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Querido Juan Carlos
Jugador único, genio desprovisto de gran armadura pero capaz de patentar un lanzamiento para la historia. Un talento descomunal que hacía realidad lo que para otros era imposible. En su 40 aniversario homenajeamos a toda una leyenda del baloncesto español
  

Querido Juan Carlos,

Parece que fue ayer cuando nos vimos por primera vez y hoy tengo que felicitarte por tu 40 aniversario. El recuerdo de aquella primera vez se ha plateado por el tiempo transcurrido y, sin embargo, no es muy distinto al que sentimos cada vez que nos encontramos.

Es cierto que por entonces eras un actor secundario, casi un figurante que acompañabas a tus hermanos durante los entrenamientos. Esos hermanos cuya tiránica superioridad física obraron en tu ingeniosa mentalidad un lanzamiento tan inmortal como es tu leyenda. Lo descubriste en el aro que tu padre compró al colegio e instaló en el patio de casa. Seguro que con los años, pensó que fueron las 1.500 pesetas (9 euros para aquellos que te vieron ya bien entrado el nuevo milenio) mejor empleadas en sus hijos.

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Te llamaron “la Bomba” por implementar un tiro único, recurso de genio por el que siempre te recordarán. Aunque ese nombre no dejó de ser una adaptación del sentido original, ese con el que te apodó tu entrenador Agustí Cuesta en cadetes. Decía que eras una bomba que no se sabía cómo y cuándo iba a estallar. Generalmente eran detonaciones controladas que volatilizaban las esperanzas de los otros niños que ingenuamente querían atraparte; sin embargo, alguna que otra vez ese genio irreverente que siempre evidenciaste provocó que la bomba inmolara la victoria del equipo.

Una leyenda labrada a base de títulos
8 títulos de liga, 7 Copa del Rey, 5 Supercopa, 2 Euroliga, 1 Copa Korac. Campeón del Mundo, 2 veces campeón de Europa, tres medallas olímpicas (dos platas y un bronce).

Pero como de errores se aprende, tú pronto aprendiste que lo tuyo sería una relación de amor con el baloncesto. Puro descaro y desparpajo con lo que fuiste sorteando rivales uno o dos años mayores que tú hasta que entraste en el F.C. Barcelona y en las selecciones de formación de España, y todo cambio.

Un verso libre sobre la pista, un artista de lo imposible con el que nunca existieron corsés defensivos de entrenadores, ni golpes o ladridos de adversarios con los que desconectarte de los partidos. Muchos lo intentaron y pocos lo consiguieron. Ni los argentinos en el Mundial de Lisboa lo pudieron; tampoco los americanos porque más que ellos lucieran músculo y pintas molonas.

Lo tuyo fue improvisar sobre la marcha. En una generación que no destacó ni por centímetros ni fuerza, tú eras de todos el que más podías pasar desapercibido… hasta que el balón llegaba a tus manos y la magia encendía el juego.

Así lo descubrió el Palau Blaugrana un 23 de noviembre de 1997. Esa mañana debutaste frente al C.B Granada y la prensa comenzó a escribir las primeras líneas de una historia que se llenaría con los más bellos renglones que se recuerdan. “Navarro es un jugador explosivo, centelleante, armado de una quinta velocidad y además de un desparpajo sorprendente”, decía Luis Mendiola en El Periódico. “Es valiente y tiene calidad. Le gusta jugársela y a menudo resulta imprevisible”, escribía Juan Antonio Casanova en La Vanguardia.

Con el caer de las temporadas se acabaron los calificativos para encumbrar tu talento y tuvieron que escribir otros allende los mares para hacer justicia con la dimensión de tu figura. Empero, allí no te entendieron tanto como siempre lo hicieron en casa. Quisieron vestirte como especialista, cuando tú siempre fuiste artista, quisieron limitar tu espacio, cuando nadie puede poner puertas al campo.

Volviste a Barcelona y tu versión 2.0 fue increíble. Más líder, más seguro de ti, más pasador… más indescifrable. No había defensa que parara tu primer paso, gigante que bloqueara el parabólico lanzamiento perfeccionado durante los años… y ahora tampoco había ojos que vislumbraran a tiempo lo que tú habías diseñado milésimas de segundo antes.

Y así fuiste rey de Europa en 2010 en París y, sobre todo, en 2011 en lo que llamaste tu semana fantástica. En Lituania, país por excelencia del baloncesto, dibujaste tu mayor obra de arte condensada en tres lienzos frente a Eslovenia (sí, la de tu amigo Boza al que saludabas amablemente antes de meterle veintitantos puntos), Macedonia y Francia. Verte estallar de alegría tras meter un triple inverosímil, a una pierna y sin equilibrio, era una gozada solo comparable con el deleite de imaginar que muchos niños y niñas en esos momentos entrenaban para ser como tú.

Porque ese fue tu gran truco de magia: como buen ilusionista hiciste creer que era fácil aquello que veían millones de ojos. Los trucos de prestidigitador y escapista parecían sencillos en tus manos y mente, pero eran un bello engaño pues Navarro sólo existía uno.

Pero no todo fueron días de vino y rosas, también hubo tragos amargos y espinas que te hicieron sangrar. La erosión del tiempo limó tu cuerpo y los años de roces acabaron por mermar tus capacidades. Y sin embargo, en esa fragilidad, fue hermoso ver como la versión más humana del genio seguía sacando brillo a su lámpara maravillosa.

Con ojos vidriosos recordaré verte durante la final de 2012. Los Juegos Olímpicos te debían un gran momento y lo buscaste anotando burlonas canastas contra los ogros americanos cuando solo tú y las manos de tu ángel protector sabían el dolor que escondía cada centímetro de tu cuerpo en las interminables noches de camilla y fisioterapia.

"Tú puedes hacer jugadores de baloncesto, pero no puedes crear Navarros"
Pepu Hernández

En ese tramo final de la escapada tuviste que escuchar críticas al equipo que tanto defendiste y por el que pusiste en juego tu integridad física en más de una vez; ya sabes, la gente tan pronto te alza como te hunde. Tú mantuviste serenidad para no escuchar las palabras hirientes que de lejos llegaron. Más costó escuchar como en la propia casa alguien pensó que en el verano de 2018 debías decir basta y una escueta carta un melancólico 17 de agosto anunció tu despedida.

Ese día decidiste que nuestra relación hablaría en otros términos, que nos veríamos con pantalón largo y camisa porque lo de las corbatas nunca fue contigo. El baloncesto, ese que se suda y se palpa con la yema de los dedos, quedaría definitivamente apartado y sólo quedaría en el redil de tus instintos.

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Hoy tu recuerdo es un pájaro que bate sus alas con la misma gracia y agilidad con la que flotabas por el parqué eludiendo bosques de brazos tratando fútilmente de evitar lo imposible: mantener el idilio que tuviste con el aro. Ese nido donde posabas un balón que caía con la delicadeza del artista inalcanzable.

De vez en cuando nos volvemos a ver y no sé tú, pero yo mantengo el mismo cosquilleo que cuando nos encontrábamos en aquellos patios de colegio por inicios de los noventa. Ahora es diferente y, sin embargo, igual en esencia. No lo veo en tus ojos, sino en los de Lucía y Elsa. Queda inoculado en ellas el vínculo que mantuvimos y eso me hace feliz por lo que puedo estar tranquilo y saber que no me olvidarás; yo no lo hago.

Sinceramente, el baloncesto.