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John Shurna: La sonrisa de los mil nombres

Se llama John Shurna y esta es su historia. La del que chico que quiso ayudar tras el Katrina. La del caddy, la del socorrista. La del estudioso que creció entre libros y cintas de Jordan. La del héroe universitario, la del tiro más peculiar, la del niño grande que hoy sonríe en Badalona...

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Redacción, 19 Dic. 2013-. Mientras Suzy estaba en el hospital, las comadronas deseaban acabar pronto para poder hablar del partido. ¡Y qué partido! ”Estos Bucks no tienen nada que hacer en la eliminatoria”, pensarían. Y con razón. Primera ronda de Playoffs. 36 puntos de Jordan, 32 de Pippen. 2-0 en la serie. Chicago no hablaba de otra cosa.

Dijo una vez Hayo Miyazaki, director de “El viaje de Chihiro”, que nacer significa estar obligado a elegir una época, un lugar y una vida. Horas antes de que John llegase al mundo, Jordan hacía de las suyas. Horas después, anotaba otros 48 puntos en Milwaukee. Aquellos Bulls no fueron campeones, cayendo en la final de conferencia frente a los Pistons por 4-3. Pero Shurna, aún bebé, ya había elegido época, lugar y vida. Y todas tenían algo en común… el dichoso baloncesto.



Un jugador hecho fuera de la cancha

En los 90, los niños de Chicago no querían juguetes. Solo querían anillos. Los Bulls les regalaron tres. Y llegaron otros tantos en el segundo trienio dorado. “Empecé a jugar cuando era muy joven. Imagina la infancia de un niño nacido en Chicago en los 90. Los Bulls me hicieron empezar a jugar al baloncesto. Todos en Chicago aman ese deporte”.

Glen Ellyn, una pequeña localidad de unos 27.000 habitantes a 40 kilómetros de Chicago, ignoraba que algún día más sería conocida por algo más que por ser uno de los lugares con más cambios de denominación en todo el país. Babcock's Grove, DuPage Center, Stacy's Corners, Newton's Station, Danby y Prospect Park fueron los nombres antes de encontrar el definitivo. El pequeño municipio, hermanado curiosamente con Calatayud, vio tirar por primera vez a Shurna. Eran tiros raros, algo estrambóticos, planos hasta el mismísimo aro, hasta la mismísima red de aquella canasta de plástico de “Little Tikes” que Tony y Suzy, sus padres, le habían regalado. Pero es que con ese método tan poco común, con esa mecánica tan complicada, le entraban todas.

El basket, aún, era una anécdota. Y más con esos progenitores. “Tuve una buena infancia y fui educado por 2 padres maravillosos que me enseñaron buenos modales y buena educación. Aprendí a ser respetuoso”. Comprometido con las causas sociales y de corte religioso, John acudió de misiones con su colegio a ayudar tras el devastador Huracán Katrina cuando solo tenía 15 años. “Resultó una experiencia enorme que me sirvió para abrir los ojos. Hicimos lo que pudimos, trabajábamos en diferentes áreas devastadas por el huracán Katrina, reconstruyendo casas. Yo estaba conmocionado por ver ese suceso trágico y me impactó conocer a personas así de agradecidas, gente que lo había perdido todo. Me permitió valorar más la infancia, el lugar donde crecí. Esa gente me ayudó mucho y me siento un privilegiado por haber estado allí ayudando”.

Ya en el instituto, en el Glenbard West de su ciudad, él alternaba entre baloncesto y voleibol. “Era divertido porque jugaba con la gente con la que había crecido, con la que me juntaba”. Sus padres le apoyaban pero con una sola condición: los estudios estaban por delante y ningún partido, por importante que fuera, iba a ser prioridad comparado con los deberes o trabajos de clase.

Tras el curso, se volcaba en otras facetas en las cuesta imaginarle. Trabajó como caddy un par de veranos y hasta de socorrista. “Mis padres me pidieron que me asegurarse de encontrar un trabajo para ganar algo de dinero. Y acabé como caddy yendo por los campos de golf”, confiesa entre la resignación y la carcajada, consciente de que lo dejó pronto al recibir el primer día un pelotazo. Algo mejor se le daba lo de salvar vidas. “Estuve en una piscina local como socorrista durante el verano. La verdad es que esos trabajos me dieron experiencia y, a su manera, me enseñaron diferentes habilidades para trasladar a la pista”. Su explosión era inminente.

