Pocos deportes concentraron tanto esfuerzo en la búsqueda del superhombre como el Baloncesto. Si el resto de disciplinas priorizó a los ejemplares más ágiles, fuertes o rápidos, el nuestro lo hizo además con los más altos y grandes, con los mayores tamaños. La razón salta a la vista. El Baloncesto encierra un componente vertical consecuencia de situar su objeto a 305 centímetros del suelo. Mientras la mirada de los demás deportistas se dirige principalmente a la horizontal o al piso, la del jugador de Baloncesto se levanta hacia un plano superior. Las limitaciones en el futbolista se encuentran por lo alto. En el Baloncesto, por ningún sitio. Su innumerable fauna ha observado diferencias próximas al metro de estatura y superiores a la décima de tonelada de peso. En el Planeta Deporte nuestro juego representa una preciada estancia donde los extremos anatómicos (Bogues-Bol / Iverson-Schortsianitis) han llegado a tocarse.
Para comprender el papel que ocupa el cuerpo en el deporte debería ser suficiente el hecho de que presida su acepción lingüística la doble referencia al ejercicio físico y a la actividad física. Es como si el deporte fuera tan sinónimo del cuerpo como éste lo es de la vida. Por eso el deporte distingue también al hombre del animal. Porque sin el deporte, sin la inteligente competencia normativa que lo informa, todo movimiento sería producto del instinto. Así deporte y deportista figuran la perfecta armonía de dos parcelas indisolubles: física y técnica. Y aunque coexistan en diverso grado, aunque la técnica embellezca al físico y no parezca hacerlo a la inversa, no es posible desalojar ninguno de los dos planos o conceder como mayor altura moral a uno en detrimento del otro. El deportista no es sino la unidad de ambas cosas.

Hasta hace bien poco los mayores tamaños movieron al espectador al desafecto, la compasión o la burla. Colosos como Syzonenko, Tkachenkho, González o Muresan, debido a sus enormes dificultades motrices, despertaban la dolorosa sensación de que sus cuerpos actuaban como un pesado lastre. Que antes que jugadores eran monstruos vestidos de corto. El Baloncesto como yacimiento genético porfía desde entonces contra esas limitaciones de manera que los ejemplares que la historia vaya originando, de Pau a Yao, trasciendan aquellos pesados barrotes. Bastaría rescatar a Finkel o Burleson para comprobar que el cambio ya es decisivo. Porque si entonces el físico actuaba como inconveniente parece hacerlo ahora como ventaja. Es más alto y rápido que yo, sentenciaba Bird sobre Nowitzki. Sorprende sin embargo que este gigantesco avance, el más dramático que ha conocido nuestro juego desde el reloj de posesión, no sea del todo bien visto. Es como si la irrupción de los físicos más sobresalientes fuera inmediatamente objeto de recelo cuando no de censura.
Desde que Bernie Fliegel delineara la figura del enforcer en el baloncesto judío neoyorquino a finales de los años treinta hasta la eclosión de Dirk Nowitzki como el siete pies de mayor cobertura dinámica de la historia, no hubieron lugar y época en el Baloncesto mundial que estuvieran a salvo de la aparición de jugadores cuyo físico aparentase quebrar la delicada cadena evolutiva; jugadores cuyas anatomías parecían elevar uno o dos grados la temperatura física a la que respiraba el Baloncesto de la época. Kurland o Mikan materializaron el mito del gigante dinámico que Wilt Chamberlain elevó a un plano desconocido que, a su vez, fue superado por la emergencia de Shaquille ONeal y que ahora Dwight Howard ambiciona renovar. La emergencia casi conjunta de Anatoly Myshkin y Arvydas Sabonis dejó en pañales a una Europa que ignoraba desde Andreev la realidad del gigante ligero. Así ocurrió en la escena universitaria norteamericana con la aparición de Lew Alcindor y en la profesional con Ralph Sampson.
Paralelamente, cuando el Baloncesto amplió sus miras más allá de la exigencia vertical, emergió la figura del alero de resolución atlética que de Baylor a James, en apenas medio siglo, ha progresado a tal extremo que la estrella de los Cavaliers vacía el sentido posicional de figuras como Lucas o Unseld. Al tiempo, la emergencia del small ball provocó un descenso generalizado del centro de gravedad de manera que los ejemplares próximos a los dos metros derivaron en sofisticadísimos atletas, de músculo compacto y estilizado, que de Thompson a Jordan, de Erving a Bryant, de Wilkins a Carter, de Pippen a McGrady, dieron cobertura al mayor repertorio dinámico que el Baloncesto haya conocido. Entretanto, a través de ejemplares como Dawkins, Ray, Lucas o Shelton, la fuerza bruta hizo acto de presencia para experimentar, en apenas dos décadas, una gradual domesticación técnica que permitió su cobertura lejos del aro y, por ello, a Garnett duplicar el rango ofensivo de Hayes. El producto de esos modelos ejemplares irradió en todas direcciones confiriendo a los bases estaturas extremas Worthen, Johnson, S. Smith, Hardaway o dotándolos de mayor fuerza y cobertura hasta fundir las posiciones más bajas.
Consecuencia de todo ello el físico, esa cosa como salvaje y mostrenca, había actuado como el motor de la Historia, como una selección natural a través de la cual el Baloncesto abandonó su infancia para siempre. El adolescente había crecido y musculado. Y sus nuevos poderes, plenamente físicos, ocuparon en adelante un lugar preeminente que terminó por configurar el panorama actual, a caballo aún entre las luces del pasado y un futuro del que todo se ignora, salvo que será del cuerpo.
