Prince Ali: Poeta en el Bronx
Llegó, entrenó, firmó, viajó y acabó vestido de héroe en el histórico triunfo del Coviran Granada. Descubre la historia detrás del nombre propio de la Jornada 1, un poeta del Bronx de nombre Prince Ali
  

"¿O me convertiré en el caparazón
de quién realmente soy?
Un niño nacido para ser salvaje...
en esos días en los que es difícil incluso sonreír"

(Prince Ali en su poema 'The ‘Quick Fix’ Turned to Greed')

El viernes aterrizas en Granada, tu nueva ciudad, donde vivirás, entre viaje y viaje, como mínimo durante el siguiente mes. El sábado entrenas con tus nuevos compañeros y ves cómo tu entrenador se esmera en explicarte solo "tres o cuatro cosas básicas" con la intención de que las hagas correctamente en tu debut. Si es que debutas, claro.

El papeleo, el dichoso papeleo. Para acelerar tu inscripción, viajas el domingo por la noche a Madrid con el delegado de tu equipo. Madrugas el lunes, te armas de paciencia y arreglas cada documento que te piden para que al fin se encienda la luz verde. Regresas a tu nuevo hogar y descubres que tu nueva escuadra no solo te espera con los brazos abiertos, sino que retrasa su entrenamiento hora y media para que tú puedas formas parte de él. Entrenas, entrenas duro para agradecer tanta confianza, y acabas tomándote el partido del estreno en Fuenlabrada como si llevaras toda la vida esperando ese momento.

Sales, fallas. Lo vuelves a intentar, aciertas. Y no puedes parar de hacerlo. Y sientes, en ese instante, que no hay poema que resuma un viaje así, intrigado todavía por el resto del trayecto.

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Un nombre a base de mates

Un 11 de agosto de 1996, una semana después de que el pebetero de los Juegos Olímpicos de Atlanta se apagara para siempre, llegó al mundo Prince Ali. Nombre de canción de Disney, apellido de dios pugilístico, raíces africanas, sangre ghanesa en Nueva York. Criado en el Bronx, al neoyorquino no le costó enamorarse de la pelota: "Estaba en un barrio en el que mis hermanos, mis amigos y todos aquellos que me rodeaban jugaban al baloncesto".

"Era el deporte en el que todos querían ser buenos, el basket. Allí no se puede elegir", añadía en una entrevista en Daily Bruin, en la que reconocía que la cancha fue primero una vía de escape a los problemas del Bronx y, más tarde, una llave para su propia formación personal, en uno de los lugares con niveles de abandono escolar más altos en toda la nación.

¿Y si a través de su talento le llegaba alguna beca para estudiar? No, Prince Ali jamás tuvo esa disyuntiva, enganchándose al basket sin más planes de futuro que el de divertirse tarde tras tarde. Una vez hechos los deberes, regla número uno, acumulaba horas y horas en el playground, con sol o nieve. De la pequeña canasta en lo alto de la puerta de su habitación, en casa, a las reales del barrio, en la que tiraba una y mil veces triples de pequeño. Al principio, ni tocaba aro, celebrando cuando lo rozaba, para acabar conformándose solo con el sonido de la red al besar la pelota. No obstante, Ali no iba encaminado a ser un nada parecido a un especialista en el triple. Ni mucho menos.

Cuando juegas en el Bronx, el respeto empieza cuando metes miedo a tu rival. Nada pues más atemorizante y humillante para el contrario que un mate en su cara. Prince Ali aprendió rápido la lección y, una vez llegó a colgarse al aro con sus manos, prefirió no bajarse de él. Vuelo tras vuelo, el adolescente se hizo un nombre en una de las mecas del baloncesto mundial, si bien permanecía invisible en cualquier radar del basket organizado, pues en todos esos años jamás se apuntó a ningún equipo ni participó en liga asociada alguna.

Todo empezó a cambiar cuando a los catorce años se mudó a Florida, al principio solo su hermano mayor. A Sayed, militar con once años más que Prince, le tocó hacer de padre, pidiéndole a Ali no hacer tonterías e insistiéndole una y otra vez para que lavara los platos recompensa si se portaba bien. "No sé como nos manteníamos, pero lo hicimos. Con conseguirle un par de zapatillas Jordan cada cierto tiempo, él tan féliz. No pedía mucho más", confesaría Sayed en Los Angeles Times.