ACB Photo/Surrallés
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Los estudios, lo primero

La primera vez que John pensó que el baloncesto podría ser una profesión en el futuro más allá de un divertido hobby fue en su temporada como junior en el instituto. Por aquel entonces, Shurna era el mejor equipo del instituto. Un “mondadientes”, según su compañero Bryant por su delgadez –pesaba 90 kilos-, mas rápido y certero en el tiro. Al de Illinois solo le faltaba algo de maldad para ser una estrella absoluta. Pero entonces no hubiera sido John Shurna. “Me gusta sonreír y ayudar a la gente e intento mantener la mente abierta con todo el mundo. Incluso aunque me encasillen o puedan estereotiparme, quiero respetar a todos”.

Sonriente siempre, tenía toda la paciencia del mundo para firmar autógrafos y su equipo, convencido ya de que no saldría jamás de ese rol de eterno bonachón, empezaba a sentirse cómodo con él ejerciendo de líder tranquilo. Sin embargo, sus números no eran sinónimo de sosiego. En el último año, el ala-pívot acabó promediando 22,9 puntos, 12,1 rebotes y 3,2 tapones y su conjunto accedió a la final intersectorial de Illinois por primera vez desde 1938. Lo mismo ganaba concursos de mates que se lucía en los de triples.

Aún así, su fama aún era local y solo alguna vez metía su nombre entre los mejores del país (el 53º entre los ala-pívots, según la ESPN), siendo ignorado por los rankings y las universidades en la mayoría de ocasiones. Un día, el entrenador de Northwestern fue a ver a su compañero Capocci pero lo hizo tan bien que acabaron prendados de su juego. Esa universidad, más conocida por su gran nivel académico que por sus méritos baloncestísticos, sería su nuevo destino.

Shurna abandonó el instituto con todos los récords habidos y por haber en el bolsillo y aterrizó en 2008 en un centro que jamás en su historia se había metido en el March Madness y que venía de ganar en la campaña anterior un solo partido. Había prioridades. “Para mí era una gran oportunidad ir a una universidad tan prestigiosa por su nivel de estudios. Al baloncesto puedes jugar unos años pero los estudios… ¡esos son para toda la vida! Me siento muy afortunado”.

Su primer año parecía dejar más claras aún las preferencias. Sus estudios de Sociología parecían pesar más que la temporada de basket, discreta para él en cuanto a números, con solo 7,3 puntos en 18 minutos por encuentro. Sin embargo, su fama de tirador y sus peculiares cualidades como interior le permitían ser visto como un jugador interesante, con potencial de especialista. Aunque nadie, y él menos, hubiera imaginado un regalo así para su 19º cumpleaños…



La Lisboa neozelandesa

El 29 de abril de 2009, el último día en el que disfrutó de sus 18 primaveras, su técnico le llamó. Habían mandado una notificación importante para él. Impaciente, preguntó por ella. ”Hijo… te ha convocado Estados Unidos”. La selección norteamericana le seleccionado para el próximo Mundial Sub19, ese que un día los Gasol, Navarro y compañía se atrevieron a conquistar en Lisboa una década antes. No se lo creyó en ese momento y tampoco se lo creía del todo cuando, semanas después y tras recuperarse de una lesión de muñeca, se veía en el aeropuerto con el uniforme americano y con estrellas universitarias de todo el país. Preseleccionado, aún tenía que pasar el corte definitivo… y lo pasó.

Jamás olvidará aquel verano en Auckland. Los partidos por la mañana, el ambiente futbolero, tantas banderas, tantos silbidos, tan diferente todo para él. Hasta el sistema de juego, acostumbrado a la Princeton Offense de Northwestern. Ahí, en pleno éxtasis del baloncesto atlético, físico y frenético, él ofrecía un contrapunto muy útil. Klay Thompson, Gordon Hayward… nadie les paraba, con él aportando 6 puntos y 3,9 rebotes en 12 minutos por partido, acumulando actuaciones puntuales y efectivas. 9 partidos, 9 victorias. Y el oro, el soñado oro, al cuello, donde siempre brilla más. “Fue una gran sorpresa acudir, luché todo lo posible por entrar en la convocatoria final y lo logré. Hicimos un equipazo y ganamos. Fuimos los primeros en ganar ese torneo para Estados Unidos desde el 91, nos sentimos orgullosos”.

