Nacer en una ciudad llamada Resistencia no puede ser una simple casualidad; es casi una declaración de intenciones. En esa tierra forjada entre el coraje y la perseverancia, y que debe su nombre al valor de sus gentes en tiempos pretéritos, creció Gonzalo Corbalán, un joven que lleva el deporte en la sangre y cuyo juego es el reflejo de aquel espíritu indómito que lo acunó.
Lo suyo con el baloncesto fue más que una elección: fue herencia. Antes incluso de comprender qué significaba encestar, su vida ya estaba atada al deporte de la canasta. Nieto, hijo y hermano de jugadores, se puede decir que Gonzalo nació con un balón bajo el brazo… si bien el baloncesto y el linaje de los Corbalán se unió mucho antes de que él naciera. “La historia de mi familia en el baloncesto viene porque mi abuelo empezó a jugar y se puso de novio con la hija del presidente del club, que fue mi abuela. Luego mi papá y mi tío empezaron a jugar. Mi tío se fue a España y estuvo ocho años trabajando en Andorra como óptico pero también jugaba en el que hoy en día es el MoraBanc Andorra con el que tuvo un ascenso. Por parte de mi papá, él hizo una carrera superlarga de básquet, jugó 20 años como profesional. Y después venimos yo y mi hermano. Básicamente, yo me crié con una pelota”, cuenta.
En la casa de los Corbalán, la pasión por el deporte era un idioma compartido, aunque no todo giraba en torno a las canastas. Carolina, su madre, fue una notable atleta y la primera en la familia en entrar en una selección argentina. Ana Paula siguió su estela, pero los chicos, Juan Pedro (el hermano mayor) y Gonzalo (el más pequeño) crecieron siguiendo los pasos de su padre Jorge, incluso cuando este se retiró y pasó a jugar en equipos de veteranos. “Empezaron a jugar en los maxis y la afición fue a más todavía. Nos quedábamos como hasta la una de la mañana en el club, esperando a que ellos terminasen. Cenábamos y, después, a la una y media nos íbamos a casa y al otro día íbamos a la escuela a las siete y media”, recuerda. Una bendita locura de la que pronto comenzó a sacar valiosas lecciones, esas que lo han acompañado en cada paso, inseparables como la maleta de un viajero. “Te enseña mucho a competir en cualquier ámbito. Obviamente, cuando sos chico, yo creo que elegís el ámbito que más te guste y competís en eso. Yo, por mi parte, era el básquet, mi hermano también, pero, por ejemplo, mi hermana destacó muchísimo en la escuela. Ese ambiente de hablar tanto de deporte y tener esa competitividad siempre presente, creo que ayuda muchísimo, no solamente como jugador, sino también como persona”, reconoce.
Casi viviendo el baloncesto 24 horas, el poder entrar en un vestuario o simplemente escuchar las historias paternas de cuando se jugaba a otro baloncesto embelesaron la infancia de Gonzalo. “Cuando era chiquito veía ese baloncesto donde se daban y no pasaba nada. O las historias que me cuenta mi papá, que se terminaban peleando, o con sillazos, allá en Argentina, en la Primera Liga… y era lo normal. También, si le ves la cara a mi papá, tiene cortes en la cara, de codazos y de cómo era el juego de antes. Te pegaban y no pasaba nada”, relata con la sonrisa del que piensa que quizá no siempre cualquier tiempo fue mejor.
Siempre con la pelota entre las manos, no faltaron los duelos entre hermanos, aunque Gonzalo nos confiesa que no fueron tantos como podríamos imaginarnos porque la diferencia de físicos y de edad con Juampi (es cuatro años mayor), dificultó cualquier pachanga entre ambos. “Yo siempre fui muy chiquito de estatura y de físico. No crecí hasta los 15 años. Entonces pegué el estirón y ahí medía 1,94, que es lo que mido ahora. Antes yo era muy chiquito y no podía jugar con mi hermano. Es verdad que yo era muy enojón y él siempre me molestaba y yo terminaba llorando. En realidad, no llegamos a jugar un uno contra uno hasta que yo me hice más grande, hasta los 17 o 18 años”.