En Fort Lauderdale, la Venecia de América, el Pines Charter High School se convirtió en el primer equipo federado de la carrera de Prince, que pasó de promediar 6 puntos a asegurar 21 al siguiente ejercicio, tras un verano en el que su físico empezó a moldearse. Las páginas especializadas empezaron a subrayar su nombre cuando trasladó sus exhibiciones al prestigioso The Sagemont School, de cultura ganadora, en unos tiempos en los que el baloncesto ya era en él una obsesión sin disimulo.

"Si no está durmiendo o en clase, sé que está jugando al basket o entrenando en el gimnasio. Él siente que necesita trabajo extra para alcanzar el siguiente nivel", diría su entrenador Adam Ross. El chico se hizo pronto un nombre a base de mates tomahawk, a cada cual más salvaje, enterrando el feo prejuicio de jugador de playground egoísta y poco integrado. Cada partido, un recital. Un mate imposible, un pase por la espalda, un quiebre, un caño. Y un un generoso ramillete de victorias (33-1 en su primer año) que transformó su mentalidad: solo valía ganar.

Carne de highlight, Prince hizo campeón del estado a su conjunto, con una actuación colosal en la final: 18 puntos en el último cuarto, triple de la remontada y puntos de la victoria. Un anillo del que presumir y un ruido, ahora sí, que provocó que su nombre inundase cada portal especializado. Del 30º mejor de su edad en el país al 41º, en la previsión más pesimista, Ali fue incluido, de forma unánime, en cada top global de su generación. Y los grandes centros llamaron a su puerta.

Michigan, Maryland, Louisville y Georgia Tech lo intentaron, UConn pareció conseguirlo y UCLA se llevó la batalla definitiva. La mítica universidad californiana no solo representaba una oportunidad jamás imaginada para prolongar su sueño baloncestístico. Suponía algo que iba mucho más allá de eso. Una prestigiosa beca, una nueva vida. Y unos años para recordar con orgullo, incluidos los sinsabores.

En su primer curso, allá por la 2014-15, Ali nunca terminó de encontrar su hueco (11 minutos por partido, con 3,9 puntos y 1,1 rebote de media), a la sombra del hoy NBA Aaron Holiday y con problemas en el tiro libre impropios de un exterior. Para colmo, una lesión en el menisco de la rodilla izquierda le dejó en el dique seco en el siguiente curso (Lonzo Ball al mando), llegando al verano de 2016 con hambre de revancha. Al público, desde luego, se lo había metido en el bolsillo.

Y es que, a pesar del inconsistente estreno y de la inoportuna lesión, Prince fue tomado por el público como un ídolo tras un mate icónico frente a Kentucky que dio la vuelta a todo el país y del que todavía se celebra la efeméride, el segundo de sus aniversarios. "Es el momento en el que la gente me conoció", reconocería orgulloso el chico, del que presumía el técnico Steve Alford sentenciando que su chico no le tenía miedo a nada.

"Will not lose ever" ("No perderé nunca"), cantaba Jay-Z para cerrar su himno "u don't know", canción y ritual del neoyorquino antes de cada encuentro. La paciencia le recompensó con un ejercicio 2017-18 mucho más completo, firmando 9,1 puntos y 3,1 rebotes en 23 minutos por cita. Una quincena de encuentros anclado en los dobles dígitos, los porcentajes subiendo como la espuma y la 2018-19 para terminar de asentarse, con 9,6 puntos, 2,7 rebotes y 1,5 asistencias de pura reafirmación.

Sin embargo, en la 2019-20, que parecía una dorada despedida de aquel que empezó empollando historia y acabó estudiando los entresijos de la industria musical, Prince vivió su temporada más decepcionante. Menos minutos (18), peores porcentajes (27% en triples y 38% en tiros de campo) y un retroceso preocupante en sus cifras para decir adiós: 6,8 puntos, 2,3 rebotes y una asistencia por encuentro en la atípica temporada lastrada por la pandemia.

