Recuerdo como si fuera ayer el agradable olor a chocolate que nos saluda al pisar las primeras calles de Hershey. Esta pequeña localidad de apenas 7.500 habitantes, 85 millas al Oeste de Philadelphia, es conocida en todo el país gracias a su producción chocolatera, pero además reside en los libros de historia por lo allí acontecido la noche del 2 de marzo de 1962.
Si alguien se pregunta qué hacíamos los Warriors de Philadelphia jugando en un pueblecito como Hershey, debe buscar la respuesta en las necesidades monetarias. Solíamos disputar algunos partidos como local en ciudades cercanas a la capital, para atraer a los fans y ganar popularidad. Esa temporada por ejemplo jugamos tres partidos allí en Hershey, otro en Utica (NY), y alguno más por ahí cerca. A todos nos fastidiaba bastante, pero las prioridades de entonces estaban más por la expansión y el crecimiento económico que por la coherencia de la competición deportiva. No jugábamos ni mucho menos en una liga asentada a los niveles que conocemos hoy.
Estoy resuelto a sincerarme en esta carta: es absolutamente cierto que acudí al partido sin dormir. Conocidos son mis eternos problemas con el insomnio, y que con pocas horas de sueño mi organismo funciona perfectamente. No era ninguna noticia que la noche antes pusiera el pie en mi casa alrededor de las 6 de la madrugada. Siempre fui un gran caballero, y hasta aquella hora me mantuve ocupado entreteniendo a una señorita en el garito que abrí en pleno Harlem, el Big Wilt\'s Small Paradise. Yo vivía en New York, calle 97 en Central Park West, un entorno social mucho más cómodo para mí y mis inquietudes relacionales con el sexo opuesto que la todavía segregada Philadelphia. Largos años faltaban para mudarme a la costa oeste y construir la mansión de mis sueños en el 15216 de Antelo Place, coronando las colinas de Santa Mónica.
Solía desplazarme a Philly solamente para los entrenamientos y los partidos, así que aquella mañana como tantas otras debía tomar el tren muy temprano, sobre las 8 o las 9 de la mañana. No me molesté en coger la cama para dormitar malamente un par de horas, y tampoco me gustó nunca dormirme en los trenes por miedo a pasarme de parada. A mi llegada me recogió un amigo en la estación, y nos fuimos a comer algo antes de partir para Hershey en el bus del equipo. Salimos desde Philadelphia a eso de las 3 de la tarde, cogiendo como siempre posiciones en el asiento central de la parte trasera del bus, el único lugar donde podía estirar las piernas. No recuerdo a qué jugamos esa tarde en el viaje, pero solía ser siempre póker o corazones. Lo que sí recuerdo es que les pegué una buena paliza a mis compañeros con las cartas, circunstancia habitual pese a que los muy ruines me acusaran siempre de hacer trampas.

El Hershey Sports Arena vacío, antes de la gesta de Wilt
Tras un par de horas de viaje atravesamos la avenida del Chocolate y pasamos frente al Cocoa Inn, el mejor hotel de Hershey. A media tarde llegamos al Hershey Sports Arena, o The Wigwam, como lo conocían los lugareños. Al entrar allí te invadía una extraña sensación de desasosiego, como anunciándote que aquella no iba a ser precisamente la visita más divertida de tu vida. Un edificio enorme, gris como él solo, curvo techado de uralita, suelos de cemento en crudo lo construyeron allá por el 36, curiosamente el año de mi nacimiento. Un recinto ciertamente poco acogedor, presidido en un fondo por el precario marcador de hockey -allí jugaban los Hershey Bears- sin más información que los casilleros de Home y Visitor, y los de Foul y Penalty más abajo. Justo a su lado, una bandera canadiense totalmente lacia, sin vida, perfectamente a tono con la atmósfera del lugar.