Ese verano de 2009 cambió su carrera, cambió su vida. La confianza, por las nubes. Ser campeón del mundo tiene estas cosas. “Gané confianza al ver que podía jugar contra los mejores jugadores del mundo. Pude dar ese paso al frente y aprovechar la oportunidad”. Shurna, sin avisar a nadie, se convirtió en el líder de su equipo, que comenzó a volar sobre la pista, siendo una de las revelaciones de aquel curso.

Líder en puntos (18,5, récord histórico del centro en una temporada) y rebotes (6,4), el de Glen Ellys era ya considerado como uno de los jugadores más mejorados de todo el país. La pareja con Thompson funcionaba (“Juice & John), les llamaban. Northwestern alcanzó su mejor marca de siempre, las 20 victorias, quedándose a una de la Final Four de la NIT. Y su entrenador Bill Carmody se arrepentía por haberle dado tan poca bola el año anterior, cediendo ante la evidencia. “Mirando atrás creo que cometí un error. Él siempre pudo tirar. Al revés, le digo que sea más egoísta. En la pista no hay democracia y le tengo que insistir… ¡tira! John no ha cambiado nada. Le ves y parece que tiene 14 años. Sigue siendo modesto, imposible que se le suba a la cabeza. Dios le bendiga”.

Ni los elogios de Sports Illustrated. Ni los rankings, ni los comentarios de un futuro NBA. Nada, nada le desviaba de su rumbo. Shurna era el mismo niño que tiraba y tiraba en su canasta de plástico. El humilde del instituto, el tímido en el campo de golf o una piscina. Su sonrisa de buenazo, su acné juvenil, su look adolescente. Pero en la pista te destrozaba. “Este chico cada día es mejor, no sé ya ni cómo defenderle”, se lamentaba Jim Ferry, técnico de Long Island, tras recibir 31 puntos con su firma. En los 10 primeros partidos de la 2010-11, promedió 23,3 puntos y aún parecía ser capaz de más. “Siempre pienso que hay alguien en este momento entrenando en el gimnasio para ser mejor”, repetía, consciente de que para llegar tenía que imitar al más obstinado de los rivales. Quizá ese era el año, quizá. Pero hasta en los cuentos de hadas hay crudos baños de realidad…

Foto nusports.com
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La timidez del héroe

Esa campaña era, esa campaña parecía la definitiva. El sueño de entrar en el torneo final de la NCAA parecía accesible, con el equipo mejorando incluso los históricos registros del pasado curso. Empero, aquel 28 de diciembre se paró su temporada y quién sabe si su inmediato futuro. Maldito esguince de tobillo frente a St.Mary’s, multiplicado por la decisión de forzar casi sin tiempo para recuperarse. El resultado, su primera lesión grave.

Tres meses más tarde, Shurna volvió aunque notó la falta de actividad y sus números fueron peores que en la segunda campaña (16,6 pt, 4,9 reb), con su equipo otra vez fuera de su sueño y objetivo, a pesar de repetir la veintena de victorias. Para él, ni eso lo justificaba. “No tengo excusas por cómo jugué, decepcioné a mi equipo. Es frustrante. Tuvimos un gran año y lo dejamos escapar”, confesó entonces.

La lesión no solo afectó a su rendimiento individual y al de su equipo. Indirectamente, le dejó sin ir a la Universiada 2011 y, más indirectamente aún, le restó muchas posibilidades en el draft. Porque ya sí, ya no hacía falta esconderlo, la NBA para Shurna era un reto real y tangible, declarándose jugador elegible para esa edición de 2011… y retirándose horas antes del límite para volver a su universidad al no haber contratado agente. Por el camino, work-outs con hasta 26 equipos diferentes NBA y una buena forma de ver qué aspectos y mejoras más le pedían para llegar al firmamento de las tres letras. “Lo vi como una oportunidad para mejorar mis habilidades”.

Una vez más, como con cada puerta abierta en su camino, Shurna la aprovechó, con una despedida de Northwestern apoteósica. Su temporada 2011-12, donde alcanzó los 20 puntos de media con un 44% en triples, se llenó de momentos. Aquellos 37 puntos –tope del centro- frente a Louisiana marcaron, pero mucho más lo vivido el 18 de febrero de 2012. Aquel día, tenía en su mano convertirse en el máximo anotador de la historia del centro, superando un tope que llevaba 4 décadas en vigor.

