Corría el verano del 74 y la experiencia como entrenador había tocado a su fin. Las 47 derrotas de San Diego, uno de los supuestos gallitos aquel año en la ABA, pesaron demasiado. Con un año era suficiente. Hasta la postura indolente de Wilt sobre el asiento, más bien tirado, parecía revelar un hastío del deporte que le hizo rico. 'No, no entrenaré el año que viene'. Harto quizá de los habituales interrogatorios y de las cientos de veces que tuvo que responder a las mismas preguntas '''Has conseguido lo que querías como jugador?'-, rompió después brutalmente el guión: 'No, a mí lo que de verdad me hubiera gustado era jugar al fútbol, ese sí que es mi deporte'.
Pocos años más tarde, era presidente de la Federación de Voley de todo el país después de hacer algún caprichoso pinito en esta disciplina y alternativamente le dio por las pantallas de la televisión y del cine ''Conan, el destructor' (1984)- mientras no abandonara los gimnasios, rechazara varias veces pasar al circo americano de la lucha o combatir con Muhammad Alí o lanzar para los Oriols de Baltimore en béisbol al término de sus años mozos, durante los que llegó a bajar de los once segundos en los cien, ganar tres veces el salto de altura del colegio, lanzar el peso a más de 17 metros o subir de los 15 en el triple salto.
Pese a haber legado su vida deportiva a una sola cosa, Wilt Chamberlain era un superhombre, un gigante dotado de una habilidad y fuerza extraordinarias. Y como algo había que hacer, el baloncesto no era mala opción.
Su representación escénica en Kansas llegó por momentos a ser técnicamente escandalosa, sin precedentes en nuestro deporte, y quizá tan sólo con un poco de generosidad, el Alcindor de la Power se aproxime algo a la idea siguiente. A su técnico, Dick Harp, no le avergonzaba en absoluto que en momentos de apuro que podían estirarse hasta diez minutos de crono, su base Johnny Parker aguardara a que el rebote de Wilt sobresaliese más de un metro por encima de los demás y esperara después con tres o cuatro botes a que el gigante oliera hierro en menos de diez zancadas, para devolverle el balón en 'high pass' y anotar así cuantas veces quisiera. Que 30 de los habituales 80 puntos de un equipo formado por 18 jugadores fueran de Chamberlain, significa más, aunque cueste creerlo, un signo de cierta dispersa apatía que el verdadero tope de su potencial, porque si en algún momento su figura representó la de un gigante, ese fue su par de años universitarios, donde su envergadura marcaba una diferencia abismal; no así la mentalidad, por la que habitualmente se inclinaba hacia el esparcimiento personal con alardes de superioridad de pura galería.
Sus números en Kansas solamente revelan el desequilibrio de un jugador aún no forjado técnicamente, el de una elástica torre recién llegada a nuestro deporte, por el que se terminó decidiendo sin demasiada convicción. Y esta es y será la sorprendente culminación a aquel primer párrafo, que el baloncesto nunca fue en Chamberlain una verdadera devoción. Esta circunstancia y el nublado desafío que tenía por delante provocaron que sin mayores traumas, recalara un año en el circo globetrotter, donde su ego sí perdía alimento.
Philadelphia se hace con él por elección territorial y pasa del farolillo de la Este a disputarse a seis con Boston el trono de la Conferencia. El supuesto perfil de novato desaparece en su primer minuto de carrera, donde desata 8 puntos y 3 rebotes para cerrar la noche con 43 y 28 ante los Knicks, a los que endosará 100 tres años después. Captura 25 rebotes con 23 puntos en el All Star y se hace con el trono del partido, al termino del cual la liga se le echa encima sin el mayor pudor y Chamberlain arremete contra los enanos insinuando su posible abandono ya en su primer año. Con todo, nadie logra ni más canastas ni más rebotes que él. La Liga tiene un nombre desde su llegada, no así el título.
Sólo hay una cosa que puede con el fenómeno Chamberlain en aquella primera trayectoria exprimida de siete años, el Baloncesto, cosa más bien colectiva y compleja, y no será hasta 1967 cuando él y sus compañeros derramen el suficiente baloncesto para acceder a la gloria. De ahí que sus dos únicos anillos devinieran por dos de los diez mejores equipos que ha dado nunca este deporte, los Sixers del 67 y sobre todo, los Lakers del 72.
Chamberlain representó a este deporte lo que el Empire State a la isla de Manhattan, la ubicación activa de un coloso en torno a un paisaje inferior. Desde su vista privilegiada no había edificios que entorpecieran el panorama, y el suyo era uno solo, el aro, del que nunca se despegó mientras su baloncesto fue netamente numérico, más bien corto e insultantemente tiránico.
