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Leyendas del Playground (XIX)

Si alguien hizo grande la leyenda de la Rucker, ese fue, sin duda alguna, Earl 'The Goat' Manigault. Siendo muy niño su familia se trasladó al corazón de Harlem y allí asistió a los grandes encuentros disputados en el Amsterdam Park. Desde entonces, vivió por y para el baloncesto. En esta primera entrega, conoceremos sus primeros años de vida, su paso por el instituto donde comenzó su fama y su vuelta a casa tras un efímero paso por la Universidad

Earl 'The Goat' Manigault, leyenda entre leyendas
© Earl 'The Goat' Manigault, leyenda entre leyendas
  

Toda Edad de Oro en una competición no sólo tiene lugar por la presencia de los mejores. Sino por la automática atracción que ejercieron sobre el resto. La excelencia o superioridad de ciertas figuras, hoy legendarias, produjeron un impulso de adhesión que se extendía desde el juego a los ojos, de los protagonistas a los espectadores. De entre todos los genuinos hijos de la calle destacará eternamente una figura casi por encima de todas: Earl 'The Goat' Manigault. Las hazañas de aquel extraño fenómeno fueron admitidas en su lugar y época como algo sobrenatural y con seguridad lo seguirían siendo hoy en día. Rara vez ocurre pero en el curso de la historia surgen prodigios que parecen a salvo de las inexorables leyes de la evolución, de su ritmo lento y gradual, como si dieran un salto a la era que les tocó vivir. La frecuencia de zancada en Jesse Owens o Michael Johnson, o la excelencia dinámica en Nadia Comaneci o Greg Louganis materializan esos saltos sin que el presente logre aún igualarlos. Con Manigault puede ocurrir que su vuelo vertical siga siendo el más asombroso de todos los tiempos. Sólo que el mundo no pudo verlo.

El tiempo no ha hecho más que engrandecer su leyenda, hasta hacerla a menudo caer en la exageración por el encono en mantener viva la llama de su legado a través de sus testigos. Y de quienes no lo fueron. Para algunos, como Abdul-Jabbar, fue el mejor. Pero incluso de serlo cabría preguntarse en qué. Y conviene aquí el gran matiz: Manigault vivió de una sola actividad: el circo, su sentido más genuino, el más fabuloso quizá nunca visto entre dos aros. Pero el circo de principio a fin. Como si obedeciendo a una profunda exigencia de su organismo se entregara apasionadamente al ejercicio de una sola actividad espontánea. “The Goat was only 6-1, but like 'Jumpin' Jackie Jackson before him and 'Jumpin' Artie Green after, he made his name in the air”, acertaba en describirle el periodista Russ Bengtson. El aire. No el suelo.

Se ignora si realmente fue el jugador que más horas de calle entregó al baloncesto. Pero difícilmente hubo algún otro anónimo del asfalto cuyo baloncesto resultara más sensacional. Su biografía, en cambio, fue una tragedia. Y hasta en su grado abría también brecha con otros muchos hijos de la miseria.

Vino al mundo el verano del 44 en Charleston (Carolina del Sur) como el último de nueve hermanos en una familia abandonada al infortunio. Con apenas cinco años su madre, Mary Manigault, emigra al corazón neoyorquino del West Side, en la calle 99, donde se hacina toda una comunidad negra que no disfrutaba de mejores condiciones que los Manigault. O tal vez sí. Porque una triste chabola de madera será el cobijo a la familia durante años, un improvisado refugio sin apenas higiene en medio de la jungla. La madre estará ausente cada jornada metiendo horas a destajo en una lavandería por un puñado de pavos para poder alimentar a sus hijos, que gradualmente van desapareciendo absorbidos por el abismo de las calles.

Las primeras páginas en la vida del pequeño Earl trascurren en un marasmo inhabitable de drogas, violencia y crimen. Donde contempla en infantil silencio las luchas fratricidas entre bandas rivales y muchos de sus vecinos van cayendo como moscas. Otro escenario, también de lucha pero distinta, le marcará muy pronto: la Rucker, nacida en 1946 en tributo a Holcombe Rucker. Allí asiste con ocho años, en 1962, a uno de los partidos más legendarios en el todavía joven curso del torneo: el duelo entre Wilt Chamberlain y Connie Hawkins. Y sin embargo no es ninguno de ellos quien más le impresiona. Lo hará Jackie Jackson en cada uno de sus vuelos, que la gente parece celebrar más que ninguna otra cosa. Y aquéllo fue lo que Earl absorberá con más fuerza. Los saltos, lo que era posible hacer con ellos, la creación improvisada de acrobacias en pleno vuelo. Y sobre todo cuando al cabo supo que por alguna extraña razón saltaba muchísimo más que el resto. Incluso más que jugadores que le doblaban en edad. Con 13 años y midiendo 1.65 ya era capaz de hacer algo más que tocar el aro. Se ganaba el asombro de sus compañeros en el instituto Benjamin Franklin al poder machacar libros y balón simultáneamente. En la Public Athletic League se hizo una estrella promediando 24 puntos y 11 rebotes.

Allí además comienza a jugar con algo más de orden, madurando incluso su juego de ataque. Allí es donde recibe su bautizo. La pésima pronunciación de su apellido por parte de un maestro ('many-goat') le granjeará el sobrenombre que le acompañará para siempre ('The Goat', 'La Cabra'). Pero al mismo tiempo que era capaz de anotar 57 puntos en un partido y establecer la mejor marca en un Junior HS neoyorquino, inicia sus primeros escarceos con la droga, que prácticamente había visto desde que abriera los ojos. Por eso no le escandaliza. Y la marihuana será el primer motivo de su expulsión de la escuela.

Sin embargo consigue el diploma de estudios en el instituto Laurindburg de Carolina del Norte, donde a los 17 años continúa siendo una mezcla de jugador, feriante y amigo de la droga blanda. Pese a todo, su fama como gran jugador (allí promedia en un año los 31 puntos y 13 rebotes) se extiende como la pólvora y representantes de hasta un centenar de universidades le cortejan ofreciéndole becas un total de 75 para su ingreso como estudiantes. Indiana, Duke y North Carolina estaban entre ellas. Pero Manigault, en toda su humana ingenuidad, intuyendo que el peso de lo académico le superaba, elige la minúscula Johnson C. University por acoger únicamente a estudiantes de raza negra. Allí descubre por primera vez la rudeza de un entrenador, Bill McCullough, con quien cruzará una relación imposible que dura tan sólo seis meses. Transcurrido ese período escapa para regresar definitivamente a Harlem, al 'guetto', su líquido elemento.

En adelante y sin estudios toda su existencia girará en torno al baloncesto, allá donde entiende que su indigencia podía ser combatida, como la única forma de ganarse la vida. Para ello disputaba todos los partidos posibles, incansablemente, llegando a apurar jornadas de hasta 20 horas sin descanso. Cientos, miles de partidos anónimos que hacían de innumerables rincones en Harlem y el Upper West un carnaval interminable de aros que nunca se deshacen. Es allí, a finales de los años sesenta, donde la fama de Manigault alcanza su máximo esplendor. Sus acciones no tenían parangón y es seguido por multitudes para verle jugar. En uno de aquellos partidos un jovencito de Roosevelt llamado Julius Erving le abordó de pura admiración para decirle: “Dios, es verdad todo lo que había oído sobre ti”.

(Continúa en la próxima entrega)