Debía anotar 18 puntos para lograr el récord delante de los suyos, mas no parecía el día. De repente, encontró la inspiración. Un mate, un par de triples, una bandeja. 10 puntos en un par de minutos. Y a 2 puntos de hacer historia, pidió el balón, se fue hacia atrás, en la frontal del triple y, sin acercarse, lanzó uno de sus triples con rúbrica propia para convertirse en inmortal. Todo el pabellón de pie. Pancartas con su nombre, cabezas gigantes de Shurna entre el público. La ovación de su vida. Y él sonriente, tímido, con ganas de que pasara todo, de que dejase de ser el centro de atención.

“A mis nietos le diré que jugué con el máximo anotador de la historia de esta universidad”, decía su compañero Sobolewski al final del partido, al mismo tiempo que él repetía que lo importante era haber ganado el partido. Jamás pudo llevar a su modesto equipo al March Madness pero John puede presumir de saber lo que sienten los héroes y de ser considerado el mejor jugador junto al ex Mavericks Evan Eschmeyer de la historia del centro, además de líder del Northwestern más ganador de todos los tiempos. No está nada mal para un grupo de empollones.

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La graduación, en la cancha

El de Chicago jamás descuidó lo más mínimo sus estudios, aunque sus prioridades sí cambiaron a medida que el baloncesto profesional empezaba a vislumbrarse en su camino. Su propia graduación fue una metáfora de ese cambió. Todos fueron… menos él. “Supuso una decepción porque me tocó hacer unas pruebas con los Clippers el mismo día en el que me graduaba. Suponía una gran oportunidad de demostrar el jugador en el que me había convertido. Incluso mi familia fue pero yo no estaba allí”. Al día siguiente, lo celebraron todos juntos su doble licenciatura en Sociología y en Aprendizaje y cambio social.

Aquello del draft parecía más bien una carrera de fondo. Aparte de proceder de una universidad con menos nombre, su propio tipo de juego era complicado de encajar en la NBA y él sintió que, pese a tantos méritos acumulados, estaba obligado a demostrar más cosas que nadie. Se dudaba de sus centímetros y fuerza como interior, de su físico y primer paso como posible 3. Se le tildaba de especialista, un especialista con menos cuerpo que otros. Y solo los optimistas le veían con opciones en una posición tardía de la segunda ronda del draft.

Él se defendía con argumentos muy sólidos. Presumía del Ataque Princeton bajo el que creció, en el que hay que saber hacer de todo, driblar, pasar y tirar. Recordaba que había sido el tercer máximo taponador de su conferencia, que sumaba rebotes (5,4), asistencias (2,8), que sabía defender y que hacía muchas más cosas que tirar triples. “He demostrado que aporto éxito, que sé ganar. Y puedo ser un tipo que salga desde el banquillo y anote desde lejos”. Muchos veían en él una nueva versión de Novak, capaz de hacerse un hueco en la élite. Y más allá de las dudas sobre su adaptación a la NBA, todos coincidían en valorar su progresión y su nivel. Pocos llamaban más la atención.

“Es el jugador más divertido de ver, es que te tiene que gustar su juego. Tiene cara de niño, sube y baja la pista, tiene movimientos al poste bajo, rango de tiro infinito, el mejor anotador del Big Ten. Y todas esas cosas las hace pareciéndose a Sheldon Cooper de Big Bang Theory, es fascinante”, afirmaba con humor el analista Tom Dienhart. “Es incapaz de hacer una entrevista sin preguntarle dos veces al entrevistador cómo está y si todo va bien. Si llega, la NBA sería de inmediato un lugar más agradable”, se podía leer en Chicago Tribune. Y qué ilusión le hubiera hecho leer las crónicas de sus partidos en ese periódico, como local, a aquel loco de los Bulls desde bebé. “Sería un sueño”, le comentó a su admirado Paxson en una prueba con los Bulls. Más aún sorprendió a los Bucks, con una serie de 36 de 40 en triples de todo tipo que gustó a los ojeadores.