Hablábamos con Mikan de ese recurso elemental que ya no abandonará nunca este juego, el tamaño. Pues bien, Chamberlain supone un grado superior al mismo patrón. Más alto, más fuerte y de mayor dinamismo que aquel primer dominador, no se puede añadir técnicamente gran cosa al modelo de que hablamos, salvo que el repertorio, con toda lógica por el intervalo que les separa, evoluciona hacia los desplazamientos rápidos en mayor medida. Pero la soberanía popular que el baloncesto había conseguido extender al adiós de Mikan vuelve a ponerse en entredicho a la aparición de un ejemplar que más que campar a sus anchas, no fue nunca objeto de excesiva traba física rival.
Ahora bien, hay dos vidas deportivas en Wilt Chamberlain tan bien distintas como gradual fue su maduración como jugador. Veamos, pues, un esbozo rápido de esta íntima evolución.
A su llegada a profesionales, su estatura se estanca en un cuerpo que no deja de ensanchar tamaño y fuerza hasta, aunque cueste creerlo, entrados los años ochenta. Cada año era orgánicamente más poderoso y si bien sus piernas apenas engordan diámetro 'siempre fueron largas y delgadas-, el tronco superior, especialmente de hombros, ganaba más y más sólido volumen. La dinámica previa a su primer anillo era total; rápido, ágil y motivado, no había actividad ofensiva que no pasara por sus manos. En aquella plenitud juvenil desplegó siempre mayor habilidad con las piernas que calidad en sus manos. Chamberlain se fajaba por velocidad y zancada, pero nunca terminó de entender que sus promedios de 50 podían incluso incrementarse de haber concentrado todo su esfuerzo en penetrar hasta el mate. De ahí que su habitual media bandeja de batida fija, sin carrera, dispuesta como un gancho, fuese salvo en la rocosa defensa de Russell, Pettit, Lucas o Reed, un gesto técnico mentalmente ingenuo, una virtud defectiva. No había así mejor modo de atenuar su poder que empujar literalmente su recepción interior más allá del pozo del aro, y ni aun así, sus fantásticos porcentajes, los mejores para un pívot, se vieron en modo alguno reducidos. Es la etapa del abuso natural sobre el atributo técnico de interés.
A la paliza verde en las series por la Este del 66, sucede un cambio drástico en el juego de Philadelphia que ya no abandonarán jamás los equipos de Chamberlain. Hannum por fin lo entendió. El uso de Wilt como meta final del balón había quedado obsoleto, y de forma inteligente su figura pasó a representar la de un sólido pilar de juego mucho más abierto. Aparece el Chamberlain intérprete del movimiento de piezas. Greer, Walker y Cunhingham giran constantemente en torno a un pívot más despejado de pases altos al corte y movimiento pendular del balón, dentro-fuera, pívot-corte, pívot-pívot. Se genera, pues, el más alto rendimiento técnico de un equipo hasta entonces alrededor suyo, dando como resultado uno de los diez mejores equipos de la historia' en su primer anillo, con un aplastante 79-17 al cierre.
Pero el sumiso ciclo de exprimir a Chamberlain de manera unívoca había marchitado; un período insólito en que un solo jugador, el semental de juego corto más prolífico que ha dado este deporte de largo, despliega un absolutismo táctico concentrado sin parangón, ni antes ni después. El despilfarro de pornografía deportiva atribuida eternamente a Chamberlain se produce hasta entonces. Y de aquel legado, de aquella rudimentaria escenificación numérica, de la tesis todavía hoy presente del analista americano ''the greatest offensive force in history'- se desprende, y esto es lo más crucial, que aun en plenitud productiva, meramente anotadora, el Baloncesto y todo su despliegue estratégico pudieron con él y por añadidura, con el tiránico patrón que Mikan había instalado años atrás. En aquella natural evolución, el Baloncesto, contra lo que se suele pensar, no se hizo a Chamberlain sino Chamberlain al Baloncesto.
De aquella primera etapa sobrevivirá esencialmente otro aspecto que tampoco dejó nunca de potenciar, la defensa. Si con Russell hablábamos de una persecución interior al hombre hasta la extenuación del tiro, Chamberlain encarna un perfil más clásico en el recurso al tamaño: la intimidación presencial de envergadura plástica. Wilt saltaba al balón arriba, más que para desviar la parábola, para pervertir drásticamente todo lanzamiento cercano al aro. Su cobertura superior era infranqueable. De ahí que el sky-hook del primer Abdul-Jabbar fuera con él tanto más corto como más alto, cuando a las finales de la Oeste del 71, tuvo el joven center que saborear sus primeros y únicos tapones en vida. Y de esta defensa vertical, de su envergadura arriba como inteligente y dosificado recurso, se entiende que en sus más de 1200 partidos de carrera fuera increíblemente expulsado una sola vez y sin motivo de faltas, los únicos ocho minutos de ausencia en aquella campaña del 62, en que su permanencia global en pista supera la duración de partido.
En este dominio del entorno, igualmente el rebote de Chamberlain era solitario. De su presencia defensiva corta, sin persecuciones al hombre, su escaso despegue del aro añadía magnetismo a las poderosas manos que más arriba llegaban mientras estuvo en activo. En rigor, sólo Russell le supone rivalidad pronunciada en la anotación, rebajando frente a él sus promedios hasta los 28.7, curiosamente el mismo registro de rebotes que Wilt alcanza en los 142 duelos con el pívot de Boston, sobre el que captura su tope de 55 en noviembre de 1960.