Afuera nos acuchillaba una ventisca fría y áspera, de éstas que te calan hasta los huesos, mientras el presidente Kennedy pronunciaba a las 7 de la tarde un mensaje televisado para toda la nación. Anunciaba que el país retomaba las pruebas nucleares en respuesta a las escaramuzas de los soviéticos con sus misiles; ya saben, el intercambio de golpes típico de la guerra fría. Y recuerdo más tarde el contundente manto tenebroso que envolvía Hershey a esas horas, esparciéndose la noche. Entre el frío y las tinieblas iban despachando cualquier atisbo de actividad. Silencio y poca gente en la calle. Los pequeños comercios del pueblo ya iban echando el candado. En el teatro concluía la obra Sail A Crooked Ship con Robert Wagner y Dolores Hart, y los espectadores caminaban únicamente en dos direcciones: a sus casas o al pabellón. No había otras alternativas de ocio para aquella noche de viernes. El único soplo de vida nos llegaba, cómo no, de la eterna fábrica de chocolate, cuyos motores seguían rumiando pesadamente allá a lo lejos.
Nuestro partido era a las 22:30, así que estuvimos un rato divirtiéndonos con el pinball y algunos arcades que había en la planta inferior del Wigwam. Mientras esperábamos los perritos calientes que nos servían de merienda cuando jugábamos fuera de casa, batí el récord en la máquina de tiro. Aquello lo interpreté inocentemente como un claro presagio de que esa noche jugaría bien. Claro que la corazonada tenía poco mérito, considerando que venía de anotar 67, 65 y 61 puntos en los tres partidos anteriores ante New York, Saint Louis y Chicago.
Ya apunté más arriba que la liga de mis hazañas, lejos de los multitudinarios shows que conocemos actualmente, era casi una competición menor. Se afanaba en asomar la cabeza en la escena nacional, pero subsistía lejos de la popularidad que atesoraba, por ejemplo, el torneo universitario. Por este motivo, las dobles sesiones eran un producto habitual para tratar de llevar más gente a las canchas. Aquella noche no fue una excepción. Antes del choque NBA, que era el plato fuerte de la velada, estaba programada una pachanguilla de exhibición entre los Philadelphia Eagles y los Colts de Baltimore dos equipos de la NFL, algunos de cuyos integrantes se quedaron a ver nuestro partido. Allí estaban Clarence Peaks, Sonny Jurgensen, Timmy Brown apoltronados en las primeras filas sin mostrar demasiado interés. No puedo contar detalles de la exhibición porque nosotros estábamos ya en el vestuario. Un vestuario minúsculo, cochambroso, que por todo adorno presentaba un largo banco de madera en el centro, y que resultaba más propio de un colegio que de un partido oficial de la NBA.
A la hora de comienzo prevista, el panorama era desolador. Quedaban dos semanas para concluir la Regular Season, estábamos a 9 partidos y medio de los Celtics - nada que rascar en la tabla - y los Knicks eran de los equipos más flojos de la liga. Aquel encuentro, programado para mayor desidia fuera de la capital, era tan intrascendente que no se enviaron ni cámaras de televisión ni emisoras de radio para retransmitirlo. Los enviados de prensa, muy contados. Ni siquiera el Philadelphia Inquirer, uno de los tres grandes diarios locales, envió a su reportero a cubrir el partido. El único acreditado era el locutor Bill Campell, que hizo la narración para la WCAU, una emisora local de Philadelphia. En resumen, el típico partido sin más motivación que la de tachar una fecha más en el calendario.
El graderío de casi 9.000 asientos estaba pelado. Apenas 4.000 personas acudieron al pabellón, 4.124 exactamente según el acta oficial, pero me divierte ver con el paso de las décadas cómo se cuentan por millones los que aseguran haber estado allí aquella noche. Muchos todavía se acercan y me lo dicen, y es muy gracioso comprobar que la mayoría aseguran que me vieron meter 100 puntos en el Madison. Yo sonrío, mas nunca les corrijo. Les dejo que sean felices y por un momento crean que fue verdad, que realmente presenciaron el partido. Suelo responderles: - ¿Así que lo viste? Eso está muy bien. ¿Sabes?, yo también estuve allí. La realidad es que muy pocos han sido capaces de enseñarme siquiera los restos del ticket color púrpura que otorgaba el pase al recinto aquella noche, y que por cierto, no es broma, siempre ha sido mi color preferido.
