actuaban como regiones maestras y por cuya presencia habría suspirado en sus días el mismísimo Julius Erving. Y dos, que el soporte que unía aro y tablero era, como el anillo circundante de pista, de naturaleza invisible pero material, de tal modo que su rango de superficie era exactamente el mismo que conoció siempre el balón. Con todo, la percepción tornaba muy testaruda para aceptar aquel extraño divorcio entre aro y tablero sin que ello suponga negar a su disposición como un encantador acierto.

    El soporte que hacía de cuello retráctil en nuestro presente también había desaparecido
    © El soporte que hacía de cuello retráctil en nuestro presente también había desaparecido
    No obstante el enorme dramatismo de aquellos cambios, me veo obligado a asegurar que la innovación más sobresaliente de todas afectaba sin duda a la red, el elemento por el que más siglos parecían haber transcurrido. Ese elástico cuerpo mallado que pende de los aros y hacia el que la técnica mostróse siempre particularmente perezosa había superado con creces su estado embrionario y abandonado en buen modo su papel de bella durmiente. Despechadas, las increíbles redes que yo tenía delante hacían verdaderamente difícil establecer relación alguna con las que conocemos hoy. Ignoro de qué diabólico material estaban constituidas. Sólo haré notar que su radiante presencia luminosa y la viva fluorescencia de sus hebras, vertebradas en un indescifrable orbe de nervios, intermitían por alguna extraña razón que supuse obedecía a la proximidad del balón, momento en que aro y red adquirían igual cromático esplendor mudando así en una sola unidad o cuerpo que repeler o recibir el balón. Éste a su vez también se incendiaba de luz a medida que la parábola discurría en el aire y no hubo canasta que no aparentara serlo por algo distinto a una bola incandescente. Por ello lamento no haber incidido quizá lo suficiente en el portentoso juego de luces en que había dado la total escenografía del Baloncesto en aquel punto del tiempo. Pero soy consciente de que aun intentándolo no brindaría mi descripción la menor justicia al glorioso efecto conjunto. En cuanto apreté a John sobre la insondable apariencia de las redes enseguida me objetó que la forma era lo de menos, que era su fondo lo que de verdad encerraba el más elevado grado de perfección alcanzado por innovación alguna. John refirió el misterio de aquel avance a la sofisticadísima configuración interna de los bucles, que permitía hacer de cada recepción un ADN particular, una irrepetible huella dactilar que validaba el mayor número posible de parámetros físicos a la entrada del balón en tal quirúrgico grado que ninguna de ellas se asemejara en ultimísima instancia, pues la red discriminaba hasta lo posible las exclusivas características en la física de cada tiro, en la física de cada mano lanzadora. Quedé sobradamente impresionado por esta nueva revelación.

