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La Última Noche: 2:15 – 7:00

Continuamos el relato de La Última Noche de Len Bias con la publicación de la tercera entrega. En ella, G Vázquez nos explica todo lo sucedido entre las 02:15 y las 07:00 de la madrugada del 18 al 19 de junio de 1986, un día después de que el alero de la Universidad de Maryland fuese elegido por los campeones Boston Celtics en el número 2 del Draft de la NBA. La historia continuará con una nueva y última entrega a las 08:55, en una experiencia inédita de publicación que da luz a un episodio muy oscuro y poco abarcado. Son las 02:15 y...

Bias ante North Carolina en febrero de 1986
© Bias ante North Carolina en febrero de 1986
  
  • La Última Noche: 21:30 – 0:15

  • La Última Noche: 00:15 - 02:15


  • Tribble lo llevaba mejor. La costumbre lo permitía. Pero a Len se le notaba particularmente alterado, moviéndose de un lado a otro con gestos rápidos y nerviosos, vaciándose de un trago media botella. Viéndole además en compañía de Tribble, Long y Gregg comprendieron enseguida. No había pega. Al contrario, ellos también se animarían. “Mejor vamos dentro”. Los cuatro pasaron al dormitorio doble de Long y echaron la llave. La estancia era sencilla, de estudiantes. Dos camas, una mesita, un pequeño sofá y dos sillas, escueta pero cómoda. Al cabo de un cuarto de hora la nevera se había abierto ya un par de veces y en la habitación el calor había prendido aprisa. Lenny junto a la mesa, que hacía de centro. Sobre ella reposaban las botellas, un espejo empolvado, una pajita del McDonalds cortada por su mitad y una bolsa abierta con no menos de treinta gramos, suficiente para llenar una taza de café. Entrados en faena todos hablaban rápido, pisándose las palabras, con los ojos bien abiertos y bebiendo trago tras trago para aplacar el quemazón de una lengua irrefrenable.

    Ni se dieron cuenta que alguien acababa de entrar en la suite. Todo estaba revuelto. No se podían dar dos pasos sin tropezar con bártulos de los Celtics. “Vaya, Lenny ha vuelto”. El jaleo llegaba claramente al vestíbulo. Golpearon la puerta. Todos callaron.
    -¿¡Quién es!?
    -Soy yo, Bax.
    Barrieron la mesa en un segundo. Baxter sabía que Gregg y Long fumaban hierba, lo que no soportó nunca. Pero nada más. A Lenny era imposible asociarle a nada de eso. Imposible. Delante suyo había recriminado a otros hacerlo. Se conocían desde hacía cinco años, cuando coincidieron en el Howard Garfinkle’s Five Star Basketball Camp, donde receló de aquel chico demasiado protagonista que se tiraba cada balón que recibía. Baxter odiaba la droga. De niño había de sortear hordas de hippies al entrar al colegio. Toda aquella estridente teatralidad y que fumaran lo prohibido con tal descaro le impresionaba, como también que se dirigieran a él de manera indescifrable. Pero mucho menos que ver a no pocos con la jeringuilla colgando, tirados en cualquier sitio, como muertos en plena calle. Suplicaba a su hermano mayor que le acompañara. Con los años aquello desapareció. Y su inocencia también. Aunque no a los ojos de sus compañeros. “Eh, mirad quién ha venido. Si es Guido, The Killer Pimp”, se burlaron (12). El susto lo merecía. “Dame un abrazo, Lenny, enhorabuena”. La presencia de Tribble destacó a los ojos de Baxter. Ambos se conocían de los tiempos de instituto, pero su relación se había congelado desde entonces, sobre todo sabiendo de qué iba Tribble, con quien Lenny había pasado más tiempo que con ningún otro en los dos últimos años. Juntos iban a todos los sitios. Solían salir de noche, acudir a clubes y demás. Les perdían las mujeres. La lista de Lenny era incontable y Baxter estaba convencido que no era otro el motivo de aquella intensa relación.