El día del draft compensó al de la graduación. No, no salió su nombre, mas pudo verlo con su familia y sintiéndose el hombre más orgulloso del mundo solo por saber que muy pocos jugadores podían vivir una noche como la suya, pendiente del televisor por si salía su nombre en todo un draft NBA. Nunca sonó aunque aquella noche se sintió cómodo al mirarse al espejo. “Cuando trabajas tan duro, cuando lo das todo, cuando al final del día dices… ‘hice todo lo que pude, me esforcé al máximo’, es que no puedes hacer más. Y a partir de ahí la decisión estaba en manos de otra gente”. No obstante, la puerta no se cerró del todo.

ACB Photo/Charly Mula
© ACB Photo/Charly Mula


De la 8ª Avenida a la Alsalcia

Había más caminos y Shurna, tras coquetear con los Hawks en Las Vegas, se ganó muy pronto el respeto de los Knicks, que le firmaron un contrato parcialmente garantizado por una temporada. Si no era cortado antes del 10 de enero, se quedaba hasta final de temporada. “Me ha impresionado su nivel. Se crea sus tiros, sí, pero también es un jugador de baloncesto, capaz de bajar la bola, de rebotear. Me gusta bastante”, confesaba un Wooden que acabó de convencerse cuando vio cómo defendía a Carmelo Anthony en los entrenamientos.

De todas formas, pese a la ilusión lógica del jugador y lo cercano de su sueño, y viéndole como esa clase de jugadores que pueden tener sitio al mismo tiempo en todos los equipos y en ninguno, con perspectiva parece que no llegó al destino más apetecible para encontrar un hueco. 29 equipos que no tenían a Novak en su plantilla. Él acabó en el que sí estaba. Pese al cariño de su "padrino" Steve, que se vio reflejado en Shurna como debutante y que siempre defendió la valía de John, ambos perfiles se solapaban enormemente hasta anularse entre sí. Y si eso era una batalla por un puesto, Novak tenía todas las de ganar en cuanto a galones y experiencia.

Pese a integrarse pronto, bailecitos incluidos, el 28 de octubre se confirmó su peor temor. New York le cortaba, apostando por Chris Copeland en su lugar. Incluso así, la experiencia le compensó con creces: “Había jugadores fantásticos, algunos muy míticos, y me enseñaron bastantes cosas, me convirtieron en profesional”. Su teléfono no tardaría en sonar.

Antes del draft ya comentó que si no llegaba a la NBA, Europa era una opción que le atraía mucho y tardó semanas en demostrar que no era un brindis al sol. El Estrasburgo, que había perdido a Nicolas De Jong por lesión, le llamó una semana antes del Día de Acción de Gracias y él cogió todo, menos el pavo, para volar hacia otro país y otra vida. No fue fácil la adaptación. En su debut, 5 faltas por solo 2 puntos. Con un rol más limitado, aunque excelso en el tiro, a Shurna le extendieron nuevamente el contrato tras hacer un 19-6 contra el anterior campeón Chalon y, finalmente, la confianza en el americano se prolongó con un contrato hasta final de temporada. Se los había ganado a todos.

Él, con sus libros de historia francesa, con sus libros de cocina e intentando hacer a duras penas las recetas que su padre le pasaba cada semana. Él, que al menor hueco se escapaba para descubrir más de la Alsalcia, que se enamoró como un crío de la Cabalgata en Navidad. Él, que revivió aquellos días dorados del “Juice & John” cuando le tocó enfrentarse a su amigo Thompson. Él, que acabó con partidos más importantes (16 puntos contra Asvel en semis, 14 frente a Nanterre en la final) que pesaban más que su más modesto promedio de 7,7 puntos por choque. Él, el tercer triplista más certero de la competición (47,3%), el que rozó los títulos de Copa y Liga, con dos subcampeonatos. Él, que seguía bailando al otro lado del charco. Él, John Shurna, se sentía completo y vivo. Y supo en su primer año profesional que no se había equivocado en aquel año junior en el instituto. A esto quería dedicarse. Esto le hacía feliz.

“Supuso una experiencia maravillosa y tuve a grandes compañeros con los que sigo hablando todavía. Yo era uno de los más jóvenes y me enseñaron cómo era el mundo profesional. Todos se volcaron conmigo, fue genial. Ganamos muchos partidos y fue muy divertido porque disfrutábamos unos con otros. Por desgracia no pudimos ganar la liga pero fue una de las experiencias más enormes de mi vida”, relata hoy con una sonrisa dibujada en Badalona.

