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Viaje al Año 2095 (III)

Tercera entrega de la introspección futurista “Viaje al Año 2095” a cargo de G Vázquez, relato que sitúa a un observador en un partido de Baloncesto en ese remoto punto del tiempo. En este capítulo el protagonista es sincero testigo de algunos de los cambios y fenómenos más sorprendentes que inevitablemente acompañarán al Baloncesto como espectáculo de masas y que seguirán teniendo al espectador como su principal consumidor. En esta entrega, última antes de adentrarse de pleno en la naturaleza del juego y los jugadores, el protagonista experimenta con nítida crudeza el papel de ese asombrado público que sería el espectador de hoy trasladado noventa años en el futuro

© "Observé con perplejidad cómo buena parte del público se colocaba una especie de extrañas gafas"
  
  • Viaje al Año 2095 (I)

  • Viaje al Año 2095 (II)


  • La ensordecedora acústica que indicaba el final del cuarto dio paso a una frenética y cegadora coreografía de luces y destellos que fue seguida por la representación más impresionante de que nunca volveré a ser testigo. Una serie de figuras que ampliaba en varios metros el tamaño de los jugadores y que me atrevo a referir como holografías de tan nítida perfección como las cosas y objetos que vemos y tocamos, se levantaban majestuosamente sobre la pista para inmenso regocijo de los miles de ojos allí reunidos. Sin duda estaba asistiendo al monstruoso equivalente de nuestras repeticiones de pantalla. Una tras otra se sucedieron a una velocidad que parecía obedecer a la contundencia de la acción representada. Así al turno de los jugadores de Chicago la multitud enloquecía a un grado intolerable. El último de aquellos gigantescos simulacros se desvaneció lentamente hasta quedar durante un instante el recinto en completas tinieblas.

    Cuando volvió la luz los jugadores habían desaparecido de la pista sin dejar rastro. Aquella sorprendente circunstancia añadía una intriga que me hizo sentir nuevamente extraño. En mi época el público no sólo cobra importancia en las masivas celebraciones y reproches que tienen al juego por motivo, sino también, y de una forma como más personal, cuando no hay juego, esto es, en los descansos. Me encontraba en uno de ellos, el primero de que fui partícipe y seguramente el último del partido a excepción de los tiempos muertos, si es que para entonces continuaban existiendo.

    -Sí, de 20 y de 100 segundos –precisó mi acompañante–. Sólo que ahora no se permite solicitar largos más que en los dos últimos minutos de cada cuarto. Dos tan sólo por equipo y uno corto por cuarto. Es una forma de agilizar el ritmo, una cortesía al espectador y una advertencia a los cuerpos técnicos de todo el mundo para que acudan a la cita con los deberes bien hechos, con el rodaje finalizado, casi a la manera del cine, privando de una intervención excesiva o dejándola en manos de los jugadores.

    Como debía ser, pensé. John no mencionó la palabra “entrenador”. Se valió en su lugar de una expresión más genérica. “Cuerpos técnicos de todo el mundo”, había redundado. No le di mayor importancia.
    -¿Y los obligatorios?
    -Ya no hay mandatories, salvo que el partido discurra a una velocidad mayor de la prevista.
    -¿Ni siquiera la Televisión?
    -¿La Televisión? No, amigo mío
    –repuso con afectada benevolencia–. Aquí esa expresión produce igual efecto que el magnetófono en tu época.
    Así aquel término se me antojó de pronto primitivo y como fuera de sitio.
    -¿Es así en todo el planeta?
    -Sí. Hace tiempo que el reglamento es por fin universal.
    -Vaya
    –me sorprendí, al tiempo que me preguntaba cuál de los dos Baloncestos habría ejercido mayor influjo sobre el otro para la unificación del reglamento, dónde la inundación procedente del otro lado habría sido mayor, quién habría llevado la iniciativa y si llegado ese patrón único proseguía viva la pujanza de cada identidad continental. Si en definitiva el juego habría preservado su biodiversidad o si, por el contrario, todo habría quedado definitivamente laminado.

