Artículo

Concurso literario - 1r premio épico: La vida en 50 segundos

Texto de Francisco Germán Vayón, que consiguió el primer premio de la categoría de ficción en el I Concurso Literario ACB.COM. El drama se masca en la cancha al mismo tiempo que cunde en una sala de ciudados intensivos, en la que un viejo amigo de Alberto Herreros apura sus últimas horas viviendo desde la distancia la situación límite de ese quinto partido de la Final ACB en el Fernando Buesa Arena

  
  • Primer premio ficción: El último lanzamiento

  • Segundo premio ficción: El momento de la fama

  • Segundo premio épico: Una palabra: equipo


  • La vida en cincuenta segundos
    Primer premio categoría relato épico

    A mi mujer le ha costado la misma vida conseguir el televisor y más convencer a la enfermera de que el médico había dado permiso para que pudiera ver el partido. Tal vez el último partido de una vida de pasión por el básquet que ahora se me escapa entre los dedos. Mañana me operan, a vida o muerte me han dicho, pero mientras respire y mi corazón lata, aunque sea con ayudas, no puedo faltar a mi cita de cada año con la final.

    Tras una gran agitación, mientras Marisa se arrepiente de haberme hecho caso cuando mira mi pulso en el monitor, ahora estoy casi relajado. Con 68-61, Sonko ha hecho falta a Scola, que se dispone a cerrar el partido desde la línea. Cierro los ojos por un instante y acierto a abrirlos para ver que falla el primero y, aferrado a un hilo de mi nunca confesada superstición, desgrano entre dientes el conjuro mágico que ideé para encantar a mi primer equipo de minibásquet, pero que debe estar obsoleto, porque el genio argentino pone el, se me antoja que infranqueable, 69-61. En estos momentos pienso en el fin: el muy posible de mi vida mañana y el de la carrera de alguien con quien trabajé de niño y que dejó en mí una huella imborrable y que es la causa principal de que esté aquí desafiando a mi corazón en un pulso casi suicida.

    El Madrid hace un ataque rápido y Gelábale anota un triple lateral que no me hace concebir esperanzas, pues la bola es del TAU, que gana por cinco y sólo quedan cuarenta segundos. Y me apena la decepción que puede sentir tras esta derrota, pues no me ha hecho falta tener hijos para saber que lo quiero como habría querido a uno de ellos y debe ser muy triste irse así de algo que tanto se ha amado como este maravilloso juego, en su caso, y esta maravillosa vida, en el mío.

    Prigioni tiene cabeza y lo lógico es que aguante la posesión al máximo, pero un corte fulgurante de Scola hace que alguien le dé el balón para una canasta segura, pero que en este caso no entra. Hamilton entra con fuerza y con fe y deja el 69-66 en el marcador a falta de veinte segundos. Siento la mano de Marisa en la mía y veo su rostro desencajado que mira el monitor con mi errático pulso. Intento tranquilizarla con una sonrisa en la que lea “no te preocupes, estoy bien, puedo soportarlo” mientras el TAU pierde un balón casi sin consumir posesión.

    No quiero ni pensar que estamos a tiro de tres, su especialidad, y se me vienen a la cabeza todas esas horas que ambos trabajamos para perfeccionar un lanzamiento que se había convertido en una obsesión de la que me hizo partícipe por su entusiasmo. Pero sabía que no lo dejarían tirar, así que cuando abro uno de los ojos que mi cobardía y mis nervios me han hecho cerrar, no me extraña ver a Sonko fallando el primer tiro libre y metiendo un segundo que nos pone a dos, pero con sólo catorce segundos y posesión para un rival que ha debido aprender de los últimos errores y sabe que lo vamos a llevar a la línea para apurar nuestras escasas posibilidades.

    Splitter se mueve tras la línea de fondo buscando un receptor ante los perros de presa que hoy visten de negro y, en su desesperación, echa el balón directamente fuera. Doy un salto en mi cama mientras el monitor que vigila mis constantes vitales se pone a pitar enloquecido y mi mujer me mira entre lágrimas mientras se muerde los labios para no hacerme los reproches que leo en sus ojos. Para entonces Sonko ha encontrado a Fotsis en un saque de fondo arriesgado y dificilísimo por la presión del TAU, la pelota le llega a Alberto.

    Y entonces sé que se la va a jugar, que es el momento que ambos soñamos desde hace ya tantos años cuando jugábamos a la canasta decisiva como si fuéramos de la misma edad y yo veía en sus ojos ese brillo que nunca más le vi a nadie. Por eso grito cuando la pasa a Hamilton pensando que no es posible, que no puede desentenderse, que él y yo nos matamos durante años para que en un momento así asumiera la responsabilidad que por clase, genio y trabajo le corresponde.

    Así que, cuando sólo unos segundos después se está levantando desde los seis veinticinco con su inigualable estilo y la pelota describe la parábola más larga de mi vida, siento que ésta se me va cuando la bola atraviesa limpiamente el aro y se demora en la red unos instantes para que yo pueda ser consciente de que lo ha hecho mientras se abre la puerta bruscamente y el médico y sus ayudantes irrumpen en la habitación pidiendo explicaciones por mi estado…

    Y mientras me inyectan y me conectan el oxígeno, un solo instante antes que una enfermera desconecte el televisor, alcanzo apenas a ver entre el sopor de mi desmayo la mano que tapona el postrero tiro de Calderón y pienso en que Alberto, el hijo que nunca tuve, es el más grande: Alberto Magno, como yo siempre lo llamé.