El neoyorquino, que de no soñar ni con jugar en una universidad de primera división pasó a imaginarse en la NBA, no tuvo problmeas para cambiar por enésima vez el chip y hacer las maletas, consciente de que su nuevo camino se escribiría al otro lado del Atlántico. En Noruega, el fugaz estreno: tres choques con el Baerum Basket en los que reventar estadísticas (24,7 puntos, 4,7 rebotes, 2 asistencias) en solo veintinco minutos por duelo. La última de sus paradas antes de aterrizar en España.

Un poeta en territorio Lorca

Fue una época diferente. De preparar jugosas entrevistas en su videoblog a perderse durante largos meses largos en Ghana, respirando sus raíces en Nima (Acrra), un lugar en el que reencontrarse a sí mismo, buscando un reset y, a la vez, un lugar en el que volver a empezar.

En Palencia, a miles de kilómetros de su Ghana o su Bronx, allá donde el río Carrión atraviesa la ciudad de norte a sur, Prince Ali recuperó las sensaciones de antaño. La ilusión del día a día, la adición a entrenar para mejorar más y más, la conexión con la grada. "Estoy intentando descifrar el estilo europeo", compartiría en masquebasketpal.com.

Durante el proceso Ali no solo se lo pasó pipa a la hora de jugar de base, escolta o alero según la situación del partido, sino que se fue soltando en ataque hasta el punto de promediar 12,9 puntos y alcanzar los 14,1 en Playoff, en el que sus 4,8 rebotes, 3,5 asistencias y 61,1% en el tiro le llegaron a rozar la veintena de valoración por encuentro. Una fuente inagotable de mates de todos los colores ("En un mate todo es confianza"), una nueva dimensión de jugador.

Su paso al frente le abrió las puertas de Alemania, llegando en verano a un acuerdo con Crailsheim Merlins, aunque la falta de adaptación y una serie de motivos personales le llevaron a romper el acuerdo antes del nuevo curso, surgiendo como un mirlo blanco para un Coviran Granada tocado tras la lesión de Dejan Todorovic.

La llegada, el acuerdo, el lío burocrático, el entrenamiento, el debut. Prince Ali aún no ha tenido tiempo -ni lo tendrá, pues debuta frente a su público este sábado contra el BAXI Manresa- de asimilar la de instantes vividos en una semana de locos con el clímax de su heroico estreno en Fuenlabrada.

Allí, después de unos pocos errores para arrancar, afinó la puntería para vestirse de líder, sin importar su condición de recién llegado. 9 puntos seguidos sin fallo, un triple por aquí, un coast-to-coast por allá, un tirito a cinco metros.

Apareció cuando el Carplus Fuenlabrada se marchaba, y también cuando el Coviran Granada se acercaba más que nunca. 17 puntos, 2 rebotes, 2 asistencias, 2 recuperaciones, 5 faltas recibidas y 20 de valoración, ninguno más que él, en escasos 22 minutos sobre el parqué. Y una victoria que ya es historia en el baloncesto de la ciudad nazarí.

"¡Llega el Gran Alí! ¡Gloria al Gran Alí!", cantaba en la película de Aladdín un coro al que solo le faltó el verde y el rojo del Coviran Granada para recibir a un jugador diferente, guionista y protagonista de su propio cuento imposible. Un tipo calmado y tranquilo -"El silencio es sexy", reza su foto de portada en Twitter-, con conciencia social, pasión por el rap y amor profundo por sus orígenes ghaneses que, cuando tiene un momento libre, prefiere evadirse leyendo poesía o escribiendo sus propios poemas.

"Estoy muy contento por él. Le hemos dejado claro lo que queremos de él y hemos favorecido su estilo. Es un buen jugador, con mucha chispa. ¡A nosotros nos viene muy bien!", sentencia radiante Pablo Pin acerca de un Prince Ali que, sencillamente, desea seguir haciendo méritos para multiplicar la duración de su contrato, como si así quisiera asentarse en la ciudad de Lorca, una especie de tierra prometida para un poeta del Bronx.