El ecosistema formado por las líneas del parqué fue ampliando horizontes cuando, de los juegos familiares se pasó al baloncesto con otros chicos. Quienes se acerquen a la hemeroteca leerán que Gonzalo Corbalán empezó a jugar en equipos de baloncesto con cuatro años, pero esta es una historia no del todo cierta como él mismo aclara: “En realidad, empecé a los tres, pero un día estábamos haciendo un juego que se llamaba ‘El Oso Dormilón’ con el entrenador. En él, los chicos tenían que ir a despertar al entrenador. Entonces, el entrenador salía corriendo y agarraba a los chicos para después seguir jugando. Pues bien, cuando yo fui a tocar al entrenador, se despertó y me asusté tanto que no pude ir más hasta los cuatro años”. El amor por el juego pudo más que aquel susto y, pasado unos meses, comenzó a jugar junto a los que hoy en día siguen siendo buenos amigos. “Algunos siguen siendo mis mejores amigos hasta hoy en día. Si pudiera volver a esos años, volvería sin dudarlo porque creo que fue el año más feliz que tuve en el club”, indica.
En el club Villa San Martín fue encauzando la vocación inicial y aprendiendo a competir hasta que, con 13 años, ganó el torneo provincial. Visto en perspectiva puede que fuera un triunfo menor, apenas reseñado en los diarios de la ciudad, pero las pequeñas glorias del deporte guardan una poesía tan profunda que ni el brillo de los grandes focos puede opacarla. Quizá aquel triunfo en edad temprana no trascendiera más allá del ámbito local, pero para Gonzalo supuso todo un mundo. “Me acuerdo que a los 12 jugamos con el equipo U13 y perdimos en esa final provincial. Después, al año siguiente, me tocó jugar de vuelta con el U13, pero ya en mi último año, y ahí sí que ganamos. Me acuerdo perfecto, porque fue en el club, en el Villa y fue lo mejor que me pasó hasta en ese momento porque nunca había ganado nada. Competir y poder ganar un título, un trofeo con mis amigos fue lindo, muy lindo. Nunca me voy a olvidar de ese torneo”, recuerda.
En esos días lo primordial era disfrutar del juego con amigos, la victoria era la guinda al pastel que cada semana devoraba, pero ya por entonces en la cabeza de Gonzalo, el baloncesto no era sólo una afición. Las vivencias de su padre, los progresos de un hermano que cada día iba a más… todo a su alrededor lo fue llevando a adentrarse en este deporte, y fue inevitable que surgiera la chispa necesaria para creer que también podía ser una forma de ganarse la vida. “Sabía que mi papá vivió de eso, mi tío también y ya tenía una visión, pero desde los 13 o 14 años, más o menos, fue que yo empecé a entrenar en serio. Empecé a entrenar, no doble, sino triple turno. También veía a mi hermano, que tenía 17 y estaba dando esos pasos de pasar a ser profesional en Corrientes. Veía que se cambiaba con el primer equipo y estaba en esa dinámica de primer equipo y filial. Entonces, ahí, yo viendo mis entrenamientos, viendo lo que hacía, que en realidad no lo hacían muchos chicos, y viendo a mi hermano, fue cuando yo dije: ‘bueno, le voy a meter a esto en serio’, y así fue”, revela.
Una ilusión y un reto que jamás habrían prosperado sin el apoyo de la familia. Con un padre como mentor en incansables entrenamientos individuales, pero también con la inestimable ayuda de una madre que siempre apareció para animar en los momentos bajos o para hacer de jueza de paz cuando surgieron los lógicos enfados entre padre e hijo. “Mi mamá era la que calmaba todo. Ella siempre nos decía las cosas, la verdad. Mi mamá era más de comentarios y mi papá era más de charlas, más de explicarte y todo”, dice. Su apoyo no se limitaba a las palabras: como buena doctora, era también quien acudía a curar los golpes y arañazos de sus hijos, convirtiendo cada gesto en un recordatorio de que detrás de cada sueño hay un amor que lo sostiene.