    Jeff Baxter, el base titular del equipo, escuchó atentamente lo que su amigo contaba, aunque lo hiciera un poco a golpes, con voz entrecortada y gestos muy acusados. “Parece una bombilla antes de fundirse, está a punto de derrumbarse, tiene que estar agotado”, pensó Baxter mientras abría la cerveza que le pasaron. No tenía mucha gana, le molestaba todo aquel humo y al día siguiente madrugaba para ir a clase, pero qué menos que un cortés rato con Lenny. Todos hablaban rápido, apurando trago tras trago. Sí, se acostaría enseguida, después de compartir con ellos algunos recuerdos. Parecían tan animados...

    -Eh, Baxter –exclamó el novato Gregg–, tú tienes que acordarte del primer partido. Vaya pinta tendría, ¿no?
    -Bueno, la misma que yo. Al menos él jugaba. Perdimos en Baltimore de paliza, me acuerdo perfectamente. Y también la primera vez que saliste de titular –dijo ahora dirigiéndose a Lenny–. Era... Wake Forest, sí. (13)
    -Trece puntos y ganamos. No fue gran cosa, pero ya no volví a saber lo que era chupar banquillo –mientras miraba socarrón a Long y Gregg, acostumbrados a salir del banco.
    -Los mismos puntos que metiste seguidos en el último –repuso Tribble.
    -¿Eh?
    Tribble se refería al último partido de Lenny con Maryland, jugado el 16 de marzo en Long Beach ante UNLV. Aquel día cayeron por 70 a 64. Bias había anotado los últimos 13 puntos de su equipo, dejando su casillero en 31 puntos y 12 rebotes. Como incondicional de Bias nadie rivalizaba con Tribble. Era el mejor biógrafo del jugador pese a ser el único de los presentes que no lo era. Si bien había repudiado siempre la figura del entrenador, con Lenny actuaba a menudo como tal, opinando con entusiasmo en la victoria y en la derrota, haciendo de su privación un punto fuerte. Era un auténtico especialista y a la mínima gozaba denunciando los errores de la prensa. Como ahora hacía con Lenny.
    -Me hace gracia eso de que yo no volviste a tocar el banquillo.
    -¡No como antes!
    -¿Qué pasa? ¿Que ya no te acuerdas que querías largarte?
    Era cierto. Brian recordaba perfectamente las Navidades del 83 y cómo un furioso Lenny, recién llegado al equipo, decía sentirse engañado: “Estoy harto. ¿Comprendes? ¡Harto de ese tipo!”. Se sabía muy superior a Coleman y Branch. Y por eso ansiaba minutos, minutos que Driesell no le concedía. “Johnny, tienes que ayudarme –le suplicó entonces a su amigo John Walker– Tienes que hablar con Valvano. Quiero irme con él”. El reglamento prohibía que un técnico tanteara a un jugador de otra Universidad. Con Walker como intermediario Valvano prometió entregarle todo lo que Driesell parecía no cumplir. Pero poco tardó el técnico en enterarse de todo. A partir de ese momento Lenny concentró los máximos esfuerzos deportivos y humanos de Driesell. Y todo cambió. Por eso invadían ahora a Lenny y a los demás no más que los mejores recuerdos.
    -Lo que nunca podré olvidar será mi primer buzzer.
    -Tennessee-Chattanooga... 52-51 –repuso otra vez Tribble.
    -No hay mejor sensación –mientras reproducía aquella inapelable suspensión desde la bombilla (14).
    Minutos después de que Baxter tomara el relevo de la conversación Tribble salió al baño. Llevaba la bolsa consigo. Baxter seguía atento a Len y no percibió la mirada cómplice entre Long y Gregg, que enseguida siguieron los pasos de Tribble, cerrando la puerta al salir. Bax y Lenny quedaron solos en el dormitorio.
    -¿Por qué no te acuestas? Mañana vas a estar hecho polvo, ¿no crees?
    Lenny no contestó. La templanza de Baxter ejercía ahora un enorme contraste con la velocidad de la noche. Su presencia le hizo recordar con fastidio la cita que a la mañana siguiente tenía con un tal John Powers, del Boston Globe.
    -¿Qué te pasa? Te noto... no sé... nervioso...
    Sin duda lo estaba. Pero consiguió eludir la inocencia de Baxter con hábil sinceridad. Lenny se confesó, ahora sí, largamente. Estaba feliz, eufórico, vivía un sueño, el sueño de su vida, pero tampoco podía ocultar el enorme agobio de los dos últimos días, y aún peor, de lo que ahora se le vendría encima. Una parte de él se mostraba también insegura y así se lo hizo saber a Baxter durante la media hora larga que quedaron a solas.
    -Pero a ti siempre te gustó la presión.
    -Esto es diferente, Bax. Todo el mundo me pide cosas. ¡Todo el mundo! Tendrías que haber escuchado lo que me decían, lo que me preguntaban. No sé, es... demasiado. ¿Sabes cómo se siente el hombre más perseguido del mundo?
    Por un segundo lo pudo ver en sus ojos. Lenny seguía siendo aquel muchacho que apenas había salido de Landover.
    -¿Tienes miedo?
    Lenny resopló.

