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Dominios (4): Jordan (1994-1998)

G Vázquez sigue deleitándonos con su serie sobre los dominios en la NBA. En esta ocasión nos trae el tercer capítulo sobre Michael Jordan, el único jugador exterior que ha sido capaz de someter a la NBA. En este tercer y último episodio sobre MJ, G nos cuenta el regreso del jugador a las canchas y su posterior dominio, consiguiendo otro nuevo threepeat que le convirtió en una auténtica leyenda

Michael Jordan regresó al baloncesto para seguir dominando a su antojo la NBA
© Michael Jordan regresó al baloncesto para seguir dominando a su antojo la NBA
  

De todos es conocido el desafío de la estrella por jugar al béisbol, la aventura de quien se sabe poseedor de un poder inagotable. Hizo aquello como hubiera hecho lo que le viniese en gana, porque la fortuna vital de quien ocupa socialmente un lugar en el cielo, bien lejos de los mortales, convierte al globo en un vasto terreno de capricho y juego, todo hay que decirlo, de escasa duración. Dos cuestiones 'una genética otra psicológica- merecen atención de aquel período que no llega a los veinte meses

Un estudio realizado en 1994 por David Orth, el especialista en medicina deportiva que compartían Bulls y Sox, sometió a los jugadores a diversos ensayos psicotécnicos cuyo desenlace dará un nuevo motivo que añadir a aquella primera ventaja en el plano físico con que abríamos esta serie de Jordan. En una estancia oscura cuarenta ojos fueron sometidos a destellos luminosos de variable intensidad, frecuencia y posición. Se registraban entre otras el tiempo de reacción, la resistencia retiniana, el vector visual y la frecuencia cardíaca. Pues bien, ¿motivación genética o volumen de experiencia?, porque Jordan arrasó en la práctica totalidad de pruebas revelando una asombrosa relajación y destreza. Su física interna, como vemos, parecía escapar igualmente a la media.

Pero bien entrada la rutina del béisbol donde no era más que un espectro de feria, la poderosa ley del hábito prende con fuerza en la psique de nuestro hombre. En insoportables eternidades de banquillo, un mundo desconocido para él, las cámaras capturan a Jordan en arrebatos solidarios consigo mismo: estruja la toalla como un balón que arroja al aire como un tiro a canasta. Y es que no se puede saciar de pura adicción la sustancia vital de que estás hecho durante veinte años, sin padecer una gravísima dependencia al perder aquel estimulante que te proporcionó casi a diario orgías de placer y sentido. 'Llegué a echar de menos la sensación de dominio pleno que me hacía vivir una cancha de baloncesto'. El calor de la masa y la voluntad de poder le devuelven de nuevo a un hogar... que nunca debió abandonar.

Y la aventura tocó a su fin. Y Jordan, quien había dicho anteriormente: 'Empecé a hacer cosas que me apetecía hacer, no que tuviera la obligación de hacer', no encuentra ni sólida diversión ni íntimo sentido a sus desvaríos de poder, cosa que arregla con una sentencia más ajustada: 'Probé aquello por respeto a mi padre, porque él quería que lo hiciese al retirarme. Fue una experiencia terapéutica y creo que si no lo hubiera hecho, jamás hubiera podido regresar al baloncesto'.

Pero la sustancia física que vuelve a la NBA en marzo del 95 ha sufrido un trastorno notable que no escapa a simple vista: su masa muscular aparece entonces dilatada por un deporte que no le requiere una estilización tan concentrada en ningún tercio del cuerpo. Pronto queda claro que no ha ganado para su arte nada que no sea un perjuicio tan ligero, tan oculto aún por su denominador técnico común, que el bocinazo a Atlanta y los 55 puntos del Madison, suponen un engaño real, un residuo de su excedente, que su prueba definitiva en Orlando se encarga de desnudar crudamente. Con 90 a 91 visitante a 18'' de la bocina, Jordan atraviesa en pocos metros el más bajo nivel íntimo de juego de toda su vida. Aquel desolado reverso abierto a Anderson y sobre todo, superada la medular, el bote largo, anormal, ajeno, que para colmo profana con una fugaz mirada a su propio bote es el de otro jugador que no es ni remotamente Michael Jordan. Y la sentencia llegaría segundos después, en que por neta inseguridad, cede el balón 'esto es ya suficiente- en un extravío mental del juego gravísimo, sin armonía con nada ni con nadie. 'Mi nivel de juego no era tan alto como la gente pensaba. Para mí fue una gran decepción. Sentado en los vestuarios 'no habló con nadie, nadie habló con él; de nuevo la idea de soledad- me hice la promesa a mí mismo de que al año siguiente estaría listo para jugar'.