    Dije sentirme extraño y así fue. El repentino vacío de la pista influyó de un modo desconcertante en mi ánimo, invadido por una extraña sensación premonitoria que no se ajustaba a la presunta serenidad de un descanso. Así como el inseguro anfitrión se siente observado cuando los invitados callan, me sentí yo ganando una incómoda presencia al quedar desviada de la pista la atención de los presentes. Pero lejos estaba yo de ser diana de nadie. Lo que en realidad me acentuó el desasosiego, ahora que no había juego, fue saberme otra vez a expensas de los acontecimientos, expuesto al asalto de algún nuevo fenómeno que sin duda vendría a alterarme los nervios. Resulta muy difícil poder transmitir, aun con remota fidelidad, la impensable magnitud de todos aquellos efectos que incesantemente estallaban dentro del recinto, haciendo del espectáculo un verdadero desafío a los sentidos, a unos sentidos absolutamente inhabituados a fuerzas de semejante calibre. Si la más sofisticada vanguardia del montaje actual es capaz de asombrar al más impasible de los hombres, remonte el lector su imaginación noventa años adelante para tratar de concebir qué inusitado grado de sensacionalismo no habría de alcanzar toda aquella colosal ingeniería virtual cuyo propósito no podía ser otro que la máxima fascinación de las masas, una ingeniería por momentos confieso que verdaderamente aterradora.

    No tardé en comprobar que mis sospechas no eran infundadas. A los pocos segundos de finalizar el cuarto observé con perplejidad cómo buena parte del público se colocaba una especie de extrañas gafas. Advierto que los minutos posteriores a aquel misterioso descubrimiento fueron sin duda los peores y más desagradables de mi increíble experiencia.

    -¿Estás preparado?
    -¿Para... qué?

    Su enigmática sonrisa me terminó de quebrar.
    -Para este descanso. Puedes disfrutar si quieres de algo más que el Baloncesto. ¿No rellenaban estos descansos en tu época con, digamos, otro tipo de cosas?
    -Sí.
    -Pues aquí también.


    John pasó su mano por algún recóndito punto de la butaca y acto seguido unas gafas se materializaron allá donde antes lo hiciera la pantalla, sólo que esta vez el objeto era compacto y real.
    -Anda, póntelas.
    A ello me dispuse cuando John me hizo una última advertencia.
    -Escucha: no temas nada de lo que veas. ¿De acuerdo?
    -De... acuerdo
    –respondí como un autómata.

    Tomé las gafas con cuidado. Eran increíblemente ligeras, juraría que blandas, carecían de patillas y sus cristales, negros como el ébano, eran de un brillo tan cerrado que parecía imposible que a su través pudiera verse algo. Procedí a colocármelas cuando, a un palmo de los ojos, juro que las gafas obraron por sí solas. Algún tipo de inexplicable magnetismo las adhirió con fuerza a mi rostro y a él quedaron perfectamente ajustadas, como una segunda piel. Me envaré asustado como un resorte y dejé de ver y escuchar nada. El exterior me había desaparecido y una profunda negrura de silencio se cernió sobre mí. Nada alcanzaba a comprender cuando, de repente y a completa traición, me vi arrojado hacia delante con tal fuerza que un vértigo para el que no cabe nombre se apoderó de mí. En un segundo fui presa del pánico. Estaba siendo transportado a inimaginable velocidad por entre una especie de gigantesco túnel cuyas paredes arrojaban un vertiginoso desfile de imágenes de tal deslumbrante intensidad que se hacían completamente indescifrables. La dirección del túnel rompía en sucesivas y sinuosas encrucijadas que quedaban atrás a la velocidad del rayo. Las imágenes dieron paso a extrañas escenas y grotescas representaciones que se sucedían a la altura de mi viaje, como valiéndose de la velocidad para reproducirse. Acompañando al desfile, y como intercediendo en las escenas que se me precipitaban a igual diabólico ritmo que yo sobre ellas, pude escuchar con la débil claridad que permitía mi situación una informe retahíla de voces, melodías y mensajes de corta duración, como mutilados y a la vez sensuales y agresivos. En el curso de esta abrumadora experiencia la sola idea de pensar se antojaba imposible y en pleno acceso de pánico me sobrevino la repentina revelación de que todo aquello no podía ser otra cosa que lo que nuestra época conoce por publicidad. Si en efecto lo era, sus métodos habían llegado demasiado lejos. Fuera lo que fuese me vi incapacitado para continuar y no pude más que gritar. Lo hice con todas mis fuerzas.
    -¡No puedo, John! ¡No puedo! –me aterró la idea de haberme sumergido a una profundidad tal que John no pudiera escucharme– ¡Para esto, por favor! ¡Basta! ¡Páralo!