    Afuera la puerta del baño no permanecía quieta. Baxter echó un vistazo al reloj. Las tres y cuarto. Se le había hecho tarde. Se despidió de Lenny, cogió su cerveza a medias, la guardó en la nevera y dijo adiós a los demás. Era momento de acostarse.

    Al cabo el dormitorio de Long volvía a tener el mismo aspecto que antes de llegar Baxter. Sin dilación Tribble lanzó a Lenny la bolsa y sacó otra de su bolsillo. “Hey, casi me olvido”. Era polvo de ángel (15). “Guarda eso, tío”. Los demás llevaban ventaja y esta vez Lenny fue algo más generoso con su dosis, tanto que terminó vertiendo un par de rocas sueltas en la cerveza. Cuando Long le vio otra vez pegarse al espejo recordó fugazmente la Nochevieja del 84, cuando la probó por primera vez a insistencia suya. “Venga, tío, que no pasa nada. ¿No fumas hierba? Pues esto es todavía mejor”. Desde entonces las veces que volvió a probarla habían sido contadas, igual que Gregg. Pero quizá no tanto como Lenny. Que pasara tanto tiempo con Tribble era suficiente motivo. Lenny no era un adicto, ni mucho menos. Pero tampoco decía que no cuando las circunstancias eran propicias. Había fiestas de estudiantes continuamente y, tras cuatro años, parecían habérsele quedado pequeñas. Él y Tribble salían por ahí. A saber dónde. Driesell lo sabía. Y Lenny era además una bestia. Creía poder con todo. No, podía con todo. Con razón le llamaban “horse” (caballo). Y allí estaba ahora, dando vueltas por el dormitorio, como un poseso. La ansiedad le impedía estar sentado. Imponía verlo. “Tiene el cuerpo de un dios”, había escrito Sally Jenkins en el Post. De proponérselo, pensó Long, habría podido cargar a hombros con todos ellos.
    -Oye, sabrás lo que ha dicho Bird, ¿no? –prorrumpió Gregg.
    -¿Qué?
    Claro que lo sabía. Larry Bird había prometido recortar sus vacaciones, estar presente en el ‘rookie camp’ de verano e incluso acordar con Bias sesiones previas a solas para conectar cuanto antes. Había mucho que enseñar.
    -Vaya, lo que daría yo...
    Aquel recordatorio vino a alterar a Lenny su percepción de la noche. Si hasta entonces la principal motivación era celebrar lo logrado, liberarse a placer de esos dos últimos días en que se había sentido también aprisionado, se vio ahora invadido por la sensación de que acaso fuera aquélla su última noche, la última ocasión que tendría de divertirse con sus amigos a su manera. Tenía además pendiente su graduación y el tiempo se acortaba. Sí, merecía esa fiesta como nadie.
    -¿Tenéis papel de aluminio?
    Qué oportuno sonó Tribble.
    -¡En la cocina!