Aquel verano acude a Los Angeles a rodar 'Space Jam', pero exige a la Warner la construcción inmediata de un pabellón de baloncesto de exclusivo uso personal. La gigantesca productora convierte uno de sus estudios en el L.A. Burbank, adonde acuden por invitación 'paga viajes y estancia a todos- profesionales de toda fauna. Jordan rueda y entrena, rueda y entrena, y los partidos se prolongan hasta altas horas de la noche, tras los cuales, Michael solicita puerta cerrada para él porque sin apenas tiempo de soledad la desea a toda costa y no hay noche que no sucumba antes de las cinco de la mañana. 'Llegué a olvidar las escaleras, los diferentes niveles del éxito hasta llegar a la cima. Corrí hacia mi estado ideal como nunca antes lo había hecho -aquel verano nuestro hombre no tiene vacaciones-. Mediado el mes de septiembre me di cuenta de que estaba listo cuando al estar con el balón fuera, penetraba mentalmente por el hueco y sin darme cuenta lo estaba haciendo de cuerpo entero hasta lograr la canasta'. Hardaway o Kidd, testigos con él aquel verano, pertenecían además a esa nueva generación de jóvenes que Jordan anhelaba derrotar porque, en realidad, nunca soportó la arrogancia de la nueva savia, cuyos contratos caían por nombre sin apenas sufrimiento.

Y por fin llega el regreso en rigor, y lo hace junto a uno de los más poderosos conjuntos de todos los tiempos. Este equipo, diferente al que había conocido, de menor ritmo pero de potencial superior, logrará con él, quien lo iba a decir, otros tres anillos más que se suceden deprisa, como si el retorno fuera un exprimir al máximo todo. Y así fue. Sin perder flujo anotador, el modelo Jordan de aquel último período representa sin duda el de mayor interés deportivo.

Su enorme experiencia, el peso de la edad, le evitan cualquier despilfarro; los fogonazos de galería, sin desaparecer, se pagan en aquel período carísimos. Su intuición dinámica en el fluir de los ataques es tan grande entonces que la sincronía con el equipo no es ya fruto de la puntualidad en la jugada, si no del flujo constante en una simetría uniforme, hermosamente tibia, como el solo de violín en el último curso de una sinfonía. Siempre pudo montar el tiro con defensores encima y sin perder esa propiedad descubre en el decurso de los ataques una serie de intermedios vacíos donde seleccionar suavemente numerosas suspensiones inertes, sin derroches, ni en el tiro ni en defensa, donde concentra los residuos todavía vivos de su físico superior. El instinto asesino queda en apariencia sepultado por aquel fino bullir de puro virtuosismo de conocimientos, lo que da en una manipulación, en suma, del juego a su entero gusto.

Podríamos entender, permítaseme la disección, aquel primer período descosido en la primera entrega, como la respuesta a una pulsión física (despliegue muscular no cerebral), un grado inferior a la escala que sobrevendrá en su segundo ensayo, la pulsión mental (cobertura de intuición de menor influjo muscular). Pero la suma de ambas en el nuevo estadio que sucede a aquel modelo de jugador, supone con la experiencia kilométrica recorrida como motor, el más alto grado, el más elevado y poderoso impulso vital que puede brindar el lenguaje de este juego, alcanzado históricamente, como el genio, rarísima vez: la pulsión de juego, la sabiduría, el desarrollo sostenido del más extenso entendimiento táctico posible en el baloncesto, la optimización de los recursos de que se vale un jugador para penetrar a la honda esencia colectiva, el dominio en estado puro.

La armonía de todas sus virtudes previas se combinan finamente en este dulce período de tres años, donde su juego bucea por fin en un vasto océano de prosa en último término ética, porque por fin Jordan accede limpiamente a la arquitectura gregaria del baloncesto.