    © "Los diez jugadores formaron dentro de aquel sector circular"
    Acto seguido se hizo la luz. Las gafas se habían desprendido del rostro con total naturalidad. Respiré con enorme alivio al tiempo que fui objeto de una incómoda mirada. Provenía del individuo que estaba sentado a mi izquierda. Un hombre cuya edad no pude determinar me observaba extrañado. Sin duda mi histeria le había llamado la atención. Durante unos instantes que se me antojaron eternos sostuvimos la mirada en silencio. No puedo decir que aquel encuentro fuera agradable. Aún hoy no he podido olvidar aquellos ojos glaciales que me atravesaban. Me parecieron enormes, de un negro intenso que los hacía opacos y juraría que los separaba una distancia anormal. La boca era rígida y fina como un surco, igual que la nariz, tan pequeña y delgada que parecía una incrustación. Aquel hombre, completamente calvo, no tenía labios o no era yo capaz de distinguirlos, y tampoco lo fui con las cejas y pestañas. No había en aquella cruda tez de rasgos angulares el menor atisbo de vello y nada hacía intuir su presencia en el resto del cuerpo, ataviado con un ropaje tan audaz como extraño. Nos separaban apenas dos palmos. Pero todo un siglo de civilización. Así la cercana visión de aquel rostro inexpresivo de piel brillante y pulida como el plástico me hizo estremecer. Supe que estaba ante un hombre del futuro y la fuerte impresión causada me precipitó a tal hechizo que cuando John tomó mi brazo para devolverme a la realidad sufrí un violento sobresalto.

    -Disculpa. He sido muy torpe. Pensé que...
    -No, John, tú no tienes la culpa
    –dominado ahora por una repentina lucidez–. Soy yo. ¿No te das cuenta? Me avergüenza reconocer que no estoy preparado para algo así. Seguramente para nada de esto...
    -Sí, sí que lo estás. Tan sólo careces de ciertas áreas de información. Tu cerebro se ha constituido en un entorno diferente. Te has presentado aquí con el filtro de tu tiempo. Y así se complica la digestión. Es normal. Si al poco de inventar el Baloncesto Naismith hubiese sido trasladado a tu tiempo y situado como tú lo estás ahora en un graderío de cualquier estadio en plenas Finales NBA, no te quepa duda, harían falta enormes esfuerzos para tratar de convencerle de que aquello que contemplaba era en realidad el producto de su creación.


    Mientras pronunciaba estas palabras advertí que la experiencia virtual no me había abandonado del todo. Escuchaba una especie de melodía embriagadora cuyo origen no fui capaz de situar. No era exterior. Bien al contrario el sonido parecía brotar de mi interior y asocié el fenómeno a algún efecto residual que me persistiera. Por este motivo tenía la mirada absorta en John, con esa lunática expresión de quien mira sin ver. La música no me dejaba hablar y mi compañero lo advirtió rápidamente. Entretanto se sucedían a ritmo frenético sobre la pista las holografías gigantes y todo su abrumador realismo.
    -No ocurre nada. Lo que escuchas es lo mismo que escuchan todos los demás. Bueno, al menos todos aquellos que evitan las promos y prefieren relajarse en este último descanso. No es más que música. La música que resuena en todo el estadio.
    Y verdaderamente celestial, habría añadido yo.
    -Pero... ¿por qué la escucho así?
    -¿Cómo así?
    -Juraría que brota de mis entrañas. La escucho desde dentro, John. No me llega desde afuera sino al contrario. Ahora mismo, según te hablo, tengo la sensación de que... produzco música.

    John asintió con una sonrisa.
    -Y dime, ¿no te resulta asombroso? Pues has de saber que ellos no conciben la experiencia musical de otro modo.