    Len Bias ante Michael Jordan
    © Len Bias ante Michael Jordan
    La mención a Bird renovó la curiosidad de los tres amigos. “¿A quiénes has visto?”. Lenny enumeró las estrellas a quienes había estrechado la mano y cruzado unas palabras. Los demás le seguían con renovado entusiasmo, imaginándose en su pellejo. Aquellos nombres continuaban sonando tan irreales como siempre. “Si me da la mano Ainge –Tribble quemaba la plata– le dejo sin ella”. Tribble era abiertamente racista. Su vida parecía un empeño en rehusar todo trato con el Washington blanco. Otra de sus grandes frustraciones era no haber nacido en Nueva York. “Allí habría triunfado, respetan a los negros”, solía decir. Lenny actuaba torpemente con el tubo de plata. “Así no, ¡aspira fuerte!”. En silencio Long, que había devorado la prensa aquellos días, repleta de artículos sobre su compañero y amigo, tenía la extraña sensación de estar asistiendo en lo más hondo del mundo a una escena única, prohibida, algo de lo que únicamente ellos sabrían. Aquella morbosa complicidad entre los cuatro alimentaba la noche.

    Las cuatro y media. Gregg salió a por más cerveza. No pasaba ni un cuarto de hora sin que los bártulos de la mesa cambiaran de sitio. “Oye, ¿quién ha traído esa botella de Cognac?”. Lenny se llevó las manos a la cabeza. Lo había olvidado. “Eeey, ¡tenemos que brindar!”. Al acudir a la cocina a por vasos sintió las piernas entumecidas, pero al dar unos pasos se sintió más alto, más fuerte, más poderoso. “Buff, eso es una bomba”. Bastaba con brindar. Tribble se adelantó de nuevo. “Por un anillo de Lenny... con los Celtics”. En pie todos chocaron los vasos. “¿Uno? ¿Cómo que uno?”. Lenny fue el único que apuró el suyo de un trago, desatando además una sonora mueca. Estaba desbocado.

    Tribble pronunció la promesa de todo corazón. La felicidad de Lenny era también cosa suya. Por primera vez en su vida le ilusionaba el futuro. Pero al mismo tiempo era incapaz de imaginar una noche igual a la que, en febrero, le hizo llorar de emoción contemplando en directo a su mejor amigo. “Si en la NBA haces algo así te juro que...”. No haber recordado antes la gesta por la que Len Bias pasó a ser conocido en todo el país se debía no más que al gran número de veces que ya lo habían hecho. Pero era imposible no volver a hacerlo. Era el mejor momento vivido por todos con Lenny como protagonista. Aquella noche en el Dean Smith Center, la fortaleza de North Carolina, Len Bias puso a la nación a sus pies. A tres minutos del término Maryland perdía por ocho. “Te juro que me dije: ‘Se acabó. Esto es mío’”. Tenía los ojos encendidos mientras volvía a estar ocupado en la mesa. “Yo no iba a dejar que perdiéramos allí”, resoplaba al despegarse del espejo. Primero fue una suspensión. ¿Qué número hacía? Era una de aquellas elegantes suspensiones suyas que tanto sorprendían a los especialistas por el enorme contraste con su aparente brutalidad. A ella siguió el robo de balón a saque de fondo y el contundente mate de espaldas sobre Warren Martin que hizo prender la rabia en sus compañeros. En aquel preciso instante 31 de los 65 puntos de los Terrapins eran obra suya, y la prórroga fue una realidad luego de un apabullante dominio de su tablero. “Pobre ‘perrita’”, recordaba Gregg entre risas. Así era como Lenny había llamado a Daugherty en el vestuario al descanso. La prórroga tuvo un solo dueño. “Nunca me había sentido igual –terminó con voz ahogada–. Nunca...”, terminó con la mirada perdida en el suelo. Tribble se estremeció con él. Al poner su mano sobre la rodilla de Lenny pensó que aquel temblor sólo podía deberse a la intensa emoción. Nadie hasta entonces había logrado derrotar a los Tar Heels en su propia casa. “Tenías que haber visto a Lefty en la banda cuando remontábamos”. Cuando todo terminó Lefty Driesell aseguraba haber visto a jugadores anotar 50 puntos, pero a nadie hacer lo que Lenny había conseguido aquella noche. “¿En la banda? –ironizaba Long– Pero si parecía otro árbitro”. (16)

    La noche pasaba deprisa, demasiado deprisa. Recordando partidos y más partidos, escenas y nombres de una juventud en común que ahora parecía decir adiós para siempre, el tiempo no tenía ningún sentido. ¿Qué hora era? Parecían cansados. Todos salvo Lenny, que inmensamente seducido por el poder de la gloria que creía tener en sus manos, volvió a actuar a solas con la bolsa. De inmediato Tribble agarró su brazo. “Eh, tío, vale, ¿no? ¡Vale ya! Acabas de...”. Lenny se soltó de un manotazo. “Déjame en paz, puedo con todo, ¡soy un caballo!”, replicó mientras se hacía polvo los labios.