Foto LNB.fr
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El comienzo de un idilio

Universitario un día, universitario siempre. John recordó sus duelos contra Purdue y llamó a un viejo rival, también ya viejo amigo. “Ni te lo pienses más. Firma”. Robbie Hummel fue tajante y le aconsejó que no dejase escapar el tren verdinegro. El FIATC Joventut le ofrecía dos temporadas y, tras un verano en el que dejó destellos con los Bucks en Las Vegas, el jugador acabó firmando a finales de agosto.

Desconocido para muchos, Shurna se convirtió pronto en uno de los nombres de pretemporada al encadenar tres partidos con 22, 26 y 27 puntos respectivamente, todos repletos de triples explosivos. Con 15,3 puntos de media durante la preparación badalonesa, el de Illinois se sintió preparado para afrontar el reto en uno “de los tres equipos con más historia de España”, como comentó en su presentación.

De ser el niño protegido en Estrasburgo a tener 6 jugadores más jóvenes que él en Badalona. “La principal diferencia de Estrasburgo es que este equipo es muy joven”, afirmó en una entrevista de Solobasket. Tampoco era sencilla esta transición. El -8 de su debut oficial, su agridulce bienvenida. “ Cada partido en ACB es muy difícil, son 40 minutos al límite. Si no juegas lo más duro posible caes porque cada equipo es grande”.

Irregular aún, Shurna ha encadenado días erráticos con exhibiciones de puntos y tiro. Los 17 puntos contra el Barça y Unicaja, los 22 frente al CB Valladolid y los 18 contra Laboral Kutxa indican que, si es capaz de encontrar una línea constante, tiene mucho que decir en esta competición. Con 40 puntos entre los últimos 2 encuentros, su media anotadora ascendió hasta los 10,8 por choque (8,1 val) y ya es el 7º máximo triplista (2,2) de toda la Liga Endesa. Y por el camino triples desde media pista y hasta alguno fuera de tiempo por los pelos con idéntica explosividad.

De tres en tres, la vida pasa más rápido. Y él nunca fue persona de inventar sonrisas falsas. La de Badalona es fruto de un estado de ánimo. “Todo es espectacular aquí. Tengo grandes compañeros. Trabajan duro en la pista y son muy divertidos en la calle. Además, Badalona es bonita, con gente muy maja y que ama el basket. Es una gran cultura de baloncesto la que estoy viviendo, el club nos cuida y nos apoya y la afición nos ayuda a ganar en casa los partidos duros, como el último”, reconoce, sintiéndose valorado. No siempre lo ha estado.

Foto Penya.com
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El triple de los mil nombres

“Tira como si un hombre intentase quitarse a un castor salvaje de la cabeza”, dijo una vez un periodista americano. "Es como si un alien saliese del pecho de un hombre y fuese directo a canasta", escribía un bloguero de Northwestern. “Parece como si lanzase rayos laser desde su cuerpo”, opinaba un tercero. Muchos fueron los que intentaron definir el tiro de John Shurna. También sus propios compañeros y entrenadores.

“El tiro de la medusa”. O el de la “trompa de elefante”, según el entrenador Vincent Collet. “Es como un tiro-empujón. Pero empujones de los que haces con 7 u 8 años”, exclamaba sorprendido Juice Thompson. “Es un poco funky”, reconocía el técnico Bill Carmody, que repetía el adjetivo de otro viejo compañero de equipo. “Es funky, extraño, raro… pero también efectivo, mortal, letal. Funky pero letal… ¿qué te parece? ¿Es buena, eh?”

Ese cuyo proceso es todo un ritual. Coge el balón en la cintura, lo pone rápidamente encima de tu cabeza y el balón sale casi desde su cara, con la cabeza hacia atrás. Imposible de parar. “¿Plano ahora? Teníais que haber visto el del instituto, ahora le da mucho más arco, es mucho más convencional”, cuenta Tim Hoder, técnico en el High School que siempre insistió en cambiar su mecánica.

