Artículo

Dominios (II): Bill Russell

En la serie de grandes dominadores de la NBA merece un espacio propio un jugador que nunca destacó por ser un gran anotador: Bill Russell. A pesar de ello, y con solo 208 cm., su fuerza de voluntad fue la clave de los 11 anillos de la NBA que conquistó, convirtiéndose en el mayor intimidador de la historia. Fiel a su estilo, G Vázquez afronta el perfil de este personaje huyendo de tópicos bibliográficos y adentrándose en la personalidad del mito

Bill Russell condicionaba cualquier ataque (Foto NBAE/Getty Images)
© Bill Russell condicionaba cualquier ataque (Foto NBAE/Getty Images)
  

Muy cerca de Monroe, en la profunda Loussiana de los años treinta, un niño negro pasaba sus días a los lomos de una mula hasta que llegado el atardecer, una caña de pescar y el sereno tarareo de una vieja melodía lugareña servían de reposo al remanso del río. Unos años atrás, con apenas dos, este señuelo del tío Tom, al que parecían perseguir las más molestas afecciones, deja inesperadamente de comer. Ni el médico local ni el humilde hospital de la población más cercana, Baton Rouge, logran dar con el remedio hasta que una monja curiosa enterada de la pena, le toma sin mediar palabra por los pies y consigue desalojar de su garganta el pedazo de pan que acercó al niño a la muerte. En la superación de esta y otras tantas dificultades, su madre quedaría convencida de que el pequeño estaba tocado por la divinidad y así se lo hizo saber intensamente al pequeño antes de que una falsa gripe le arrebatara de su protección cuando él contaba apenas doce años.

Trasladado junto a su hermano a la ciudad, los primeros estudios enseñan al joven que la vida del hombre negro tiene que redoblar sus esfuerzos por salir adelante en el país que le vio nacer. Su estatura le da paso al equipo del colegio y allí tiene que compartir camiseta con otro chico cuando alguno de los blancos disponía incluso de dos. Un día, el técnico, George Powles, hizo de maestro y espetó muy seriamente: 'Sois un equipo de negros que sólo podéis vencer a los blancos aquí para que no lo consideren un motín, así que destrozádles porque es vuestra única opción' . Estas palabras marcarían el resto de su vida porque al aprendizaje que rápidamente se iba granjeando, se unió la paradoja de que nunca Billy se vería en las listas destacadas del colegio. Por esta influencia silenciosa, cuenta William Felton Russell que desde entonces no pasó noche libre de pensar en otra cosa que no fuera ganar, ganar ahora y hacerlo a la siguiente ocasión, ganar' siempre.

A veces se insiste demasiado poco en la honda biografía de las figuras del Deporte, y de veras que esta tarea resuelve con frecuencia el examen general de toda una carrera, que en el caso que nos ocupa hoy, el de Bill Russell, no fue nunca menos que un sublime compromiso público con un origen social deprimido, a diferencia de otros muchos casos, de carácter rural.

Aquel jovencito, al que su padre nunca cedió un centavo para que el pequeño vicio 'alcohol y tabaco- fuera obra menor por oculta, acudió con empeño a la universidad de San Francisco, donde ganó los dos títulos que cerrarían su periplo (de más de 20 y 20). Casi importa menos que en 57 partidos tan sólo una noche conociera la derrota o que al terminar sus estudios tomara parte del equipo olímpico americano de Melbourne sin perder un solo choque, como que aquel verano del 56 viajara al África profunda para ver con sus propios ojos aquella terrible situación que los libros de su país parecían fugazmente insinuar.

Esto sería ya definitivo y por todo ello no cuesta demasiado entender que, una vez dispuesto de medios, convirtiera su carrera en un sentido homenaje a todos aquellos a quienes vio padecer penas, multiplicando su voluntad hasta un límite desconocido hasta entonces por un deportista negro en el escenario americano. 'Me prometí a mí mismo ser un campeón' . Si Owens fue años atrás el pionero solitario, Russell sería la guinda negra de un pastel eminentemente blanco.

Resulta imposible hablar de Russell sin recurrir constantemente a sus once anillos. Pues bien, trataré de ir algo más lejos en esta devastadora conclusión: entre 1955 y 1969 Russell consigue 14 de los 16 títulos colectivos posibles como jugador: 11 anillos NBA, 2 títulos NCAA y su medalla olímpica.