    Pasadas las seis ninguno de los cuatro jóvenes era ya capaz de sonreír. Y hasta pronunciar cuatro o cinco palabras seguidas se hacía complicado. “Llévate a Gatlin contigo –volvía a desafiar Tribble algo molesto–. Nadie te las va a poner así ahora”. Tribble no lo decía tanto por la extraordinaria afinidad de Lenny con su escolta para desatar alley oops, sino porque en los Celtics los mates eran la excepción, acaso una herejía. “Eso ya lo veremos”.

    Un rato después Lenny salía de la habitación. La orina apretaba. Al volver a entrar nadie observó su rostro, tenso hasta lo grotesco, ni sus ojos, desorbitados, ni su boca, a medio abrir y convulsa, hasta que tropezó de manera ridícula. Tribble le sujetó contrariado. “Siéntate, coño”. Así lo hizo, en el sofá, por unos segundos antes de volver a incorporarse. Ya no hablaba. Tomó ahora asiento en la silla. Seguía sin parpadear. Amanecía. “¿Queda cerveza?”. La voz de Long le llegó entonces desde muy lejos. Sí, quizá fuera momento de acostarse.

    La primera luz del día entraba por la ventana cuando Lenny sintió un repentino desasosiego. Algo le aplastaba las sienes. Un fuerte picor recorrió su cuerpo hacia manos y piernas seguido de un intenso escalofrío. Le faltaba el aire e hizo un esfuerzo por llenar sus pulmones. No podía respirar. Gregg y Long seguían hablando pero Tribble notó a su amigo definitivamente extraño. “¿Lenny?”. Pero Lenny no contestó. La barbilla llegó a tocar su pecho antes de derrumbarse hacia un lado de la silla y caer a plomo en el suelo, con medio cuerpo entre las camas. “¡Lenny!”. Comenzaron las convulsiones. Hacia delante, hacia atrás. Su cuerpo se combaba como un arco y las piernas padecían un frenético temblor. De no ser por la moqueta, ya se habría lastimado la cara. No era una broma. En un segundo el pánico se apoderó de ellos. “Joder, ¡qué le pasa!”. Tribble se tiró al suelo. “Agárrale”. Tribble y Long le sujetaron las piernas como si al hacerlo pudieran detener el ataque. De pie Gregg observaba la escena con la sangre congelada. “Es... es... una broma, ¿verdad?”. De pronto el movimiento cesó. Pero Lenny no reaccionaba. No tenía pulso.

    Long buscó nervioso las tijeras, las mismas con que había cortado la pajita del McDonalds horas antes. Insertó el mango en la boca de Lenny para evitar que se tragara la lengua, tal y como le habían enseñado en el curso de primeros auxilios. Pero no era fácil. Porque Lenny sufría un segundo ataque. Volvieron las convulsiones. “¡Agarradle!”. Gregg abrió la puerta del dormitorio sin saber dónde ir, sin saber qué hacer hasta que se arrojó a sus piernas para detener aquel diabólico temblor. Long comenzó a hacerle el boca a boca. Tribble había corrido al teléfono. El reloj acababa de marcar las seis y media.
    -¡Mamá!
    -¿Brian? Qué pasa...
    -Es Len, mamá... Está sufriendo un ataque...
    -¿Qué dices, Brian?
    -¡Que no respira!
    Tribble llamó a su madre por una razón: su hermana Priscilla. Brian había visto a su hermana epiléptica sufrir muchos ataques. Hasta dieciseis seguidos un fatídico día que sólo Dios sabía por qué no fue el último. Mamá sabría qué hacer.
    -Ponedle... ponedle de lado y...
    Cortaron la llamada. Era Gregg, a la espalda de Tribble.
    -¡Llama ahora mismo al 911!