Conservo en la memoria muchas de las sensaciones que tuve en pista. Mi entrenador Frank McGuire desconocía que llevaba más de un día sin dormir. Yo sabía que el pívot titular de los Knicks, Phil Jordan, estaba lesionado, y que me iba a marcar un novato, Darral Imhoff. Recuerdo bien a Imhoff, se vio involucrado años después en mi traspaso a los Lakers. Llegó a confesarme que esa noche fue una pesadilla, porque además su entrenador le había pedido especialmente reservarse de las personales, al no tener más hombres altos. Cuando cometió la sexta en el tercer cuarto, yo llevaba alrededor de 60 puntos. De regreso a NY se sentó en la fila de atrás del autobús, solo, mirando hacia arriba y diciendo que no con la cabeza. No era capaz ni de seguirme por la pista; aparte de sacarle 10 centímetros, yo era mucho más veloz que él. Imhoff tenía fama de gran jugador defensivo, y bueno, saben que siempre me motivó demostrar mis cualidades ante jugadores supuestamente especialistas.
Muchos ignoran mi completo desinterés, anterior y posterior a esa noche, por la marca de los 100. A pesar de mi gran primera parte (41 puntos), nunca estuve realmente pendiente del récord de anotación. Sin embargo, sí que rondaba por mi cabeza conseguir algún tipo de récord en tiros libres, al anotar muy pronto mis 10 primeros sin fallo. Y voy más lejos: nunca supe cuántos puntos llevaba exactamente hasta que Dave Zinkoff, el speaker, comenzó a anunciar mis puntos totales después de cada canasta, mediado el tercer cuarto. ¿Por qué había de motivarme aquello? Promediaba 50 puntos ese año, así que por muchos que metiera para mí no iba a ser nada especial. ¿Qué más daba meter 70 que 80? La verdad, no le veía la gracia al asunto. Lo único que sí notaba raro aquella noche es que, por vez primera, me veía envuelto en una situación donde mis rivales parecían no estar interesados en el partido. En la segunda parte, lo único que les preocupaba era evitar que yo anotase una cierta cantidad de puntos. Estoy por asegurar que ni siquiera les importaba ganar o perder: su partido era sencillamente parar a Wilt.
Comencé a notar cierto barullo en las mesas y primeras filas de gradas, al extenderse el dato de que mis propios récords vigentes, 73 puntos en tiempo regular, y 78 en un partido con triple prórroga, estaban a punto de caer. Me puse realmente nervioso cuando todo el mundo se puso de pie, se arremolinaban cada vez más cerca de la pista, y coreaban Give it to Wilt en los instantes finales. Incluso el entrenador McGuire quería que subiera yo la bola, para que si los Knicks forzaban personales tuvieran que hacerlo sobre mí. Uno de los datos que quedaron grabados en mi memoria es que llevaba anotados 25 de 26 tiros libres, y en ese preciso momento fallé dos consecutivos.
En fin, el desenlace creo que es de sobra conocido por todos. Los últimos 4 minutos de juego real se prolongaron por espacio de 20 minutos. Nos conjuramos para batir el récord, y continué anotando compulsivamente hasta alcanzar la centena a falta de pocos segundos para terminar. La gente comenzó a saltar por la pista, me agarraban los brazos y se me subían encima. Bill Campbell, desencajado, chillando para la posteridad: He made it! He made it! A Dipper Dunk! The fans are all over the floor! ...
Durante muchos años todo el mundo ha venido asumiendo, por culpa de la invasión de pista, que los últimos 46 segundos de partido nunca se jugaron. Yo mismo lo aseguré repetidamente en decenas de entrevistas; y de tanto repetirlo, todavía hoy muchos lo creen así. Hace no muchos años Todd Caso, uno de los productores de NBA Entertainment, me llamó para citarme en su despacho. Quería enseñarme algo. Escucha esto, Wilt. Sacó una vieja cinta de cassette y me puso parte de la retransmisión radiofónica que se conserva del partido, minutos después de mi última canasta. Me quedé absolutamente atónito. Quizás el shock difuminara en mi mente los recuerdos de los minutos posteriores al mate definitivo. Me giré hacia Todd y le dije textualmente: - Te juro que no recordaba absolutamente nada de esto.