Ahora bien, ¿a qué fue debido todo esto? 'Por qué los equipos de Russell parecían estar anclados en la gloria? Sintetizando, se plantean tres razones recíprocas de las que únicamente la tercera es digna de interés hoy.

1. Red Auerbach. Este mito merece interés aparte, pero en su favor diré que no ha habido jamás directivo técnico cuya obsesión, no por la victoria, sino por la humillación rival alcanzara tan alto grado. Auerbach era un tirano en toda regla y un superdotado en la estrategia psicológica del grupo que contó además con la diosa fortuna mientras estuvo en activo. 'Pensaba más tiempo en ganar que yo en comer cuando era niño' . Y ¡ay! de aquel que no lo hiciera porque nada, nada, contaba para Auerbach sino se lograba ganar.

2. La franquicia deportiva de Boston. Otro asunto de largo cosido. Walter Brown, el padre de las operaciones junto a Auerbach, consiguió la proeza de reproducir la gloria del equipo con un trabajo magistral prolongado en años. Sobra decir que las piezas de toda la era Russell, Bill Sharman, Clyde Lovellette, Bob Cousy, Tom Heinsohn, K.C. Jones, Bailey Howell, Sam Jones, Tom Sanders, John Havlicek, Don Nelson, etc., escriben en suma varias de las páginas más preciadas de la historia de nuestro deporte. O lo que es lo mismo, Russell, se vio permanentemente bien acompañado, mucho mejor que Robertson, Pettit, Schayes, Chamberlain, West, Greer, Baylor o cualquiera de los que tuvieron la desdicha de bailar con los Celtics.

3. La presencia suprema en torno de Bill Russell.

Todo su baloncesto no puede ser entendido de modo distinto a lo que él suponía que era aquello, un trabajo, el mejor regalo que el destino le había podido deparar. 'En aquel humilde colegio, los mismos profesores nos hacían ver que no llegaríamos nunca a nada' . Conviene recordar ahora aquella idea materna tallada a fuego en el alma de Russell; se entiende así que su entera psicología deportiva girase en torno a un ideal de voluntad superior de lucha y, por qué no, a un método acertadísimo, de tal forma que todas sus enormes carencias técnicas quedaban de este modo arropadas. 'El baloncesto pasó a ser mi obsesión, y lo mejor es que era tremendamente divertida' .

Todos los rivales de Boston requerían de un altísimo acierto exterior porque dentro era imposible fluir si Russell estaba en pista. El hombre alto e incluso aquellos interiores a quienes se doblaba el pase quedaban colapsados bajo su presencia defensiva, no tanto por la mera presencia física como Chamberlain u O'Neal, cuanto por una habilísima combinación de envergadura, sincronía y voluntad. Las estaturas venían ya mayores de la era Mikan y el 2.08 de Russell no era tanto una diferencia por arriba como por el entorno circundante a la concentración del ataque rival en forma de tapones y perjuicios de forma, eso que se da en llamar intimidación.

Nadie seguía al hombre alto como él y a la carrera, siempre sin balón, podía superar a piezas de backcourt infinitamente más bajas que él. El tapón a West en las series del 65 recuperando él solo toda la pista de palomero del angelino, debiera ser pieza maestra en cualquier lección defensiva. Pero en rigor, puede afirmarse que si Jordan, Rodman o Dumars eran rapiñas en el seguimiento largo en defensa, aún hoy mantiene Russell la hegemonía en la traza corta al hombre alto con balón, el ideal eterno de la defensa interior individual. Ninguno de los conjuntos que luchó con los Celtics a series enteras, logró liberar jamás su ofensiva estática mientras Russell estuvo en activo. Y los Hawks del 58 y la Phila del 67, las dos únicas cesiones verdes, brillaron en la hábil anticipación ofensiva, o lo que es lo mismo, evitaron que Russell fijara su posición atrás.

Y por ello mencionaba más arriba la 'sincronía', porque era la misma, insisto, la misma que trataban de desplegar los rivales cuando el balón se acercaba al aro. En esta réplica defensiva, como un espejo, no ha habido desplazamientos de insistencia similar. Mikan, Chamberlain o Abdul-Jabbar más bien tendían a la espera del balón adentro; Russell perseguía el movimiento de su hombre o de quien recibiera en su cobertura. Intuición, coordinación y por supuesto, voluntad, fueron sus claves.