    Loretta Tribble no podía creerlo. Lenny era un mulo, una bestia a la que tenía que reprender cuando en la salita de casa, con los pies sobre la mesa junto a Brian, se devoraba todas las pastas que con tanto celo elaboraba para sus hijos y aún le pedía más. “¿Pero cómo no le he dicho que llame a urgencias?”, pensó Loretta, con el teléfono otra vez en la mano y marcando el número del apartamento de su hijo.
    -¿Q... quién? –contestó una voz apagada.
    -Brian, ¡llama a una ambulancia!
    -¿Eh...? No...
    Era Gideon, el hermano de Mark Fobbs. La llamada acababa de despertarle. Brian no estaba en su casa. Loretta Tribble no sabía dónde estaba su hijo.

    Su hijo maldecía cada uno de los interminables tonos antes de escuchar la maquinal voz de un operador (17).
    -Hospital Leland, buenas noches.
    -¡Que venga una ambulancia!
    -¿A qué lugar?
    -Es la 1103 del Washington Hall. ¡Es una emergencia! ¡Es Len Bias... que ha ido a Boston... –balbuceaba– y necesita ser atendido!
    -¿De qué está usted hablando?
    -Estoy diciendo que alguien necesita ayuda... ¡Len Bias necesita ayuda!
    -De acuerdo, no hay problema con su nombre. ¿Qué es lo que ocurre?
    El operador había reconocido perfectamente el nombre, pero precisamente por ello creyó que podía tratarse de una broma. No era la primera vez que alguien llamaba a deshoras con una falsa alarma, sobre todo si reclamaba ayuda para algún famoso.
    -No... no respira bien.
    No respiraba en absoluto y Long aplastaba su pecho una y otra vez.
    -¿Cuál es la dirección?
    -La 1103 del Washington Hall en el campus de la Universidad de Maryland.
    -¿El Washington Hall?
    -¡Sí!
    -¿Cómo se llama usted?
    -Brian.
    -¿Brian qué?
    -Tribble.
    -¿Tribble?
    -¡Sí!
    -¿Cuál es su número de teléfono, Brian?
    -Yo.. yo estoy en la habitación de Len Bias. No sé cuál es el número...
    -¿Cuál es el número de la habitación?
    -¡1103!
    -¿1103?
    -¡Sí!
    -Vale –seguía anotando–. Cuál es... Dice usted que es el Washington Hall. ¿Cuál es la dirección del Washington Hall?
    -Es... no lo sé... no tiene dirección... –¿por qué le preguntaba eso?– Vengan por Hungry Herman y sigan recto... queda a mano derecha. ¡Por favor, vengan rápido! ¡No es una broma!
    -De acuerdo, Washington Hall, apartamento número 1103.
    -¡Sí! ¡Le están haciendo el boca a boca! ¡Escuche! –y dirigió ingenuamente el teléfono hacia el dormitorio– ¿No lo oye? ¡Es Len Bias! ¡Tienen que hacer que viva! ¡No puede morir! ¡En serio, señor! ¡Vengan rápido, por favor!
    -De acuerdo, Washington Hall y apartamento... umm... habitación 1103, ¿es así?
    -¡Sí!
    -A ver, ¿es la mil ciento tres?
    Era desesperante.
    -¡Sí! ¡Sííí! ¡Once cero tres! ¡Mil ciento tres!
    -De acuerdo, mandamos una ambulancia para allá, ¿vale?
    -¿Perdón?
    -Que mandamos una ambulancia para allá.
    En el dormitorio el cuerpo de Lenny sufría un tercer ataque.

    Lefty Driessell, Ben Coleman, Adrian Branch y Len Bias con el titulo ACC de 1984
    © Lefty Driessell, Ben Coleman, Adrian Branch y Len Bias con el titulo ACC de 1984
    Sólo Gregg parecía saber qué hacer. Corrió a la mesita, cogió el espejo, lo limpió aprisa con su manga y lo guardó en un cajón del vestíbulo. Acudió después a la cocina y abrió el armario bajo el fregadero, donde estaba el cubo de la basura. Allí encontró una pequeña bolsa de dulces donde metió aprisa la cocaína. Le temblaban las manos. Los nervios le habían hecho derramar parte de ella en el dormitorio, el vestíbulo y la cocina. Acto seguido entregó la bolsita a Tribble. “Tío, ¡deshazte de esto!”. Volvieron al dormitorio. Long seguía haciéndole el boca a boca. En los ojos de Lenny no había vida.