Gonzalo tenía todo lo que un chico desea a la hora de emprender: comprensión para dejar que sus sueños volaran, una voz que guiaba cada paso que daba dentro de las canchas y el cariño de una familia fuera de ellas. Lo tenía todo, menos el espacio donde poder brillar. Sentía que los aros se le quedaban pequeños y que debía batir sus alas en busca de nuevos horizontes. Así surgió la oportunidad de viajar a Estados Unidos. Su padre siempre pensó que allí la posibilidad de progresar sería más factible y tras varias visitas a institutos, eligieron jugar en Las Cruces High School de Nuevo México.
El deseo de alcanzar nuevas metas pudo más que el miedo a lo desconocido. No existieron dudas en su interior y, quizá por la inconsciencia propia por la edad, hizo la maleta sin más pena que la de separarse de su familia. “Yo solamente tenía la visión de querer jugar al básquet y cuando me dijeron de ir para Estados Unidos, dije sí, sin dudarlo. Creo que los que más vueltas le dieron a la cabeza fueron mi mamá y mi papá, por dejar a su hijo de 16 años que se fuera a otro país”, comenta. Por suerte, aquella primera impresión fue fabulosa y el posible temor inicial se desvaneció. “Las instalaciones de las escuelas eran increíbles. Yo me emocionaba y mi papá se emocionaba porque también era como su sueño visitar todo eso que él no conocía”, añade.
Tras la efervescencia alegre del momento, llegó el instante de la soledad. Fue ahí cuando Gonzalo aprendió a distinguir lo simple de lo profundo, lo necesario de lo superfluo. Para ayudarle a transitar por ese desierto emocional que fueron los primeros meses, encontró a sus particulares ángeles de la guarda. Personas que lo acogieron, suavizaron el impacto cultural y ayudaron a derribar la barrera del idioma. Con ellos, vio todo lo bueno del camino que se le abría y empezó a vivir en primera persona la película que tantas veces había visto en televisión. “Fue increíble. Muchas veces vos te vas a Miami, Nueva York o a cualquier lugar de vacaciones, le mandás fotos a tu mamá o a tus amigos y te dicen: ‘ah, mira, cómo en las películas’. Yo, la primera semana, estaba todo el día así. Caminaba por el pasillo del colegio, veía los casilleros, y yo decía: ‘ah, mira, cómo en las películas’ hasta que me di cuenta que en realidad era así: la vida normal de ellos no era la película. Fue muy lindo y estoy muy feliz por haber podido ir y pasar por todo eso que pasé”.
Sin embargo, en ese mar de felicidad que fueron los años de instituto, llegó la pandemia en el momento más inoportuno: el día en que se disputó la final del Estado. “Fuimos el último partido oficial de Estados Unidos. No sé cómo nos dejaron jugar. Nosotros estábamos jugando, todo el mundo estaba jugando en los torneos estatales, las universidades… estaban todos y, de repente, empezaron a cerrar todo. Entonces, nos llamó nuestro entrenador a la habitación diciéndonos que no podíamos jugar justo cuando estábamos antes de jugar la final. No sé cómo, pero nos dejaron jugar y ganamos. Ese fue el último partido en meses”, rememora el jugador. La pandemia que tantos abrazos rompió dejó a Gonzalo sin uno especial: aquel que hubiera servido para festejar el título de campeón estatal. La sobriedad del momento le privó de una fiesta que hubiera estado a la altura del logro y, sin embargo, aquello no fue lo peor que la pandemia supuso en la vida del jugador.