De aquella primera pulsión sobrevive en sus cientos de maniobras divinas de viva suspensión. Aprovecha su celeridad para anotar en medio del espesor general 19 puntos en seis minutos a Vancouver, doce de ellos de forma consecutiva para aplastar la posible duda por la derrota. Los intensísimos 48 a los Clippers agonizando su carrera o aquella última fiesta en el Madison en que calza simbólicamente sus Air Jordan One para evacuar a chorro todo su repertorio posible, son ejemplos vivos de sintonía en comunión con cualquiera de sus fases vitales deportivas previas.

De aquella segunda pulsión, continuando el detalle, sobrevive como nunca en el quinto partido de las series del 97, donde aquella infección estomacal de alta fiebre quebranta gravemente su aportación física para inflamar lo más hondo de la reserva mental como nunca antes pudiera despertar ni él ni nadie. 'Hubiera muerto por un partido de baloncesto, juro que hubiera muerto de haber hecho falta. Eso es lo que sentí entonces'. El registro anotador (38) de aquella noche, recordemos, en unas Finales, sólo puede producirse en quien ha experimentado con frecuencia un aislamiento brutal al estímulo hostil del que parece escapar en intimidad. 'El dolor es sólo un inconveniente, nunca un obstáculo'.

Y por supuesto, de la pulsión de juego, ese terreno remoto a la corriente íntima del jugador medio, queda aquel broche dorado de escasos segundos que cierran en rigor su carrera, los suficientes para la definición terminal en la urgencia de reacción de la que parece vivir este juego en sus últimas consecuencias.

Aquella secuencia prodigiosa tiene lugar en el espacio personal más exclusivo de la historia de este deporte. Nunca, ni en los 100 puntos de Chamberlain ni en la física abominable de O'Neal frente a un niño, asistió el baloncesto a un desequilibrio tan grande entre la definición individual de quien posee el balón 'y todo lo demás con él- y el precepto colectivo del juego, diez en la pista, para decantar la balanza a un solo lado.

Aunque en apariencia todo se resuelva con natural fluir, son los instantes de mayor sadismo concentrado en muchos años. ¿4 puntos y un robo? No, el genocidio colectivo por parte de una sola pieza que decide detener el tiempo y la contribución del resto para acceder él a un estado ideal con el que siempre soñó, el poder absoluto.

Alumbré en esta serie de artículos una impopular variable que en la relación de quien usa y dispone de lo meramente suyo para imponerse, mayor diferencia marcara sobre el resto, mayor en definitiva fuese el dominio ejercido como tiranía sobre quienes, con el resto de sus recursos, nada pueden hacer por evitar el impacto del dominador. Pues bien, Jordan representa sin duda la más alta diferencia en la escala, al escapar además del espacio interior que tomaron los gigantes como fortaleza exclusiva de su poder. Jordan, a diferencia de ellos, se derrama espacialmente para su libre ejercicio.

En el punto final de su carrera, en aquel prodigio mil veces visto, vienen a sumarse de golpe todas la virtudes previas, el perfil definitivo de ese jugador divino, dentro del que todas las pulsiones deportivas posibles, técnicas, mentales, físicas y estéticas, se confunden en una sola, en la sublimación última que en rigor puede permitir la actividad individual de este juego.

Jordan suma otra trilogía, otra, y con cierta perspectiva temporal de que puede valerse hoy día ya el analista, cabe intuir la posibilidad de que nada ni nadie hubiera podido con aquel equipo presidido por él de 1991 a 1998, salvo en la ausencia que voluntaria y libremente él mismo decidió.

A medida que transcurrió su carrera, en el abandono ya de la pulsión física, Michael Jordan insulta gravemente el legado último de West, de Havlicek o Bird en la fría mano calculadora que bate el último instante de balón para decidir un partido. Jordan consigue convertir esta circunstancia, la de mayor dificultad en precisión, en una minucia por la descomunal cantidad de ocasiones en que vence a todos con una sola canasta, la última de partido, el apuro del crono, la medida esencial de este juego, el espacio último donde se definen juntas todas las pulsiones.

Siempre habrá una imagen que perdure en la retina como monumento turístico de quien pretenda viajar a la superficie biográfica del mito, el bombín y bastón de Chaplin, la falda al aire de Marilyn o el ardor de vida en la mirada de Picasso. La de Jordan es bien sencilla, y aunque el marketing decidiera abrir su silueta al aire en un vuelo frontal, su legado petrificado es ese cuerpo en pura tensión al aire, deslizado lateral a la cópula del aro en que la lengua afuera no supone otra cosa que el íntimo acto reflejo del instinto que trata de vomitar un impulso interior de arraigo salvaje... el animal que se hace hombre a través del deporte.