    Como de costumbre me despertó a la realidad otro de aquellos repentinos truenos. Y es que de pronto una gigantesca resonancia que proclamaba “Two-mi-nutes” hizo temblar la mismísima estructura del recinto. Contrariamente a mí, la multitud lo celebró y el murmullo general se vio notablemente agravado. Poco antes se había producido la entrada de algún jugador a pista, suceso que era anunciado por una extraña megafonía de igual ubicua procesión que la música que antes me maravillase, sólo que a distintas voces, todas ellas femeninas, pero de una entonación tan anodina e insólita que, pese a sugerirme el recuerdo de los aeropuertos, no parecía humana.
    Chicago aumentó la ventaja a tres puntos a falta de 1:46 tras otra fulminante acción del fantástico Devin Boyd, a quien libremente otorgué la condición de mejor jugador de pista antes de que John me corrigiese ligeramente. “Es el mejor jugador del mundo”. La pantalla me aclaró que Boyd acumulaba para entonces 36 de los 135 puntos de Chicago, circunstancia que me sorprendió menos que comprobar como una democrática anotación en los dos equipos, al menos en los titulares.
    -El reparto de puntos es la situación más común hoy en día –añadió mi guía.
    Tiempo y juego seguían transcurriendo a inusitada velocidad, lo que hacía imperdonable perder detalle. Una nueva triangulación de los Sonics tras doble pick&roll les situó a uno (136-135) a minuto y medio del término. Fue momento para otro tiempo muerto que apuntar a Chicago, cosa que aproveché para formular una de mis últimas preguntas.
    -¿Por qué hay tan pocas faltas? ¿Es sólo este partido?
    Se incendiaba de luz a medida que la parábola discurría en el aire y no hubo canasta que no aparentara serlo por algo distinto a una bola incandescente
    © Se incendiaba de luz a medida que la parábola discurría en el aire y no hubo canasta que no aparentara serlo por algo distinto a una bola incandescente
    -Hay faltas. Pero su número se ha visto muy reducido. Interviene una especie de sistema correctivo que me llevaría demasiado tiempo explicar pero mucho antes se trata de una consecuencia del juego. Para hacer posible este frenético tráfico de pases los atacantes, fíjate bien, desatan al momento de la recepción un movimiento fulminante que los aleja de sus pares. Ese movimiento se produce en décimas de segundo, que es el tiempo que el receptor tarda en volver a enviar la bola a otro compañero. Bajo esta dinámica generalizada la defensa se ha desprendido notablemente del contacto. Se defiende al hombre, de acuerdo, pero prioritariamente se defienden los espacios, tanto en la línea de pase como en la línea de tiro. Al reducirse las detenciones a la mínima expresión, también lo han hecho los contactos brutos, que los hay, por supuesto, pero por lo general tienen lugar en el momento de definir cerca del aro.

    -¿Y el trío arbitral? –pregunté con el solo propósito de extraer un comentario suyo que aclarase además por qué apenas pisaban la pista y su discurrir fuese tan sospechosamente periférico.
    -Dentro se los comerían. Ellos no son tan rápidos –ironizaba–. Aquí el papel de los árbitros tiene un sentido casi simbólico. Prácticamente toda señalización les es indicada simultáneamente a los tres mediante un dispositivo interno de audio. La supervisión más precisa de lo que ocurre no corre a cargo de ellos. Tan sólo indican de inmediato lo que previamente les ha sido indicado.
    Me abstuve de proseguir no tanto por la inminente reanudación del juego como por intuir en las palabras de John otro de aquellos sistemas de transmisión de información cuyos dominios me estaban vedados. Me bastó con la idea y así regresé aprisa a la acción.

    A causa de la enorme tensión, factor que al parecer el tiempo había respetado, ninguno de los dos equipos consiguió anotar en los siguientes 50 segundos, momento en que una inoportuna ayuda interior provocó que el gigantesco Moore cometiera falta sobre el más “pequeño” de los visitantes, Junior Kaffin. Al momento de los tiros libres fui presa de un nuevo estupor. El estadio entero quedó en tinieblas a excepción del sector de tiros libres. Encendióse una intensa franja de luz a los pies de Kaffin y éste, probablemente debido al atronador estruendo en su contra, erró el primero de ellos. Imposible describir la obscena espiral de sonidos que sucedió al fallo. Para el segundo, la media pista de ataque fue iluminada en su integridad ocupando los jugadores las seis referencias de rebote, tres a cada diagonal de la zona semicircular. Kaffin no dio lugar a la colisión anotando el segundo y sirviendo el empate a 136 a falta de 40 segundos por jugar.
    -Vaya, ¿qué más puedo pedir? –exclamé entusiasmado.
    Chicago apuró al límite la siguiente posesión y por primera vez asistí en un ataque a dos botes de balón seguidos a cargo de un mismo jugador, circunstancia obligada por la complicada salida de Burton de la secuencia de bloqueos tras la cual terminó anotando un soberbio triple de insobornable parábola. El anillo del triple, olvidé indicar, mantenía una proporción con el todo de tal forma que sus dimensiones también habían sido ligeramente aumentadas. Imagine el lector el volumen de la megafonía para que el anuncio de que Seattle había solicitado tiempo muerto surtiera instantáneo efecto en los jugadores.
    -Saldrá Floyd –me adelantó John.
    Al parecer Taddeus Floyd era el mejor tirador de que disponían los Sonics para ese tipo de situaciones y atravesaba además su estado de gracia. Hasta cuatro había solventado con éxito en el último mes y medio. Por la tremenda agitación del banquillo rival incluso parecía que el juego allí no se había detenido.
    -Vaya, veo entonces que los especialistas siguen vivos. Me pregunto si Seattle va a consumir la posesión o buscará un tiro rápido. John, ¿te das cuenta? Después de todo me pregunto las mismas cosas de siempre.
    -Cualquiera de ellos puede anotar el triple, pero Floyd es sin duda el mejor para ello –aclaró con su habitual serenidad–. Y naturalmente que te preguntas las mismas cosas de siempre. Por las respuestas que ofrece el juego para obtener la victoria en pocos segundos el tiempo, créeme, no ha transcurrido.