La situación sanitaria afectó a todos los niveles y todos los estamentos del deporte fueron dando respuesta a algo que jamás se había vivido. Así, la NCAA cambió sus normas dando un giro inesperado al anhelo competitivo del argentino. “En el año del COVID dejaron a los jugadores de último año volver a jugar su último año y bajaron muchísimo la cantidad de becas que se daban a los chicos que salían de la escuela”, señala. Él no encontró la llave que abriese la puerta a una gran universidad, pero no fue presa de la desasosegante incertidumbre y trabajó hasta firmar con la Lubbock Christian University.
Quizá no fuese el lugar deseado, pero allí volvió a crear un segundo hogar junto a su amigo Juan Pablo y la familia Montoya. Ellos le tendieron la mano, le ofrecieron un abrazo amigo y el cariño necesario para mitigar las barreras que la pandemia creó entre él y su familia en Argentina. Ese primer año en la pequeña pero acogedora universidad tejana parecía el inicio de una etapa estable, un terreno fértil donde enraizar sus pasos y proyectar su futuro a cotas mayores. Sin embargo, contra todo pronóstico, la carrera de Gonzalo Corbalán vivió un vuelco imprevisto durante el verano de 2021.
Gustavo Monella, amigo de su padre y representante de su hermano, contactó con él para hablar de una ciudad, Burgos, y un club, San Pablo Burgos, que había puesto sus ojos en él. La propuesta pilló por sorpresa a Gonzalo y agitó todo su mundo. “Yo no sabía mucho de la ACB o de Europa. Entonces me puse a googlear y vi que era un club que le estaba yendo muy bien, un club, dentro de todo joven, que había ganado un montón de cosas. Por otro lado, estaba la opción de la universidad: otra vez en División 2. No había tenido ni una otra oferta de División 1 y no estaba viendo cómo mejoraba a nivel individual. Y entonces dije: ‘bueno, me voy para Europa’”, señala.
Una decisión para nada baladí porque significaba cambiar de competición, de país y de continente… pero en la que no cabía tiempo para la reflexión. Gonzalo estaba a dos semanas de empezar el curso, ya estaba matriculado en las clases de segundo año y con la pretemporada a punto de arrancar en Europa. Asimilar el aluvión de acontecimientos y verbalizar ante sus amigos que quería marcharse fue complicado. Sin embargo, lo más difícil fue enfrentarse a la opinión del entrenador Todd Duncan. Él tenía claro su deseo de progresar en Europa, pero la imponente figura del técnico le infundía respeto. Delante de él expresó su deseo, pero “él no me contestó, no habló. Y eso sería a las 11 de la mañana, yo me acuerdo perfectamente. A las cinco me pidió que volviera a ir para hablar y me dijo que quería que me quedase, pero le contesté, la verdad: que quería dar ese paso a Europa. Y fue así. Al final, me deseó mucha suerte”, recuerda. No había marcha atrás y como le dijo la familia Montoya antes de despedirse, Gonzalo debía perseguir su sueño.
Ese sueño estaba a punto de empezar en Burgos, pero para que llegase ese momento, antes Gonzalo Corbalán tuvo que vivir, quizá, el momento más especial hasta ahora en su carrera: el Mundial U19 de Letonia en 2021.
Los atípicos pasos dados por el argentino en un instituto norteamericano y el apagón informativo que provocó la pandemia obraron que durante unos años claves en su desarrollo formativo estuviese fuera del radar de la prensa y la selección argentina. Por suerte, la llamada de la Selección llegó en el mejor momento y en 2021 entró en la convocatoria para el Mundial con un estreno inmejorable: Argentina remontó 17 puntos para vencer a España y Corbalán brilló anotando 11 puntos. Ese debut le hizo hacerse un hueco dentro de un equipo donde Juan Fernández destacaba en la pintura. El escolta, poco a poco, fue siendo una de las sensaciones del torneo, pero lo que lo cambió todo fue el triple sobre la bocina con el que Argentina se clasificó para cuartos de final. “El partido contra Turquía fue el que me cambió toda la carrera, sobre todo por el triple al final”, asevera.