    “David, hay una llamada de urgencia en la Universidad. Habitación 1103. Parada respiratoria. Lleva lo necesario. Nosotros vamos para allá”. David Purcell hacía la guardia en la estación de bomberos, a menos de un kilómetro del campus. Minutos después entraba en la suite. Conocía de sobra a los chicos. “¿Se puede saber qué pasa?”. Tribble no podía hablar y se limitó a señalar con el dedo el dormitorio. Al entrar el cuerpo de Long seguía tapando el rostro de Lenny. Cuando Purcell pudo ver de quién se trataba sintió una fuerte sacudida. No podía ser cierto. Había que mantener la calma. “Vamos a llevarle al vestíbulo. Esto es muy pequeño”. Purcell venía de la calle y el ambiente del dormitorio se le antojó cargado, insano. Estaba claro. Todos habían pasado la noche allí encerrados. Colocaron el cuerpo de Lenny otra vez en el suelo. “Con cuidado”. Primero la máscara de oxígeno, después el pulso. No tenía pulso. “¿Ha tomado algo raro?”. La expresión de Purcell no ayudaba en absoluto. “Cerveza”, se adelantó maquinalmente Long. “Sólo cerveza”.

    Sin poder aguantar más Gregg entró al dormitorio de Baxter, que seguía dormido.
    -¡Bax, Bax, despierta!
    -¿Q... qué?
    -Despierta, Lenny se está muriendo...
    -¿Qué... qué coño dices? Deja de hacer el idiota...
    -No respira... maldita sea... se está muriendo... –sollozaba.
    Baxter tenía la sensación de recién haberse acostado. ¿Cuánto hacía que estuvo hablando con Lenny? ¿Cinco? ¿Diez minutos? Vale, sería temprano por la mañana. ¿Pero cómo podía haber aguantado Lenny toda la noche despierto? ¿Cómo después de los dos días que arrastraba? “Un caballo, eso es lo que es”, se convenció al incorporarse. Cuando salió al vestíbulo su corazón se detuvo. Varios operarios de urgencias rodeaban a Lenny, tendido en el suelo, envuelto en aparatos y cables. Gatlin estaba despierto. Permanecía quieto junto a la puerta de su dormitorio. No podía creer lo que estaba viendo. Baxter tampoco. Sacaron a Lenny en camilla y los chicos quedaron a solas.
    El silencio era insoportable.
    -Pero... ¿qué ha pasado? –insistía Baxter.
    Long no contestaba. Gatlin sí lo hizo, como si estuviera seguro de algo.
    -Estuvieron haciendo... esa mierda.
    -¿Fumando hierba? –repuso Bax.
    Gatlin prefirió recular. Podía haber pasado cualquier cosa.
    -No lo sé. Estuvieron haciendo... algo.
    Baxter imploraba una explicación. Gregg salía del dormitorio y Bax corrió hacia él, lo agarró con fuerza y lo metió al baño cerrando la puerta. Sintió sus manos frías y extrañamente húmedas.
    -Me quieres decir qué coño ha pasado. ¡Qué es lo que ha pasado!
    -No... nada... no sé... –era inútil– Bebimos cerveza... Él también y de pronto... se cayó al suelo.

    La puerta de la suite volvió a abrirse. Purcell había olvidado su chaqueta. Vio a Long apilando las cervezas, una caja de pizza y demás desperdicios que sacaba del dormitorio, metiéndolo todo aprisa en una bolsa. “¿Es momento de recoger la basura?”, se sorprendió Purcell. “Vamos, puedo llevar a alguien”. Gregg, Long, Gatlin y Nevin bajaron con él. Long montó el último. Había corrido hasta el contenedor. Al igual que ocurría en el pasillo fuera de la suite, por entre las imponentes columnas que presidían la entrada del Washington Hall, aumentaba el número de estudiantes alertados por el revuelo. “Creo que Bias está en problemas”, se decían. “¿¡Qué!?”. Una ambulancia acababa de salir de allí. “¿¡Bias!?”. Era difícil de creer. El reloj marcaba la siete de la mañana.

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