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G Vázquez: Hasta siempre, Jason Williams

Tras el anuncio de retirada de Jason Williams, repudiado por muchos y admirado por otros, G Vázquez traza el complejo y anárquico perfil de uno de los jugadores más singulares que ha dado el baloncesto mundial en las últimas décadas

Jason Williams, campeón de la NBA con los Heat en su última etapa (Foto EFE)
© Jason Williams, campeón de la NBA con los Heat en su última etapa (Foto EFE)
  

Para finales de los años noventa el espectador ya maduro tenía la impresión de haberlo visto todo. De haber acumulado las suficientes razones para desdeñar en adelante cuanto osara rivalizar con Michael Jordan, los Ochenta y sus mitos, y todo un orden de cosas que parecían haber elevado el Baloncesto a una cima desde la que precipitarse ladera abajo. La huelga de 1999 no hizo sino fortalecer el descrédito hacia una liga que insinuaba síntomas de agotamiento.

En medio de aquel panorama irrumpió de la nada un sujeto sin pasado ni conciencia que personalizaba como nadie la ofensiva contra el Baloncesto biempensante, reclamar una nueva era del desorden y jugar más que a renglones torcidos a coloridos manchurrones sin orden ni concierto. Para muchos Jason Williams no era más que otro adicto al express yourself. Para otros, un higiénico toque de atención de que todo esto seguía vivo y que la historia tan sólo necesitaba refrescarse un poco de lo mucho andado.

Pariente de la cultura juvenil de afirmarse a través de la piel, Jason hizo también de la suya un espejo del alma. Un dragón, la pantera de un videojuego, la fusión de un balón en un ojo y un criptograma chino símbolo de la locura hacían de aquel chaval otro hijo de la posmodernidad y su caos, otro joven americano errante entre el marasmo sincopado del Hip Hop y los orientalismos de bisutería. Algo extraño para alguien procedente de la remota Bell, localidad rural de apenas millar y medio de habitantes cuatro de los cuales vivían en una rulot. Un marco demasiado angosto para la batalla que Jason, víctima de la quiebra familiar, estaba dispuesto a emprender en la vecina Rand, de predominio negro. Allí soportó estoicamente el desprecio general por el color de su piel que a otros movió a la renuncia. “Yo era el único blanco entre ellos”. El único superviviente en un mundo ajeno, lo que terminó por granjearle el respeto y hasta cariño de sus rivales. Cuanto mayor agrado le despertaron éstos mayor desagrado le producían las estrechas y pesadas consignas recibidas de su padre y hermano, ambos policías. “One of my boys is mature, and one of my boys is immature”. De Terry, su padre, tan sólo deseaba las llaves del gimnasio que tenía a su cargo, hurtadas decenas de veces con el único objeto de marturbar el balón. Toda su formación posterior se concentra en aquellos días eternos de cruzada en solitario.

Ya en Florida, viendo Billy Donovan su insistencia por hacer del balón un apéndice del cuerpo le regaló un par de gruesos guantes de obrero para entrenar horas y horas con ellos y multiplicar exponencialmente la sensibilidad de las manos. Así el partido que firmaría Jason ante Kentucky terminaría por convencer a Geoff Petrie, presente en la grada, de que aquel relámpago sería la elección de sus Kings. Cuando Stephanie Shepard le bautizó como White Chocolate, las durísimas críticas que siguieron a la invención, vetada incluso por los media vinculados a Sacramento, no hacían sino reflejar la perfecta definición del sobrenombre. Porque para entonces JWill, como pasó a llamarle Chris Webber –su Randy Moss en la escena profesional–, era la excepción a la regla: la incandescencia del tribalismo negro en un endeble cuerpo de blanco. Y todo ello sin aparente empatía con los prójimos.

Jason Williams nunca fue un jugador normal. Por eso tampoco le cabe un juicio al uso.

Técnicamente inclasificable, sus primeros meses de competición legaron al Baloncesto formal algunas de las acciones más radiantes en juego jamás vistas. Dentro de un repertorio ofensivo sencillamente infinito Jason subrayaba la obsesión por las secuencias de un solo brazo, las fintas de pase y la viva inercia del balón en las manos, los picados de largo recorrido, los alley oops sin temor a distancia (de hasta 14 metros con Wahad como término), los triples asesinos armados con el bote y una destreza insólita para marear el balón alrededor del cuerpo antes de dispararlo. Hasta él nunca los dos pasos finales libres de bote habían contemplado semejante grado de creación. Mil veces más rápido que Maravich, de clarividencia similar a Magic Johnson y con toda esa imprevisión privativa de los genios, Jason Williams era fundamental y primordialmente acción. Actuar conforme a un plan preconcebido era cosa de otros y parecía por ello incluso a salvo de la epidemia, tantas veces denunciada por Peter Vecsey, que asolaba a los guards suburbanos: el abuso de balón y su excedente de bote. Aquel novato era un base imposible, una quema de libros y una adicción al sacrilegio táctico. Pero con resultados, siquiera puntuales, tan extraordinariamente brillantes que ninguna memoria a su figura podrá nunca eludir lo mejor de aquellos días, albores de un jugador que parecía diseñado para zambullirse en la selecta corte de los únicos. Puede que en ninguna acción quedara mejor retratado su descomunal talento que la protagonizada el 11 de marzo de 1999 en terreno de los Clippers, donde debería haber acabado. En un segundo su genio alumbró uno de los aros pasados, recurso exclusivo del mejor atletismo, más brillantes de la historia. En apenas un tercio de año Jason Williams se postuló como una de las inteligencias de ejecución más celérica jamás vistas. “He takes flight and then –describía el New York Times– does not decide what to do until he begins to come down”. Para 1999, cuando el formato del Top Ten, nacido ocho años antes, aparentaba signos de agotada rutina, la doble presencia de JWill y Vince Carter, resucitaría el pastiche a niveles de atracción desconocidos. Terminada la temporada la NBA dedicó a cada uno de los dos novatos su exclusivo trono de Highlights, algo que hasta entonces sólo habían protagonizado Shaquille O’Neal y Penny Hardaway. Precisamente con ellos había coincidido un año antes en un partido de exhibición para desgracia de Penny y agrado de Shaq, quien en adelante nunca ocultaría su especial querencia por, dijo entonces, “the funniest white guy ever”.