Me vais a permitir un último extravío personal, muy personal, porque ahora mismo, según caen estas palabras, el dulce piano de Chopin baña la estancia y el Jordan más elegante, a mi derecha, colma la pantalla con imágenes deslizadas muy lentamente, todas ellas en el aire, en la envoltura sublime que siempre le recogió. Es hermoso. Y quizá por ello no pueda entender la última expresión estética de este diseño deportivo como algo que no sea un seductor derramamiento del Absoluto, el grado más cercano a la perfección que haya podido ofrecer hasta ahora el inmenso océano del deporte.

Concluiré esta última entrega rescatando la descripción literal de uno de sus prodigios, con el fin de comprobar, a pesar de todo lo dicho, la absoluta imposibilidad de descifrar el profundo mecanismo de su dominio. Pertenece, quienes lo recordéis, a aquella serie de acciones inverosímiles que dieron en 25 milagros entre los que incluí tan sólo uno suyo, uno sólo, acaecido en Dallas hace precisamente diez años:

'No, no hemos olvidado al más grande, Michael Jordan. Acreedor a cuantas listas de este tipo quepa imaginar, sus cientos de maniobras divinas tuvieron no obstante un origen estrictamente íntimo, y creo por ello favorecer su legado si le alejamos en lo posible de la idea, siempre errante, de fortuna. Pero igualmente me veo obligado a incluir una, y en la libertad que me permito, incluyo una sola, ésta, de carácter sagrado, y a la que incliné siempre altas dosis de devoción..

Chicago dispone su ataque cuando Michael porta ligero el balón al ala izquierda de la media pista. Pippen ha corrido al interior por el otro lado y levanta su mano pidiendo el alley oop. Pero Michael ha disparado su mirada al hierro y entra de pleno en esa corriente exclusiva en que ninguna presencia puede suponerle traba, desistiendo del resto cuando Dallas ha rematado sólidamente su trinchera.

Se inclina por el peligroso atolladero interior y suprime el bote para colmo en lo alto del triple. Cuando el aire le da acceso, está literalmente estrujado entre Blackman y Williams sobre el tiro libre. Difícil gestión la que ahora nos toca por igual:

Como para salvar el balón, se sitúa de lado separándolo hacia afuera con su mano diestra, pero supone ésta una maniobra raquítica para tirar los brazos defensores a la bola cuando, de puro reflejo, dibuja un agilísimo arco interior que la cuela entre ambos; pese a ello la suspensión toca a su fin y aunque ya más cerca Jordan del aro que ellos, el balón no cobra un punto de salida favorable, más bien al contrario, separado todavía del cuerpo, frágilmente tendido sobre la palma de la mano y sin remedio aparente. En esa blasfemia de postura, de oblicuo ahogo, como a dos metros de un aro ya pasado, rígido él para no hacer caer la porcelana, deprimida en la honda espesura, ejecuta una remota sublimación digna solamente de una genética superior, muy superior: los versados en fisioterapia saben de la extrema dificultad de aislar la acción exclusiva de un solo músculo.

Jordan acaricia el suelo cuando los tendones de su antebrazo actúan de último resorte, como el abrir un abanico, para sacar a flote el cuero, hechizado en el impulso de un modo insólito, con un retroceso de oscilante abandono, de puro suspense. La bola, que nadie entiende cómo ha podido siquiera ser impulsada, besa la tabla y suavemente caracolea con el anillo para terminar deslizándose dulcemente por la red.

Imaginad ahora una reacción similar a un gol local en la vieja Europa, con la televisión sin esperas a más y más tomas de histeria: '¡Look at, look at this one'!', y al mismísimo Levingston empujando a todo el banquillo y hasta el gélido Hansen levantando al cielo su brazo... Por cierto, al pobre Herb Williams, pegado a Zeus durante la ejecución, se le escapó la visión del prodigio al sucumbir hipnotizado a la primera peripecia como el inadvertido reacciona ante el fogonazo de un relámpago'.

Gonzalo Vázquez
ACB.COM