    Al reingreso de los jugadores en pista John me señaló a Floyd. Su estatura debía de oscilar entre los 2.20 y los 2.24. Me seguía resultando imposible observar como un “tirador” a quien superaba con creces los siete pies. Cuando el balón se puso en juego el ataque quedó inmediatamente fraccionado en dos partes. De un lado dos Sonics actuaban de postes altos reenviándose la bola cuantas veces fue preciso para que la batalla en el último tramo de pista quedara resuelta. Por fin comprendí que en la frecuencia del gesto residía la clave: el pase había suplantado al bote como respiración del juego. Floyd debía salir vivo de los bloqueos para el lanzamiento que Seattle optó por detonar hacia el final de la posesión. Un cambio de asignación fulminante hizo que uno de los postes altos pasara a intervenir en el juego de bloqueos saliendo al instante un compañero a cubrir el perímetro de pase. Este movimiento descolocó lo suficiente la defensa para que Floyd pudiese recibir en condiciones nada cómodas pero efectivas. En aquella gloriosa parábola viajaba la historia entera del juego y en el rebote de North el alivio de unos cuantos millones de almas. La falta fue inmediata y North anotó los dos tiros libres. 141-136. El ataque posterior de Seattle, visiblemente afectado, fue nefasto y Chicago consiguió preservar intacta su ventaja hasta el término. Creí entonces morir aplastado por la incendiaria reacción de la multitud y hasta me convencí de que el Coliseum se venía abajo.

    Automáticamente miré la hora de mi reloj y me llevé una desagradable sorpresa.
    -Dios mío, John, ¡debo irme! –dije asustado.
    Mi compañero me hizo un gesto como para que me detuviera.
    -Aguarda sentado. ¡Nosotros nos vamos!
    Fue decir esto y sin movernos del asiento ambos nos vimos súbitamente remontados por una especie de túnel que atravesaba el interior del graderío y a cuyo término los asientos efectuaron un plácido giro de 180 grados dejándonos ante un amplio corredor flanqueado por sendas cintas transportadoras que en un abrir y cerrar de ojos nos trasladaron hasta lo que parecía un vestíbulo que daba acceso al exterior. Consciente de que aquello era el final me dispuse a despedirme de John cuando otro ademán suyo parecía pedir que le acompañara.
    -John, yo...
    -Salgamos fuera. Será sólo un momento.
    Afuera aguardaba la noche, una noche agradable al dictamen de la estación. Una generosa iluminación permitía contemplar la vasta explanada que se abría ante nosotros más allá de la cual se divisaba un fascinante horizonte de luces y formas que sin duda pertenecían a la ciudad de Chicago. Me estremeció pensar lo cerca y lejos que estaba de ella. Seguíamos solos mientras la locura se desataba en el interior del estadio. Caminamos unos doscientos metros en torno del Coliseum hasta llegar a un promontorio presidido por una estatua resplandeciente que me resultó familiar.
    -¿Qué? ¿Te suena?
    Asentí infinitamente emocionado.
    -Pues que sepas que no lo han olvidado. Hay otras cuatro alrededor del estadio. Pero ésta es la única que representa a un jugador que conoces.
    -John, se me quedan tantas preguntas...
    -No te preocupes. Nada mejor que ir descubriendo uno mismo las respuestas. Ten por seguro que algún día llegarán.