    Quedé sobrecogido por aquel sublime fenómeno. Pero me siguió pareciendo imposible. Hasta lo que yo conocía, liberar el sentido auditivo desde el interior, invertir su procedencia, equivaldría a escuchar el tañido del corazón o el crujir de los huesos, o que viéramos al mirar las pequeñas venas que alimentan la retina de los ojos. Si el cerebro impedía que esto se produjera, ¿cómo era posible discriminar a placer?
    -Lo es –se apresuró John a responder como si leyera la secuencia exacta de mis pensamientos–. Y no preguntes más. Va a empezar el cuarto.
    Al poco la música se apagó del todo.

    Aún pensativo dirigí la mirada a la pista. Allá estaban de nuevo los jugadores. Diez, conté para mi consuelo. Me prometí prestar en ese último cuarto la mayor atención. No estaba dispuesto a que la experiencia se me esfumara sin penetrar a lo más recóndito de aquel Baloncesto del futuro. Formaban los jugadores en torno al centro cuando la pista alcanzó un inusitado grado de luminosidad al que se añadió otro espantoso rugido. Literalmente la superficie se encendió hasta la incandescencia, irradiando un blanco fluorescente tan intenso que los jugadores quedaron fugazmente convertidos en sombras. La escena era grandiosa.

    -¿Por qué forman en el centro?
    Temía la respuesta.
    -Hay salto en cada inicio de cuarto.

    A continuación pude apreciar cómo se definían nítidamente dos círculos concéntricos en el corazón de la pista. Los diez jugadores formaron dentro de aquel sector circular y adoptaron la familiar posición de alerta. De un momento a otro iba a tener lugar el saque. Pero... allí no había balón ni árbitro alguno.
    -John...
    De pronto un balón salió disparado desde el mismísimo centro de la pista en una vertical perfecta que alcanzó una altura próxima a los cinco metros. Al suceso acompañó el certero estruendo de una explosión. Los dos equipos aguardaron en colisión su caída y en un abrir y cerrar de ojos Seattle se hizo con él. Sobra añadir la fabulosa impresión que me causó aquel insólito modelo de saque.

    Las primeras evoluciones del juego me dejaron absolutamente hipnotizado. Me bastaron apenas tres acciones de ataque para comprobar el porqué de la aparente simpleza gráfica de la pista. El prodigioso efecto de aquella sencillez que en un principio se me antojó inexplicable respondía al fenómeno siguiente: cuando un equipo atacaba, cuando irrumpía gradual o vertiginosamente en campo contrario, le ganaba a uno la poderosa sensación de que acompañaba a las carreras una hermosa invasión del espacio rival, una conquista de vacíos que cobraba fuerza y sentido en tanto se materializaban las líneas ocultas. Seguramente el lector resultará incrédulo, pero habrá de creerme si digo que la impresión originada por el marcado contraste entre el universo que envolvía a aquel sofisticado escenario con la simpleza de su trazado provocaba un alentador efecto de belleza y novedad, de frescura y estética solvencia en el discurrir de la escena, de que a cada nueva acción conjunta renacía el juego con su irresistible y poderoso atractivo. El misterio procedía sin duda de una singularísima trama espacial que dotando de vida a los elementos inertes, el principal de los cuales era la pista, que parecía custodiar el paso de los jugadores, afectaba a la percepción de un modo que me es muy difícil describir, pero que arranca y termina en la radical idea de armonía. Resolví que aquella disposición tan simple en los elementos de la escena, en sus detalles de fondo, era la más acertada y feliz de cuantas nuestro deporte seguramente pudiera adoptar.

    No es pequeño el milagro que trato de exponer. Nos hemos acostumbrado tanto a percibir las cosas de determinado modo que con frecuencia dejamos de registrar informaciones que no encajan en nuestro marco de percepciones establecidas. El lector se dirá que una pista de Baloncesto es una pista de Baloncesto y no puede ser de otro modo. Pues yo juro que aquella pista no era ni remotamente la que conocemos y el Baloncesto... seguía allí, con una energía y vitalidad que absolutamente ignoramos hoy.

    Y procediendo de acuerdo con esta majestuosa convicción, me obligué a examinar con el mayor detenimiento posible el único y doble motivo que me había conducido hasta allí: el Baloncesto y sus verdaderos protagonistas, los jugadores. Me enorgullece añadir que por este indisoluble matrimonio el tiempo no había transcurrido.