Esto explica igualmente proezas del tipo 'rebote medio', porque la naturaleza esencial de sus rechaces era, no una posición inerte de metro cuadrado, sino una danza constante de gemelos, como el boxeador, en la corta pintura, atrapando 'no recogiendo- balones en timing de salto y envergadura. 32 rebotes en una mitad, 19 en un cuarto, 29.5 en unas Finales o 51 como mejor marca revelan en suma sus más de 21 mil en carrera, a la que sumar cinco MVP's e infinidad de galardones numéricos que, como su perfil ofensivo personal, son asunto menor. Y es que arriba era más bien parco, de poco derroche, así que su corto gancho zurdo, ese depositar el balón cuando todo estaba hecho, era cuestión de muy alto porcentaje.

Y por supuesto, no se puede recordar a Russell sin asomar a su pareja más fea, Wilt Chamberlain, e igualmente queda manca la eterna apología de su rivalidad sin apuntar que fue más bien de media cara, pues la hubo cuando Wilt tenía el balón, pero no a la inversa, donde acertadamente siempre delegó Russell el balón a los demás, como apartándose de la primera escena de ataque, vistiéndose de segunda, o mejor, del escenario entero sobre el que mejor se representaba la obra de dos generaciones de Boston. 'Siempre tuve la impresión de que Bill infundía al equipo una inquebrantable mentalidad de campeones' , asegura aún hoy K.C. Jones, trece años como jugador a su lado como universitario y profesional.

Todo el mundo conoce, por recurrente, aquello que sucedió en el séptimo choque de las series de 1970, el peso anímico que puede suponer la protección de un jugador 'Willis Reed- sobre el grupo. Ahora bien, que la NBA haya recurrido con mayor frecuencia a aquel detalle procede de que todos los ingredientes se dieron juntos en apenas diez minutos, una concentración ideal para los montajes, la misma que Russell prolongó en toda su carrera y especialmente en sus dos últimos años. Al título de Wilt del 67, siguió una motivación especial en que Bill, ya entrenador de Boston, volvió de nuevo a sus orígenes. En 1969 se produce una gesta por desgracia olvidada en que los verdes superan el mayor número de trabas con que jamás se encontraron en su episodio número 13, el último y como suele acaecer, el más especial. Boston derrotó a Phila en su casa, a New York después y a los todopoderosos Lakers en siete partidos. Siete descansos desfavorables dieron en el vestuario de los verdes en la mayor expresión emocional de motivación colectiva de la historia de la liga. 'Ni a uno solo de vosotros lo cambiaría por todas esas estrellas que visten de amarillo' .

Bill representaba todo esto a oscuras, nunca en público y tan sólo en las series del 65, tras el quinto en casa con victoria ante Phila en las Finales de la Este, a Russell se le escapa un gesto desnudo en el Garden en que al término, apresa con una mano a K.C. y con la otra a Havlicek y no les suelta hasta que la suma de público y la desigual motivación de la pareja rompen la divina cadena. Sólo encontré un gesto similar 27 años después cuando Ainge repasa con su mano las de todos sus sorprendidos compañeros al inicio de las Series y solamente se ve correspondido de veras por la palmada a la espalda del abuelo Cooper, quien entendía por edad que el sentimiento de victoria nace de un arrebato íntimo que en plenitud colectiva, adquiere una fuerza y sentido emocionales de auténtica comunión. Y esto representa una Fuerza esencial. No puedo explicar de otro modo una cuestión tan intangible como esta, la del fácil recurso lingüístico a la 'madera de campeones', o lo que es lo mismo, el impulso vital hacia algo compartido.

Resulta muy difícil acreditar en palabras el incremento de ánimo y rendimiento que derramó Russell sobre todos sus compañeros, una superlativa seguridad que técnicamente pierde parte de su encanto en la custodia del aro. Quizá por ello, para entender el sentido de aquella insólita Dinastía, la más grande de cuantas ha ofrecido el deporte americano, convenga sumar a los excelentes cuadros de Boston la aplastante conclusión de que ningún equipo logró jamás contar con un arsenal tan vasto de aspectos del juego, no ligados directamente con la anotación, concentrados en un solo jugador. Y quizá también a aquel toque divino que apuntaba una persona a la que más de medio siglo después creo con firmeza, su madre.

No es de extrañar así que la naturaleza cumpliera su caprichoso cometido con los años, esbozando sobre el arrugado rostro de vieja cana de aquel señuelo del tío Tom, el entero semblante del mismísimo tío Tom, y es que en esa legendaria figura se encuentra, como en los anillos del tronco, una buena parte de la más grande épica de la Historia del Baloncesto.

Gonzalo Vázquez
ACB.COM