Jason Williams ha sido, sin duda, un jugador muy peculiar (Foto EFE)
© Jason Williams ha sido, sin duda, un jugador muy peculiar (Foto EFE)
Pero todo aquello duró poco. Demasiado poco. Finalizada su campaña de presentación desapareció con su novia Denika y ocupó el verano en retozar junto al bucólico paraje del lago Morgantown, reduciendo su trabajo a cero. De vuelta se había rapado la cabeza y reduplicado los tatuajes a su tez blanca como subrayaban las letras de sus nudillos: W-H-I-T / E-B-O-Y. Las reacciones de su entorno no mejoraron la de su propio padre –“Pareces un presidiario”– y empezado el segundo curso Jason parecía haber desalojado de repente lo único valioso de su anarquía: el acierto. Excesivo, errático y autista, enseguida puso en juego la paciencia de sus valedores. Cuando en una de minutos finales Jason exclamó desde el banquillo: “Creo que es el primer partido en el que no me juego un triple”, Adelman respondió con severidad: “Tal vez no sea el último”. A la misma velocidad que había enamorado dejó de despertar aquella simpatía inicial.

Tan visible resultaba el apagón que incluso Jeff Van Gundy se erigió como involuntario portavoz de todos los entrenadores del mundo anticipando con lapidaria precisión dónde residía su problema: “You don’t become a good player because you’re exciting. You become a good player because you’re consistent and efficient”. Era el prematuro epitafio que asomará con fuerza a la figura de Williams hasta el final de sus días: He aquí un jugador que no vino a ganar sino a jugar, en un sentido tan extremadamente lúdico que se perdería el inicio de su tercera campaña por seguir jugando con la marihuana.

Para entonces había perdido mucho terreno la visión sobre Jason como una irreverente resurrección de Pistol y White Jesus mientras cobraba fuerza la de quienes lo estimaban un terrorista del juego, que despilfarraba en detrimento de compañeros y atentaba contra el marcador. A este último enfoque contribuyeron sus años de Memphis, cuando sus mejores números parecían al mismo tiempo empeñados en destruir su sentido o llenar de verdad aquellas palabras de Mike Wise: “He can experience a rise, fall and a rebirth all before he turns 25”. Cuatro años después su trayectoria venía tristemente jalonada de incidentes que iban de la droga blanda a declaraciones de hostilidad hacia asiáticos y gays, de los gestos obscenos al público a la “agresión” al cronista Geoff Calkins, de la guerra abierta con Hubie y Brendan Brown al cruento mobbing de vestuario que terminó con la paciencia de Jerry West y sus pasos lejos de Tennessee.

Lo ocurrido tan sólo un año después protegerá su carrera del incendio al que parecía abocada. Para conjurar lo ocurrido con la prensa, se presentó en Miami regalando plumas estilográficas a la corte de cronistas de Florida. Contra su aparente autodestrucción Jason Williams encarnaría por una sola vez el admirable propósito de enmienda consumado bajo el mando del maestro Pat Riley –“Now he’s mature”–, demostrando al mundo entero que lejos de oponerse era capaz de dirigir los destinos de un equipo campeón de la NBA. “I don’t see any of the things –reconocía Dwyane Wade– I’ve heard about him, you know, being a problem to the team or a coach or anything like that”. Por primera y última vez en su vida deportiva Jason supo lo que debía hacer y lo hizo. Paradójica evidencia que anunciaba el principio del fin, cuando ya no era más que otro jugador cotidiano, silencioso y definitivamente muerto para los brillos de antaño. Marcado una vez más por el pulso de vivir rápido su nombre se precipitó a la misma velocidad en que lo hicieron los Heat, rechazando ahora volver a empezar como si en el fondo quisiera morir joven o no fuera tan grande el amor que sentía por este juego.

Jason Williams no pasará a la historia mayúscula de los títulos y palmarés, no a la de los cielos de la competición y su genocida selección de nombres y números. Pero a una precisa y exhaustiva Antología Formal del Baloncesto pasará su nombre como agresor a la cultura dominante, como un burlador a la ortodoxia y un estafador de las reglas del juego. Similar a la lucha del graffiti por abrirse hueco en el Arte su figura lo ha hecho ya como figura de culto, alguien cuya mejor versión, de apenas segundos, refrescó el sentido mismo del jugador cuando éste corría a caer sepultado bajo toneladas de músculo defensivo. Incluso una lectura sociológica actúa en su favor: Williams llegó a convertirse en el primer icono blanco que una joven generación de negros había conocido.

Leyendo a todos los que ahora le recuerdan impresiona ver cómo la inmensa mayoría se detiene en describir alguna de las muchas acciones que tanto asombro despertaron. Al fin y al cabo eso es Jason Williams. El recuerdo de algún resplandor fugaz en una carrera extraña, inestable, huidiza y, para cómo nació, profundamente decepcionante.

De ahí que Abbot, eludiendo la futura controversia de su memoria, cortara por lo sano refiriéndole con cruel acierto como Youtube Legend.