En una célebre cinta de la Fox de 1989, Bobby Knight aseguraba sobre Michael Jordan: La unión de su habilidad y su técnica le convierte en el mejor jugador de Baloncesto que he visto en mi vida. Knight refería con enorme acierto el plano físico del jugador como habilidad, como la destreza necesaria para explotar sus máximos naturales. No hay mejor fin para un físico fabuloso. Ni más grata noticia para el Baloncesto que la emergencia de un nuevo físico fabuloso. Pues cada vez que uno nuevo aparece la técnica pone manos a la obra abriendo nuevos espacios donde prosperar. Y no a la inversa. El límite de lo técnico está más cerca que el límite de lo físico. De hecho aquél precisa de éste para avanzar. Y sin embargo la jerarquía moral del juego lo sigue relegando a un segundo plano.
De la misma manera que aceptamos la existencia de una inteligencia técnica hemos de hacerlo con una de las mayores fortunas del deporte, la inteligencia física, gracias a la cual sementales como Shaquille ONeal o LeBron James escenifican el Baloncesto como una potencia liberada, como otra nueva amenaza que haga saltar las alarmas de toda la escena.
Es un error muy común identificar físico y fuerza bruta. Porque se olvida que hasta el más delicado paso de ballet es físico también. Precisamente de la inteligencia física se valía Jordan para consumar aquello que una décima antes había imaginado. La maniobra en el aire, uno de los cambios más determinantes que alumbraron los setenta, es producto de la inteligencia física, de la optimización en el uso del cuerpo. Mucho antes que el mero deleite estético el juego acrobático de Erving, Jordan o Bryant se deriva de esa coordinación psicomotriz que transita entre el acto reflejo y el más brillante cerebro. Todo ello no es sino el cuerpo vivo. Y el Baloncesto nunca ha sido menos que el táctico desenfreno de cuerpos vivos, allá donde la sobredosis física hermana a ejemplares tan distintos como Jordan y ONeal.
El producto de la inteligencia física acontece igualmente en el suelo. Así ejemplares como Marciulonis o Ginobili, como Makelele o el joven Ronaldo, dotados de una fuerza poco común, se vieron elevados al deporte de élite porque en lugar de dos piernas disponían de cuatro, de manera que parecía imposible hacerles caer. Un tronco inferior privilegiado dota al deportista de la invulnerabilidad de un tanque. O de la velocidad, tal que Wade o Ford, de un monoplaza. Cuando el privilegio de la fuerza se reparte por toda la anatomía y a ello se añade una voluntad de hierro el sorteo de los mejores tampoco elude la recompensa. Así Fernando Martín se anticipó en el viaje a muchos otros, Charles Barkley rivalizó con estaturas mucho mayores y Karl Malone hizo de su carrera una fábula corporal.
Por todo ello no es posible oponerse a la presencia de las superanatomías sin estar haciéndolo con el Baloncesto mismo. Carece de lógica condenar al cuerpo y absolver a todo cuanto no parezca provenir de su atlética efervescencia. El mayor error del detractor de lo físico con frecuencia un incondicional de lo táctico, es considerar que el privilegio físico resulta incompatible con la virtud técnica; incompatible con aquello que Gooden, refiriéndose a su compañero más joven, dio en llamar intellectual skill of the game. Pocos recursos más intelectuales que la destreza del cuerpo más privilegiado. Y ningún recurso más prioritario y hermoso que el cuerpo.
En la interacción del cuerpo y sus herramientas, del físico y la técnica, resulta además fascinante observar el modo en que actúa la técnica en los sucesivos episodios físicos que atraviesa la carrera de un jugador. Cómo, cuando el cuerpo falla, sobrevive la técnica, a la manera de Ron Harper, John Williams o Arvydas Sabonis. O cómo es posible hacer coexistir ambos planos al más alto grado de vida, tal que Jordan, Iverson o Bryant. Incluso cómo, con el propósito de sobrevivir en porciones muy concretas del juego, un físico privilegiado continúa trabajándose al extremo del Rodman maduro. Debería tenerse muy en cuenta que nada más admirable que el sacrificio físico en solitario. Y que ninguna noticia más feliz para el Baloncesto que la irrupción de estos primeros superhombres en un tiempo en que el Baloncesto parecía correr el riesgo de remontarse al pasado para seguir avanzando.

Asomarse a la Historia del Cuerpo es quedar atónito con lo ocurrido. Entre 1870 y 2006 la estatura media en España aumentó un total de 12 centímetros. En 1900 la anatomía de un jugador de Baloncesto era la anatomía de un hombre cualquiera. En 1950 la diferencia entre un jugador NBA respecto al hombre medio universal aún podía resultar difícilmente apreciable. En 2000 esa diferencia aumentó lo suficiente como para que muy pocos jugadores pasaran ya desapercibidos entre la población. En 2050 la diferencia será tal que hará posible observar la fauna NBA como una subespecie de genética muy superior al común de la vida humana. Más allá en el tiempo el planeta mismo habrá quedado para ellos. Se trata de un proceso asombroso, de los que merece la pena ser testigo en vida. El deporte, guste o no, es radicalmente darwinista.
De todo ello tan sólo cabría temer un riesgo: que la Evolución alcance un punto donde la intervención de la fuerza separe definitivamente a la calidad de la victoria. Observando a los sucesivos campeones a lo largo y ancho del globo, se trata de un riesgo que por el momento ni asoma. Antes bien el juego prosigue su curso hacia terrenos tan ignotos como apasionantes.