Ocho años después, Chamberlain es un jugador plenamente compacto. Tanto había abierto su juego que su poder se derrama ahora sobre todos los aspectos del juego. Y quizá para acreditarlo, de los cientos de registros con que uno puede asombrarse de Wilt, escoja el criterio de la suma abierta este milagro. El 2 de febrero de 1968, jugando contra Detroit, Chamberlain colorea la victoria con 22 puntos, 25 rebotes y 21 asistencias, la mejor marca de pases en la historia de un pívot, al igual que su liderazgo entonces de esta disciplina, vetada a los cincos. Aquel registro numérico se mantiene aún hoy como el único triple-doble doble en la historia de la NBA.
Pero como si la gloria fuera territorio vetado para él, aquel título del 67 supondría de nuevo un altísimo precio los cuatro largos años siguientes, cuando su producción como jugador mayores cotas colectivas debería haber alcanzado. A pesar de ser de largo el mejor equipo de la Regular, los Celtics les apean de las series del 68, igual que al año siguiente, y entendiendo que Boston alcanzaba por última vez el cielo, las dos ocasiones siguientes resultan aun más dolorosas. Cuando el experimento laker West-Baylor-Chamberlain parecía ser por fin 'el equipo', el nuevo ensayo colectivo en comunión deportiva, los Knicks de Holzman, dinamitan su destino, e incluso a la temporada siguiente, en las series por la Oeste, recibe un gravísimo varapalo cuando los Bucks de Costello deciden encarar a Chamberlain de forma directa con un jovencísimo Abdul-Jabbar, el enfrentamiento en serie entre pívots más concentrado en el interior de la historia. Los Lakers caen en la trampa y el niño vence al hombre, abandonado una vez más a su suerte. Son años perdidos, que ya nunca volverán.
De ahí que la paciencia de Wilt llegue a su fin. El más determinante jugador del mundo toma definitivamente las riendas del equipo y pasa a dirigir en los entrenamientos más que el propio Sharman con resultados insuperables. Los Lakers no tienen ya rival. Del 5 de noviembre al 7 de enero no conocen la derrota en 33 partidos, y allá por marzo, cuando hacía más de un mes que ya eran campeones de la Regular, derrotan a Golden State con un equipo suplente por 63 puntos y Wilt disputa voluntariamente todo el partido. Quería ser el eje del cuadro suplente que podría hacer falta en Playoff, sabedor de la ausencia de Baylor. Pero no hizo falta. El coloso disfruta por fin del baloncesto cuando sus puntos 'qué cruel lectura- no alcanzan siquiera la cota de los quince. De forma natural y sin ganas de zafarse ya del hombre, desarrolla entonces el mejor giro corto a tabla de la historia, y por primera vez en su vida, ya no será él quien corra para recibir, sino los demás esperando a que sus manos alumbren los más breves y ágiles ataques de toda la década.
El Chamberlain final es una colosal máquina de distribución de juego, y podría entenderse aquel último año como una regresión intimista de alguien que por fin ha entendido que la actividad a que dedicó sus mejores años no eran, como los demás le habían obligado a creer, cosa suya. Bajo esta paradoja, su última derrota le despide por hastío de un circo que le seguía viendo como un monstruo de feria.
El periodista aún seguía sorprendido después de aquella frase. ''De veras que lo que te hubiera gustado hacer no era jugar al baloncesto?'. Wilt le miró con desgana. Años atrás se había negado a declarar nada a la prensa. No entendía por qué siempre se habían metido con él con tanto encono. Quizá su última relación con el baloncesto fuera el sobrecogedor término de aquel diálogo: 'Nadie quiere a Goliat'.
No hubo verano de los quince siguientes en que no sonara el teléfono para un regreso que nunca se produjo.
A las doce y media del miércoles 13 de octubre de 1999, la policía le encuentra en su apartamento de Bel Air sin vida sobre la cama. Aquel corazón de 63 años le había dicho basta a los excesos de gimnasio. 'No, no puede ser. Era un especimen físico increíble. Te juro que le vi hacer cosas que ni te imaginarías que pudiera hacer un hombre'. Monte Johnson, compañero de los años de universidad, no podía creerlo porque quizá él mismo asistiera en verdad a aquella leyenda que cuenta que el gigante, colérico una noche libertina, hiciera estallar un balón entre sus manos.
Los malditos números no abandonarán nunca el espectro de Wilton Norman Chamberlain, porque la memoria histórica no puede ser esquiva a que, tres décadas después de que bajara el telón, 17 de los 26 mejores registros relacionados con la anotación, 5 de los 8 de porcentaje, 6 de los 8 de aciertos logrados, 6 de los 7 de intentos, 9 de los 13 en rebotes' sean todavía de su exclusiva propiedad.
Gonzalo Vázquez
ACB.COM