Shurna se ríe cuando escucha todas las descripciones. Sin embargo, su explicación es de peso. “Mi lanzamiento viene de cuando era muy joven. Tiraba y tenía mucho acierto. También me encontré a mucha gente que me dijo que no lo cambiara pese a no ser tan ortodoxo. Y es que me hace anotar”, asegura, recordando que a él nadie le enseñó a lanzar cuando se pasaba las horas probando y probando en las canastas de Littles Tikes. A pesar de que todos pensaron que evolucionaría con los años, al final se convirtió en un arma más. “Me enfrenté a grandes jugadores y nadie paró mis tiros”.

“Probablemente no parezco un jugador de baloncesto y mi tiro seguramente no me ayude, pero he aprendido a convivir con eso, es divertido”, dijo una vez el ala-pívot en una entrevista con la ESPN. Lo extravagante de su lanzamiento, lo cual debería ser mera anécdota viendo los porcentajes que ha tenido en toda su carrera, en ocasiones le perjudicó, al menos a la hora de analizarle seriamente.

Cercano, sonriente, modesto y con el espíritu de un niño grande, John Shurna parece el mayor antónimo posible al concepto de “bad boy”. Su normalidad, elogiada en un vestuario, valorada por un técnico, a veces puede jugar en su contra para el gran público. Quizá, a él, no se le tomó tan en serio como a otros. ¿Lo nota así el jugador? “¿Infravalorado? Mmm… no lo sé”, espeta, tras varios segundos pensándose y mascando la respuesta más políticamente correcta. “Solo busco que mis equipos ganen, solo he hecho cosas para que tuvieran éxitos, solo me centro en el colectivo”. Y vuelta a empezar. Hablar de la humildad con un humilde siempre fue debatir sobre frío desde el mismísimo centro del polo.

Foto Jordi Montraveta
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La sonrisa de los mil nombres

Suena “Semi-charmed life”, una de esas canciones que tarareas porque conoces, porque has escuchado, aunque no sepas cuándo diablo lo hiciste. El grupo Third Eye Blind, uno de esos que pegan fuerte en el viejo continente con un hit para desaparecer para la eternidad –mientras sigue sonando al otro lado del Atlántico-, es uno de los favoritos de Shurna, enganchado también a Kanye West y U2. ¿Y una canción, John? Su respuesta es quizás la que más le define en toda la entrevista. El mismo que rapea para sí mismo el mítico “Runaway” de Kanye West, aquel que se confiesa un amante del rock y del country, no duda al responder al segundo. ¿”Una canción? Ahora mismo solo escucho canciones navideñas”

“¡Muchas canciones navideñas!”, añade, en un castellano al más puro estilo Michael Robinson. “Tiene mucho espíritu navideño”, aclara Miqui Forniés, jefe de prensa del FIATC Joventut, que relata una y mil anécdotas del jugador en un instante. “Vive por el centro y le encanta dar paseos por Badalona. Es sociable, se lleva muy bien con todos los del equipo, sale con los jugadores tras los partidos… es un tipo encantador”.

Él asiente. “En Badalona disfruto paseando por diferentes lugares, hay muchas cosas bonitas por ver aquí y me gusta salir a andar, conocer a gente nueva, descubrir esta nueva cultura. Además, me gusta mucho la música y el cine”. Amante de toda la saga de Harry Potter, sus libros favoritos, y capaz de verse todas las veces que haga falta “El Indomable Will Hunting”, su película de cabecera, John cocina pasta, la comida que más le gusta, deseando poder servir más de un plato en la mesa. “Ojalá mi familia pudiera visitarme pero no será posible de momento. Ellos me ayudaron a convertirme en un jugador profesional y ojalá pueda pagárselo yo de alguna manera el día de mañana”.

ACB Photo
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“Sueño con ser el mejor jugador de baloncesto posible. Cada experiencia será una nueva oportunidad en el camino. Y el mayor sueño es ayudar a mi familia, a la gente… y ser la mejor persona posible”, concluye, como si tuviese que pedirle al futuro lo que ya consiguió en el presente.

”Keep on smiling… what we go through!”. La canción de Third Eye Blind nunca dejó de escucharse, como si fuese autobiográfica, como si la hubiese escrito él. Una risa funky, un guiño a Sheldon Cooper. O a los aliens, o a las trompas de elefantes o a los nuevos adjetivos que se inventen para definir su tiro. Será por sinónimos. Será por ideas. ¿Acaso se iba a inmutar aquel que nació en un lugar llamado de tantas formas diferentes? La herencia de la ciudad del viento. La sonrisa de los mil nombres.