Fue tal el impacto de aquella canasta milagrosa que hasta los jugadores de la selección absoluta (que estaba concentrada en Las Vegas preparando los Juegos Olímpicos) colapsaron sus redes sociales con videos festejando la victoria y mandándole felicitaciones. Quienes fueron sus ídolos de infancia se convirtieron por unas horas en los mayores admiradores de Corbalán. Un sueño que incluso hoy en día le cuesta revivir sin emocionarse. “Fue una locura porque yo nunca estuve en la selección y nunca estuve en el radar de Argentina porque me fui de chiquito, estuve en Estados Unidos y la gente en Argentina no me conocía. Entonces llegó ese triple y se inundaron las redes sociales. Me metí al celular, pero Instagram no funcionaba porque se me había bugeado de tantos comentarios de seguidores y yo no entendía nada. Luego me mostraron mis compañeros un video de la selección que estaban ahí mirándolo. Recuerdo que hay una reacción del Oveja Hernández, hay una reacción del equipo entero, de Scola… Obviamente, yo no los conocía personalmente, pero eran los ídolos de la infancia porque literalmente crecimos viéndolos a ellos. Cuando comentaron eso, cuando Facu mandó el video con todo el equipo ahí y dice: ‘te tiraste una buena pizza’. Fue increíble. Algo que no me voy a olvidar nunca porque tengo las imágenes grabadas en la cabeza”.
Su participación en aquel torneo fue el espaldarazo que tanto necesitaba su carrera y, tras aquella maravillosa aventura en tierras bálticas, Gonzalo inició un nuevo capítulo en su historia. Esta vez Burgos era el nuevo escenario que se abría ante él, pero el guion era conocido: hacer las maletas y volver a empezar en un lugar desconocido.
Cambió la cálida y exuberante Texas por la fría y sobria Castilla. Un lugar acogedor, con todo lo necesario para que un joven talento pudiera explotar, pero que también suponía un desafío brutal porque su acceso al baloncesto europeo se hacía por una puerta tan pequeña como lo puede suponer jugar en liga EBA, la cuarta categoría del baloncesto español. La historia reciente nos dice que ha habido ilustres nombres como Brad Oleson, Andrés Feliz, Tiago Splitter o Vit Krejci cuyo ascensor a los cielos competitivos arrancó desde categorías muy bajas pero, en todo caso, que existieran notables precedentes no aliviaron la carga del reto.
En cualquier caso, el desafío no le intimidó pues, como él mismo se encarga de decir, “vine para demostrar que podía estar en las mejores ligas de España. Y la EBA me ayudó muchísimo a eso. La mentalidad mía fue de decir: ‘bueno, si ya cambié una vez mi lugar de Argentina, me fui a Estados Unidos y luego volví a cambiar mi lugar de Estados Unidos para venir acá, si no doy el máximo acá, perdí todo ese tiempo que tuve antes por venir a hacerlo mal acá’. Ese año me sirvió mucho porque estaba en dinámica ACB con el San Pablo y estaba jugando muy bien en EBA”.
El impacto del jugador argentino fue brutal: 35 puntos y 40 de valoración en su debut, y 33 puntos para 39 de valoración en la segunda jornada. Evidentemente la competición se le quedaba pequeña y la arriesgada decisión de salir de la zona de confort americana cobró todo el sentido. Más aún cuando el 21 de noviembre de ese año debutó en ACB.