Tras un prolongado parón la pista se despejó de gente, volvimos de los vestuarios y el partido concluyó como otro cualquiera. El balón con que conseguí los 100 puntos lo metieron en mi bolsa de la ropa - después se lo regalaría a mi compañero Al Attles- y aquellos segundos restantes se disputaron con uno distinto. Todd me dijo que durante las dos posesiones que quedaban de partido no hice siquiera ademán de ir hacia el balón. Me encontraba eufórico y conmocionado al mismo tiempo, y parecía rehusar el 101, el 102 y todo lo que pudiera venir detrás. 100 era una cifra redonda, perfecta para grabarla en la historia.
La realidad es que hasta esa fecha, alrededor de 1990, todos dábamos por hecho que no existía copia alguna de la retransmisión del choque, ya que la cinta original de la emisora WCAU se perdió por accidente a las pocas semanas de grabarse. Inesperadamente, a finales de los años 80 apareció de forma rocambolesca una copia que un aficionado, Jim Trelease, había mantenido guardada en su trastero durante décadas. El joven Jim, emocionado por lo que estaba escuchando, grabó en su dormitorio el último cuarto del partido con una rudimentaria grabadora de cintas (ni remotamente parecidas a las posteriores de cassette) que su novia le había prestado. Guardó la copia como un tesoro durante casi treinta años, pero sin ser jamás consciente de su verdadero valor. Siempre dio por hecho que la original seguiría existiendo en algún lugar de los Estados Unidos. Un día cualquiera de 1989, Jim coincidió cenando en casa de unos amigos comunes con Paul Serff, encargado del Archivo Municipal de Hershey. La conversación sobre el partido de los 100 puntos surge entre ambos por pura casualidad, hasta que en mitad de la cena sus caminos se entrecruzan en medio de la historia. El tenedor se detiene a medio camino entre el plato y la boca de Paul Serff, mientras los ojos del archivero se ensanchan de súbito. - ¿ hay una grabación?
Serff, boquiabierto, descubre entonces que el semidesconocido que tenía enfrente conservaba una grabación radiofónica con los últimos minutos del partido. Trelease, no menos sorprendido, comprende en ese instante que la suya era la única copia que existía. Decidió posteriormente donarla al archivo de Hershey (y de ahí lógicamente a la propia NBA) con la única condición de que le hiciesen una copia en cassette para él*.
Los primeros recuerdos vivos que tengo después del choque son sentado en el banco contra la pared, rodeado de mucha gente y mirando fijamente la hoja de estadísticas que me había traído Harvey Pollack. Pollack era nuestro relaciones públicas, redactaba las crónicas para diversas agencias de prensa, y al mismo tiempo tomaba las estadísticas del equipo durante los partidos. ¿Recuerdan la foto mía con el papelito de los 100 puntos? Es el único documento gráfico de aquel día, y posiblemente la instantánea más famosa de toda mi carrera. El número lo pintarrajeó el propio Pollack en un trozo de papel que había por allí, y la foto la tomó Paul Vathis, de la agencia Asociated Press, que curiosamente no estaba designado para cubrir el choque pero había acudido por su cuenta comprando dos tickets de los caros (tres dólares por barba) como regalo de cumpleaños para su hijo.
Como yo vivía en New York, regresé a casa con varios jugadores de los Knicks que también preferían volver en coche, Willie Naulls, Johnny Green y creo que alguno más. Hablamos por supuesto del récord. Decían que nunca nadie lo batiría, yo respondía que quizás sí, que los récords estaban para romperse así todo el rato. Me encontraba muy cansado recuerden, no había dormido en día y medio- pero conduje yo durante todo el trayecto. De vez en cuando escuchaba cómo cuchicheaban entre ellos: ¿Te puedes creer que este hijo de puta nos haya metido 100 puntos hoy?. La verdad es que, entre sueño y vigilia, tuvimos un viaje de vuelta bastante agradable, sobre todo si tenemos en cuenta lo que les acababa de hacer y que encima íbamos a enfrentarnos de nuevo en el siguiente partido. Así se lo dije cuando llegamos a mi club en NY ya de madrugada. Habéis sido realmente amables con este hijo de puta, primero me dejáis que os meta 100 puntos y luego me acompañáis de vuelta a casa. Gracias tíos, nos vemos el domingo.
Al final montamos allí una pequeña fiesta con algunos conocidos y empleados del local. Llegué a mi apartamento ya con las primeras luces del sábado, y todavía pasaron algunas horas hasta que pude conciliar el sueño. Al día siguiente, domingo, les volví a meter 58 puntos a los Knicks. En los tres últimos encuentros de la liga regular solamente anoté 30, 44 y 34 puntos, suficientes para rebasar la bonita cifra de 4.000 esa temporada.