Cierto es que lo hizo en un momento donde el primer equipo tenía problemas deportivos y arrastraba muchas lesiones. Fueron días donde experimentó una dicotomía emocional: estaba feliz porque veía que tenía ante sí una oportunidad única, pero comedido por las circunstancias que la envolvían. “Yo venía entrenando con el equipo y venía viendo las situaciones y decía: ‘¿Quién va a jugar el sábado?’ Iba haciendo mis cálculos y pensaba: ‘éste se va, éste no llega, le duele el tobillo a éste otro…’ Se había echado al entrenador la semana antes y Félix Alonso, que era el asistente, quedó de primero y el viernes me dijo que iba a jugar. Entonces pensé: ‘bueno, está bien’. Obviamente, no tenía en mi cabeza que iba a jugar”, confiesa.
Y sí, viajó y aquel viaje fue una experiencia imborrable. “Mandé fotos a mi papá y a mi tío, de la camiseta con el 10 y el logo de la ACB, con el hombre detrás... con todo”, recuerda. Pero también jugó y aunque 22 segundos no dan para mucho, le bastaron para coger el balón e intentar una bandeja. No fue la mejor de su carrera, pero aún hoy en día no la olvida. “Agarré la pelota y tiré una bandeja que tocó el tablero, pero no tocó el aro. Bueno, esa fue mi primera vez. Sabía que tenía que tirar porque una vez, no me acuerdo quién, pero me dijo que, si debutaba, la primera pelota que agarraba tenía que tirar. Entonces yo agarré y tiré. Sí, tiré y fue malísimo”, dice entre risas.
Su debut no pasará a la historia, pero sí sus siguientes años en Burgos. Ahí fue construyendo un nombre cada vez más grande, convirtiéndose en pieza fundamental en el triunfo de la pasada Copa España (donde fue MVP tras endosar 20 puntos al Obradoiro en la final) y en el tan ansiado ascenso a la ACB. Un camino quizá más largo del deseado, pero que ahora encuentra su verdadera razón de ser. “No quería jugar tres años en LEB, porque quería jugar en ACB con el San Pablo. Veníamos buscando eso mucho tiempo. Creo que mi progreso fue despacio, porque en realidad me llevó tres años poder estar de vuelta con el San Pablo en ACB, pero fue muy lindo porque no sería el jugador que soy ahora si no hubiese pasado esos tres años. Fueron años de mucho aprendizaje”, reconoce.
Hoy, Gonzalo Corbalán es una de las jóvenes promesas de la Liga Endesa y en Burgos todo un ídolo. Allí ha encontrado el lugar donde construir su sueño e incluso para él, un chico que siempre vivió en tierras cálidas, parece que el frío ya no es tan frío en Burgos. “Ya me acostumbré”, cuenta con una sonrisa. “Los primeros tres meses, no entendía por qué hacía tanto frío en un lugar. Era increíble. Encima, ese año nevó y en mi ciudad nunca en la vida nevó. Ahora ya me he acostumbrado, pero los primeros meses fueron terroríficos. Para entrenar, para hacer algo en la ciudad, para cualquier cosa… yo no tenía hábito de hacer las cosas con frío”.
Sobre el parqué Gonzalo es un volcán en permanente erupción. Un torbellino de energía que convierte cada posesión en un pequeño acto de fe y que hace vibrar a su afición. Sabe que el carácter es un elemento innegociable en su baloncesto y en cada dribbling, en cada mirada hacia el aro, Corbalán parece reivindicar no sólo su talento, sino la esencia misma de su origen: la de quien no se da por vencido, la de quien entiende que resistir (y seguir adelante) es la primera victoria.
Una fórmula que lo sitúa en una posición privilegiada que disfruta y valora. Pero, aun así, por respeto a las huellas del pasado, sabe que no puede conformarse: “Sigo en el proceso, pero a corto plazo, sí. Estoy en el lugar que quería estar cuando salí de casa”, afirma con serenidad. Sus palabras suenan a calma orgullosa, pero también a promesa: la certeza de que el viaje apenas ha comenzado y que, desde Burgos, Gonzalo Corbalán seguirá escribiendo una historia marcada por la resistencia, el esfuerzo y la convicción de que los sueños, cuando se persiguen con pasión, siempre encuentran su lugar.