La cobertura de la hazaña en la prensa del día siguiente fue irrisoria. Conservo aquí mismo los periódicos del sábado 3 de marzo de 1962. En el Philadelphia Inquirer y el Evening Bulletin le dedican un recuadro minúsculo en la portada, y después ya amplían la noticia en el interior. En el Daily News no aparece ni siquiera una mención en la primera plana. El titular de ese día reza Girl Nurse, Youth Die in Fiery Crash, y las fotos de portada son nada menos que para la actriz Tuesday Weld y el astronauta John Glenn. Con todos mis respetos, nombres que actualmente no les suenan a casi ninguno de ustedes. Varios contemporáneos han apuntado durante estos años que mi partido no tuvo excesiva repercusión mediática, porque entonces ni la sociedad ni los medios eran capaces de situar el fenómeno Wilt dentro del contexto adecuado. Era tan habitual verme estadísticas de 60 o 70 puntos, que el hecho de anotar 100 no destacaba tanto como si ocurriera por ejemplo en el baloncesto actual. A pesar de ello, reconozco que siempre me ha complacido secretamente la escasa cobertura en prensa del partido, y la inexistencia de fotos o filmaciones. Ello ha provocado que la memoria de mi récord repose exclusivamente sobre los recuerdos de los testigos presenciales, tejiendo con el paso del tiempo una maraña de testimonios y contradicciones que de alguna manera contribuyen a reforzar su carácter legendario.
He de concluir subrayando que nunca le di excesiva importancia a esta hazaña, más allá de la anécdota puntual. De hecho, mis sentimientos hacia ella fueron suavizándose con el paso del tiempo, pues al principio me agotaba que me estuvieran continuamente recordando algo que a mí no me motivaba mucho. En el vestuario no lo celebré tan efusivamente como mis compañeros, y además quedé horrorizado cuando comprobé que había intentando 63 tiros en juego. Siempre he afirmado que me siento más orgulloso de los 55 rebotes que capturé una noche de 1960 contra Russell, de los 50.4 puntos por partido que promedié durante la temporada 61-62, o de liderar la liga en asistencias en el año 68. Les otorgo mucho más valor como conquista individual, porque a fin de cuentas nunca hubiera metido 100 puntos si mis compañeros no me hubieran seguido dando balones, o si el entrenador no hubiera sacado a los suplentes para cometer faltas y parar el reloj.
Recuerdo en este sentido declaraciones de algunos jugadores de NY, muy picados, quejándose de que aquello fue una pantomima, que convertimos el partido en un carrusel de faltas, etcétera. El que peor lo encajó fue sin duda Richie Guerin, la estrella All Star de los Knicks. Se trataba de un ex-marine, tan gran jugador como orgulloso. Digería fatal las derrotas, y se autoexpulsó del partido. También Eddie Donovan, el entrenador de los Knicks, se expresó en los mismos términos seguramente no le hizo gracia que su mujer estuviera presenciando el partido en las gradas. El caso es que a nadie le gusta encajar 169 puntos y que además un jugador te meta 100, por tanto todas las protestas que vengan desde la gran manzana las entiendo como lógicas. Sin embargo, sí que he de agradecer profundamente a mis rivales la gentileza de contribuir, con sus constantes faltas personales, a registrar mis 28/32 tiros libres como uno de los 9 récords que cayeron esa noche.
En fin, que ya estoy acostumbrado, toda mi vida ha seguido el mismo guión. Siempre he sido el villano, el indolente, el perdedor. La criatura que jamás alcanzó mérito alguno, al no poder despojarse del mito de su exagerado cuerpo. Hoy, cansado de la artritis y ya vencido por los años, sigo recordando la frase que ilustra con precisión quirúrgica toda mi relación con el baloncesto: No one roots for Goliath. Nadie está de parte de Goliath.
*La retransmisión grabada por Jim Trelease, donada a la NBA a finales de los años 80 y hasta entonces almacenada en un trastero, se hizo pública en el año 2005 con la publicación del libro Wilt, 1962 de Gary Pomerantz.